Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leon Tolstoi
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782378076115
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Levin se esforzaba en vencer su mal humor, permaneció todo el tiempo triste y taciturno.

      Deseaba preguntar algo a su amigo, pero no halló ocasión ni manera de hacerlo.

      Esteban Arkadievich había bajado ya a su cuarto, se había desnudado, lavado, se había puesto el pijama y acostado y, sin embargo, Levin no se resolvía a dejarle, hablando de cosas insignificantes y sin encontrar la fuerza para preguntarle lo que quería.

      –¡Qué admirablemente preparan ahora los jabones! dijo Levin, desenvolviendo el trozo de jabón perfumado que Agafia Mijailovna había dejado allí para el huésped y que éste no había tocado– Míralo: es una obra de arte.

      –Sí, ahora todo es muy perfecto –dijo Oblonsky, bostezando con la boca totalmente abierta–. Por ejemplo, los teatros y demás espectáculos están alumbrados con luz eléctrica. ¡Ah, ah, ah! –y bostezaba más aún–. En todas partes hay electricidad, en todas partes…

      –Sí, la electricidad… –respondió Levin–. Sí… ¿Oye?, ¿dónde está Vronsky ahora? –preguntó dejando el jabón.

      –¿Vronsky? –dijo Esteban Arkadievich, concluyendo un nuevo bostezo–. Está en San Petersburgo.

      Marchó poco después que tú y no ha vuelto a Moscú ni una vez. Voy a decirte la verdad, Kostia –continuó Oblonsky, apoyando el brazo en la mesilla de noche junto a su lecho y poniendo el rostro hermoso y rubicundo sobre la mano, mientras a sus ojos bondadosos y cargados de sueños parecían asomar los destellos de miríadas de estrellas. Tú tuviste la culpa, te asustaste ante tu rival. Y yo, como te dije en aquel momento, aún no sé quién de los dos tenía más probabilidades de triunfar. ¿Por qué no fuiste derechamente hacia el objetivo? Ya te dije entonces que…

      Y Esteban Arkadievich bostezó sólo con un movimiento de mandíbulas, sin abrir la boca.

      «¿Sabrá o no sabrá que pedí la mano de Kitty?», pensó Levin mirándole. « Sí: se nota una expresión muy astuta, muy diplomática, en su semblante.»

      Y, advirtiendo que se ruborizaba, Levin miró a Esteban Arkadievich a los ojos.

      –Cierto que entonces Kitty se sentía algo atraída hacia Vronsky –continuaba Oblonsky–. ¡Claro: su porte distinguido y su futura situación en la alta sociedad influyeron mucho, no sobre Kitty, sino sobre su madre!

      Levin frunció las cejas. La ofensa de la negativa que se le había dado le abrasaba el corazón como una herida reciente, pero ahora estaba en su casa, y sentirse entre los muros propios es cosa que siempre da valor.

      –Espera –interrumpió a Oblonsky–. Permíteme que te pregunte: ¿en qué consiste ese porte distinguido de que has hablado, ya sea en Vronsky o en quien sea? Tú consideras que Vronsky es un aristócrata y yo no.

      El hombre cuyo padre salió de la nada y llegó a la cumbre por saber arrastrarse, el hombre cuya madre ha tenido no se sabe cuántos amantes… Perdona; pero yo me considero aristócrata y considero tales a los que se me parecen por tener tras ellos dos o tres generaciones de familias honorables que alcanzaron el grado máximo de educación (sin hablar de capacidades y de inteligencia, que es otra cosa), que jamás cometieron canalladas con nadie, que no necesitaron de nadie, como mis padres y mis abuelos. Conozco muchos así. A ti te parece mezquino contar los árboles en el bosque, y tú, en cambio, regalas treinta mil rublos a Riabinin; pero tú, claro, recibes un sueldo y no sé cuántas cosas más, mientras yo no recibo nada, y por eso cuido los bienes familiares y los conseguidos con mi trabajo… Nosotros somos aristócratas y no los que subsisten sólo con las migajas que les echan los poderosos y a los que puede comprarse por veinte copecks.

