Así que, pese a su soledad, o quizá como consecuencia de ella; la vida de Levin estaba muy ocupada.
Rara vez experimentaba la necesidad de transmitir los pensamientos que henchían su cerebro a alguien que no fuera Agafia Mijailovna, con quien tenía frecuentes ocasiones de tratar sobre física, economía agraria y, más que nada, sobre filosofía, ya que la filosofía constituía la materia predilecta de la anciana.
La primavera tardó bastante en llegar. Durante las últimas semanas de Cuaresma, el tiempo era sereno y frío. Por el día los rayos solares provocaban el deshielo, pero por las noches el frío llegaba a siete grados bajo cero. La tierra, pues, estaba tan helada que los vehículos podían andar sin seguir los caminos. Hubo nieve los días de Pascua. Pero el segundo de la semana pascual sopló un viento cálido, se encapotó el cielo y durante tres días y tres noches cayó una lluvia tibia y rumorosa.
El jueves el viento se calmó y sobrevino una niebla densa y gris, como para ocultar el misterio de las transformaciones que se operaban en la naturaleza.
Al amparo de la niebla se deslizaron las aguas, crujieron y se quebraron los hielos, aumentaron la rapidez de su curso los arroyos turbios y cubiertos de espuma, y ya en la Krasnaya Gorka se disipó la niebla por la tarde, las grandes nubes se deshicieron en nubecillas en forma de vellones blancos, el tiempo se aclaró y llegó la auténtica primavera.
Al salir el sol matinal, fundió rápidamente el hielo que flotaba sobre las aguas y el aire tibio se impregnó con las emanaciones de la tierra vivificada. Reverdeció la hierba vieja y brotó en pequeñas lenguas la joven; se hincharon los capullos del viburno y de la grosella y florecieron los álamos blancos, mientras sobre las ramas llenas de sol volaban zumbando pubes doradas de alegres abejas, felices al verse libres de su reclusión invernal.
Cantaron invisibles alondras, vocingleras, sobre el aterciopelado verdor de los campos y sobre los rastrojos helados aún; los frailecicos alborotaban en los cañaverales de las orillas bajas, todavía inundadas de agua turbia. Y, muy altos, volaban, lanzando alegres gritos, las grullas y los patos silvestres.
En los prados mugía el ganado menor, con manchas de pelo no mudado aún. Triscaban patizambos corderitos al lado de sus madres, perdidos ya los vellones de su lana, y ágiles chiquillos corrían por los senderos húmedos, dejando en ellos las huellas de sus pies descalzos.
En las albercas se oía el rumor de las voces de las mujeres, muy ocupadas en el lavado de su colada, a la vez que en los patios resonaba el golpe de las hachas de los campesinos, que reparaban sus aperos y sus arados.
Había llegado, pues, la auténtica primavera.
Capítulo 13
Levin se calzó las altas botas. Por primera vez no se puso la pelliza, sino una poddevka de paño.
Luego salió para inspeccionar su propiedad, pisando ora finas capas de hielo, ora el barro pegajoso, al seguir las márgenes de los arroyos que brillaban bajo los rayos del sol.
La primavera es la época de los planes y de los propósitos. Al salir del patio, Levin, como un árbol en primavera que no sabe aún cómo y hacia dónde crecerán sus jóvenes tallos y los brotes cautivos en sus capullos, ignoraba aún lo que empezaría ahora en su amada propiedad, pero se sentía henchido de hermosos y grandes propósitos.
Ante todo fue a ver el ganado.
Hicieron salir al cercado las vacas, de reluciente pelaje, que mugían deseando marchar al prado. Una vez examinadas las vacas, que conocía en sus menores detalles, Levin ordenó que las dejasen salir al prado y que pasasen al cercado a los terneros.
El pastor corrió alegremente a prepararse para salir. Tras los becerros mugientes, locos de exaltación por el ambiente primaveral, corrían las vaqueras, empuñando sus varas, para hacerles entrar en el cercado, pisando presurosas el barro con sus pies blancos no quemados aún por el sol.
Una vez examinadas las crías de aquel año (los terneros lechales eran grandes como las vacas de los campesinos, y la becerra de la «Pava» , mayor aún), Levin ordenó que se sacaran las gamellas y se pusiera heno detrás de las empalizadas portátiles que les servían de encierro.
Pero sucedió que las empalizadas, que no se habían usado durante el invierno, estaban rotas. Levin mandó llamar al carpintero contratado para construir la trilladora mecánica, mas resultó que éste estaba arreglando los rastrillos que ya debía haber dejado listos para Carnaval.
Levin se sintió contrariado. Le disgustaba no poder salir de aquella desorganización constante del trabajo, contra la cual luchaba desde hacía años con todas sus fuerzas.
Según se informó, las empalizadas, al no ser empleadas en el invierno, habían sido llevadas a la cuadra y, por ser empalizadas ligeras, construidas para los becerros, se estropearon. Para colmo, los rastrillos y aperos, que había ordenado que reparasen antes de terminar el invierno, y para lo cual habían sido contratados tres carpinteros, no estaban arreglados aún, y los rastrillos sólo los reparaban ahora, cuando ya era hora de empezar los trabajos.
Levin envió a buscar al encargado, pero no pudo esperar, y en seguida salió también él en busca suya.
El encargado, radiante como todo en aquel día, vestido con una zamarra de piel de cordero, volvía de la era rompiendo una brizna de hierba entre las manos.
–¿Cómo es que el carpintero no está arreglando la trilladora?
–Ayer quería decir al señor que era preciso arreglar los rastrillos, que es ya tiempo de labrar.
–¿Por qué no los han arreglado en invierno?
–¿Para qué quería el señor traer entonces un carpintero?
–¿Y las empalizadas del corral de los terneros?
–He mandado llevarlas a su sitio. ¡No sabe uno qué hacer con esta gente! –dijo el encargado, gesticulando.
–¡Con quien no se sabe qué hacer es con este encargado y no con esta gente! –observó Levin, irritado. Y gritó–: ¿Para qué le tengo a usted?
Pero, recordando que con aquello no resolvía el asunto, se interrumpió, limitándose a suspirar.
–¿Qué? ¿Podemos sembrar ya? –preguntó tras breve silencio.
–Mañana o pasado podremos sembrar detrás de Turkino.
–¿Y el trébol?
–He enviado a Basilio con Michka, pero no sé si podrán, porque la tierra está todavía muy blanda.
–¿Cuántas deciatinas de trébol ha mandado usted sembrar?
–Seis.
–¿Y por qué no todas?
El saber que habían sembrado seis deciatinas y no veinte le disgustaba todavía más. Por teoría y por su propia experiencia, Levin sabía que la siembra de trébol sólo daba buenos resultados cuando se sembraba muy pronto, casi con nieve. Y nunca pudo conseguir que se hiciese así.
–No tenemos gente. ¿Qué quiere que hagamos? Tres de los jornaleros no han acudido hoy al trabajo. Ahora Semen…
–Habríais debido hacerles dejar la paja.
–Ya lo he hecho.
–¿Dónde están, pues, los hombres?
–Cinco están preparando el estiércol; cuatro aventan la avena para que no se estropee, Constantino Dmietrievich.
Levin entendió que aquellas palabras significaban que la avena inglesa preparada para la siembra se había estropeado ya por no haber hecho lo que él ordenara.
–Ya le dije, por la Cuaresma, que aventase la avena –exclamó Levin.
–No se apure;