Ana Karenina (Prometheus Classics). Leon Tolstoi. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Leon Tolstoi
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782378076115
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cogían con palas en vez de vaciarla directamente en el granero de abajo. Levin dio orden de hacerlo así y tomó dos hombres para encargarles la siembra del trébol, con lo que su irritación contra el encargado se calmó en parte.

      Además, en un día tan hermoso resultaba imposible enojarse.

      –Ignacio –dijo al cochero, que con los brazos arremangados lavaba la carretela junto al pozo–: ensilla un caballo.

      –¿Cuál, señor?

      –«Kolpik».

      –Bien, señor.

      Mientras ensillaban, Levin llamó al encargado, que rondaba por allí, y, para hacer las paces, le habló de sus proyectos y de los trabajos que habían de efectuarse en el campo.

      Habría que acarrear pronto el estiércol para que quedase terminado antes de la primera siega. Había que labrar incesantemente el campo más apartado para mantenerlo en buen estado. La siega debía hacerse con la ayuda de jornaleros y a medias con ellos.

      El encargado escuchaba atentamente y se le veía esforzarse para aprobar las órdenes del amo. Pero conservaba el aspecto de desesperación y abatimiento, tan conocido por Levin y que tanto le irritaba, con el que parecía significar: «Todo está muy bien; pero al final haremos las cosas como Dios quiera».

      Nada disgustaba a Levin tanto como aquella actitud, pero todos los encargados que había tenido habían hecho igual; todos obraban del mismo modo con respecto a sus planes. Por eso Levin no se enfadaba ya, sino que se sentía impotente para luchar con aquella fuerza que dijérase primitiva del «como Dios quiera» que siempre acababa por imponerse a sus propósitos.

      –Veremos si puede hacerse, Constantino Dmitrievich –dijo, al fin, el encargado.

      –¿Y por qué no ha de poder hacerse?

      –Habría que tomar quince jornaleros más, y no vendrán. Hoy han venido, pero piden setenta rublos en el verano.

      Levin calló. Allí, frente a él, estaba otra vez aquella fuerza. Ya sabía que, por más que hiciera, nunca lograba hallar más de treinta y ocho a cuarenta jornaleros con salario normal. Hasta cuarenta los conseguía, pero nunca pudo tener más. De todos modos, no podía dejar de luchar.

      –Si no vienen, enviad a buscar obreros a Sura y á Chefirovska. Hay que buscar.

      –Como enviar, enviaré –dijo tristemente Basilio Fedorich–. Pero los caballos están otra vez muy debilitados.

      –Compraremos caballos. Ya sé –añadió Levin, riendo– que ustedes lo hacen todo con lentitud y mal, pero este año no les dejaré hacerlo a su gusto. Lo haré yo mismo.

      –No sé cómo lo hará, porque ya ahora apenas duerme. Para nosotros es mejor trabajar bajo el ojo del amo.

      –Ha dicho usted que están sembrando el trébol detrás de Beresovy Dol; voy a ver cómo lo hacen –dijo Levin.

      Y montó en « Kolpik», el caballito bayo que le llevaba el cochero.

      –¡No podrá usted atravesar el arroyo –le gritó éste.

      –Iré por el bosque en ese caso.

      Y al rápido paso del caballo, cansado de la larga inmovilidad y de que relinchaba al pasar sobre los charcos, impaciente por galopar, salió del patio cubierto de barro y se halló en pleno campo.

      Si en el corral, entre el ganado, se sentía contento, ahora en el campo se sintió más alegre aún. Al pasar por el bosque, meciéndose suavemente al trote de su caballo, sobre la nieve blanda llena de pisadas que se veía aún aquí y allá, respiraba el aroma a la vez tibio y fresco de la nieve y la tierra; y la vista de cada árbol con el musgo nuevo que cubría la corteza y los botones a punto de abrirse le alegraba el alma. Al salir del bosque se abrió ante él la amplia extensión del campo lleno de un aterciopelado y suave verdor, sin calveros ni pantanos, sólo, en algunos lugares, con restos de nieve en fusión.