      –¿Por qué me dices todo eso? Estoy de acuerdo contigo –dijo Esteban Arkadievich sincera y jovialmente, aunque sabía que Levin le incluía entre los que se pueden comprar por veinte copecks. Pero la animación de Levin le complacía de verdad–. ¿Contra quién hablas? Aunque te equivocas bastante en lo que dices de Vronsky, no me refiero a eso. Te digo sinceramente que yo en tu lugar habría permanecido en Moscú y…

      –No. No sé si lo sabes o no, pero me es igual y voy a decírtelo. Me declaré a Kitty y ella me rechazó. Y ahora Catalina Alejandrovna no es para mí sino un recuerdo humillante y doloroso.

      –¿Por qué? ¡Qué tontería!

      –No hablemos más. Perdóname si me he mostrado un poco rudo contigo –dijo Levin.

      Y ahora que lo había dicho todo, volvía ya a sentirse como por la mañana.

      –No te enfades conmigo, Stiva. Te lo ruego; no me guardes rencor –terminó Levin.

      Y cogió, sonriendo, la mano de su amigo.

      –Nada de eso, Kostia. No tengo por qué enfadarme. Me alegro de esta explicación. Y ahora a otra cosa: a veces por las mañanas hay buena caza. ¿Iremos? Podría prescindir de dormir a ir directamente del cazadero a la estación.

      –Muy bien.

      Capítulo 18

      Aunque la vida interior de Vronsky estaba absorbida por su pasión, su vida externa no había cambiado y se deslizaba raudamente por los raíles acostumbrados de las relaciones mundanas, de los intereses sociales, del regimiento.

      Los asuntos del regimiento ocupaban importante lugar en la vida de Vronsky, más aún que por el mucho cariño que tenía al cuerpo, por el cariño que en el cuerpo se le tenía. No sólo le querían, sino que le respetaban y se enorgullecían de él, se enorgullecían de que aquel hombre inmensamente rico, instruido a inteligente, con el camino abierto hacia éxitos, honores y pompas de todas clases, despreciara todo aquello, y que de todos los intereses de su vida no diera a ninguno más lugar en su corazón que a los referentes a sus camaradas y a su regimiento.

      Vronsky tenía conciencia de la opinión en que le tenían sus compañeros y, aparte de que amaba aquella vida, se consideraba obligado a mantenerles en la opinión que de él se habían formado.

      Como es de suponer, no hablaba de su amor con ninguno de sus compañeros, no dejando escapar ni una palabra ni aun en los momentos de más alegre embriaguez (aunque desde luego rara vez se emborrachaba hasta el punto de perder el dominio de sí mismo). Por esto podía, pues, cerrar la boca a cualquiera de sus camaradas que intentase hacerle la menor alusión a aquellas relaciones.

      No obstante, su amor era conocido en toda la ciudad, Más o menos, todos sospechaban algo de sus relaciones con la Karenina. La mayoría de los jóvenes le envidiaban precisamente por lo que hacía más peligroso su amor: el alto cargo de Karenin que contribuía a hacer más escandalosas sus relaciones.

      La mayoría de las señoras jóvenes que envidiaban a Ana y estaban hartas de oírla calificar de irreprochable, se sentían satisfechas y sólo esperaban la sanción de la opinión pública para dejar caer sobre ella todo el peso de su desprecio. Preparaban ya los puñados de barro que lanzarían sobre Ana cuando fuese llegado el momento. Sin embargo, la mayoría de la gente de edad madura y de posición elevada estaba descontenta del escándalo que se preparaba.

      La madre de Vronsky, al enterarse de las relaciones de su hijo, se sintió, en principio, contenta, ya que, según sus ideas, nada podía acabar mejor la formación de un joven como un amor con una dama del gran mundo. Por otra parte, comprobaba, no sin placer, que aquella Karenina, que tanto le había gustado, que le había hablado tanto de su hijo, era al fin y al cabo como todas las mujeres bonitas y honradas, según las consideraba la princesa Vronskaya.

      Pero últimamente se informó de que su hijo había rechazado un alto puesto a fin de continuar en el regimiento y poder seguir viendo a la Karenina, y supo que había personajes muy conspicuos que estaban descontentos de la negativa de Vronsky.

      Esto la hizo cambiar de opinión tanto como los informes que tuvo de que aquellas relaciones no eran brillantes y agradables, a estilo del gran mundo y tal como ella las aprobaba, sino una pasión a lo Werther, una pasión loca, según le contaban, y que podía conducir a las mayores imprudencias.

      No había visto a Vronsky desde la inesperada marcha de éste de Moscú y envió a su hijo mayor para decirle que fuese a verla.

      Tampoco