      No se enojó siquiera al ver la yegua de un aldeano que, con su potro, pastaba en sus campos, limitándose a mandar a un trabajador que los hiciera salir de allí, ni tampoco con la estúpida y burlona respuesta del campesino Ipat, al que encontró por el camino, y que al preguntarle: «¿Qué, Ipat? ¿Sembraremos pronto?», le contestó: «Antes hay que labrar, Constantino Dmitrievich».

      Cuanto más se alejaba Levin, más alegre se sentía y sus planes de mejora de la propiedad se le aparecían a cual mejor: plantar estacas en todos los campos, mirando al sur, de modo que la nieve no pudiese amontonarse; dividir el terreno en seis partes cubiertas de estiércol y tres de hierba, construir un corral en la parte más lejana de las tierras, cavar un depósito para el abono y hacer cercas portátiles para el ganado. Con ello habría trescientas deciatinas de trigo candeal, cien de patatas, ciento cincuenta de trébol, sin cansar para nada la tierra.

      Embargado por estas ilusiones, Levin, conduciendo cuidadosamente su caballo por los deslindes para no pisar las plantas, se acercó a los jornaleros que sembraban el trébol.

      El carro con la simiente no estaba en el prado, sino en la tierra labrada, y el trigo invernizo quedaba aplastado y removido por las ruedas y por las patas del caballo. Los jornaleros permanecían sentados en la linde, probablemente fumando todos una misma pipa. La tierra del carro, con la que se mezclaban las semillas, no estaba bien desmenuzada, y se había convertido en una masa de terrones duros y helados.

      Viendo al amo, el jornalero Basilio se dirigió al carro y Minchka empezó a sembrar. Aquello le hizo muy mal efecto, pero Levin se enojaba pocas veces contra los jornaleros.

      Cuando Basilio se acercó, Levin le ordenó que sacase el caballo del sembrado.

      –No hace ningún daño, señor. La semilla brotará igualmente –dijo Basilio.

      –Hazme el favor de no replicar y obedece a lo que te digo –repuso Levin.

      –Bien, señor –contestó Basilio, tomando el caballo por la cabeza–. ¡Hay una siembra de primera! –dijo, adulador–. Pero no se puede andar por el campo. Parece que lleva uno un pud de tierra en cada pie.

      –¿Por qué no está cribada la tierra? –preguntó Levin

      –Lo está, lo hacemos sin la criba –contestó Basilio–. Cogemos las semillas y deshacemos la tierra con las manos.

      Basilio no tenía la culpa de que le dieran la tierra sin cribar, pero el hecho indignaba a Levin.

      En esta ocasión Levin puso en práctica un procedimiento que había ya empleado más de una vez con eficacia, a fin de ahogar en él todo disgusto y convertir en agradable lo ingrato. Viendo a Michka, que avanzaba arrastrando enormes masas de barro en cada pie, se apeó, cogió la sembradora de manos de Basilio y se dispuso a sembrar.

      –¿Dónde te has parado? –preguntó a Basilio.

      Éste le indicó con el pie el sitio al que había llegado y Levin comenzó a sembrar, como pudo, la tierra mezclada con las semillas. Era muy difícil andar: la tierra estaba convertida en un barrizal. Levin, tras recorrer un surco, empezó a sudar y devolvió la sembradora a Basilio.

      –En verano, señor, no me riña por este surco –dijo Basilio.

      –¿Por qué? –preguntó alegremente Levin, sintiendo que el remedio empleado daba el resultado que esperaba.

      –En verano lo verá. El surco será diferente de los otros. Mire usted cómo ha crecido lo que yo sembré la primavera pasada. Yo, Constantino Dmitrievich, procuro hacer el trabajo a conciencia como si fuera para mi propio padre. No me gusta trabajar mal, ni permito que otros lo hagan. Así el amo queda contento y nosotros también. ¡Se le ensancha a uno el corazón viendo esa abundancia! –añadió Basilio mostrando el campo.

      –¡Qué hermosa primavera!, ¿verdad, Basilio?

      –Ni los viejos recuerdan otra parecida. He pasado por mi casa porque el viejo ha sembrado tres octavas de trigo. Dice que crece tan bien que no puede distinguirse del centeno.

      –¿Hace mucho que sembráis trigo?

      –Desde hace dos años, cuando usted nos enseñó a hacerlo.