El manco de Lepanto: episodio de la vida del príncipe de los ingenios, Miguel de Cervantes-Saavedra. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
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Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664175311
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Iglesia.

      Comídose había con los ojos a doña Guiomar, mientras dijo las anteriores palabras, el señor Ginés de Sepúlveda, y comiéndosela aún, y atragantado por el hechizo de tantas y tan no vistas bellezas como en doña Guiomar se atesoraban, dijo con la voz temblorosa y desfallecida y espantado de sí mismo:

      —Deber es del Santo Oficio de la General Inquisición, contra la herética pravedad, extremar su celo, y tanto más en los calamitosos tiempos en que las naciones más poderosas del mundo amparan la herejía, engañados y perdidos sus monarcas por Satanás; que la Alemania y la Inglaterra hierven en herejes, y aquí nos vemos obligados a hacer cada auto de fe que espanta, y sin que este saludable rigor sea bastante para purgarnos de la maldita simiente; así es que, señora, como esta casa que vos habéis comprado y habitáis tenía duende...

      Interrumpiole doña Guiomar, y con muestras de sobresalto le dijo:

      —¿Duende decís que tenía esta casa?

      —Por ello estuvo muchos años deshabitada,—respondió el señor Ginés de Sepúlveda;—y si vos que, por ser forastera, no lo sabíais, no la hubiérades comprado y habitado, sin habitar estaría aún, y seguiría deshabitada por los siglos de los siglos amen.

      Creían entonces en los duendes como se creía en los artículos de fe, y por creer en ellos doña Guiomar, imaginósela que, tal vez, no el hombre que amaba en carne y hueso era el que se la había aparecido en su retrete, sino una apariencia de él, tomada por algún duende maligno; y espantose y pareciola que detrás de cada tapicería se movía un duende travieso, y que las figuras de los lienzos que las paredes poblaban tomaban extrañas y espantables cataduras, y que de todos los ángulos de la sala surgían trasgos y fantasmas; y como tenía la imaginación muy viva, porque era andaluza, venida de las Indias, asustose de tal modo, que al familiar se asió como si hubiera creído que agarrándose a una parte de la Inquisición, por exígua y mezquina que fuese, a ella no se atreverían duendes, trasgos, ni espectros.

      Aconteciole al señor Ginés de Sepúlveda, cuando las suaves manos de doña Guiomar asieron las suyas y sus ojos se fijaron espantados en sus ojos, que creyó que de él se apoderaba el diablo; espantose muy mucho más que doña Guiomar, y aturdiose; y sin saber cómo, no encontrando otra cosa de que ampararse, amparose del mismo peligro que le espantaba; es decir, que se abrazó a doña Guiomar, y de tal manera, que no parecía sino náufrago que, llevado por las furiosas olas, con una tabla se encuentra y a ella se agarra.

      ¿Quién pudiera decir lo que pasó por ambos cuando en aquel abrazo, tan súbita e inopinadamente sobrevenido, se encontraron enlazados? Pareciole a doña Guiomar el señor Ginés de Sepúlveda, cuando le vio tan cerca, más feo y pavoroso que todos los duendes y vestiglos habidos y por haber, y rechazole; y él, cuando hubo sentido las corpóreas bellezas de doña Guiomar, y alentado la ambrosia de su aliento, no defendió ya su alma del demonio, sino que, cayendo en la tentación y olvidándose de sus votos (que como ya se dijo, aunque seglar, de castidad había pronunciado), y siendo valiente por la primera vez de su vida, volteándole los ojillos grises, y todo contraído y perturbado, dijo:

      —¡Amor!... ¡amor!... ¡yo te reconozco y te adoro! ¡Alma mía, que te pierdes, perdóname, porque te fenezco en otra alma, que ya, sin ser yo poderoso a evitarlo, es el alma mía!

      —Pero ¿qué es lo que estáis diciendo, hombre,—dijo doña Guiomar,—que me parece que os habéis vuelto loco? ¿De qué alma habláis, que decís que es vuestra alma? Si por ventura el alma que decís es el alma mía, ved que os engañáis, que yo no os la doy, ni mi alma puede irse a vos sin que yo lo quiera.

      A todo esto, doña Guiomar se había separado a una buena distancia del familiar, y parecía como que éste empezaba a volver en sí, y a arrepentirse de haberse dejado ir de aquella manera por los para él desconocidos espacios del amor.

      Doña Guiomar estaba toda encendida e indignada, y le miraba fosca: como que aún la parecía sentir el apretón de unos brazos que la ceñían, y ver dos ojos que, como los de un lobo hambriento, la miraban.

      —Perdonadme, señora,—dijo el familiar,—que yo creo que los duendes de esta casa maldita se han metido en mí, y me han obligado a hacer y decir contra mi voluntad lo que he hecho y dicho; pero ya veis que a la razón vuelvo, que respetuoso os hablo, que humillado perdón os pido; y el que esta influencia infernal que me ha dominado no haya persistido, consiste en que yo llevo conmigo un preservativo contra toda hechicería y maleficio, y esos demonios familiares, que se llaman vulgarmente duendes, han huido lanzados por la virtud de ese bendito preservativo.

      —¿Preservativo tenéis contra diablos familiares?—dijo doña Guiomar.

      —Sí, señora,—contestó el señor Ginés de Sepúlveda,—y ese preservativo es la medalla, que con la cruz dominica, que como sabéis es la cruz de la Inquisición, llevo pendiente de este cordón sobre el pecho.

      —De suerte, que si yo llevara pendiente de la garganta esa medalla, libre de duendes estaría,—dijo doña Guiomar.

      —Y no sólo vos,—respondió Ginés de Sepúlveda,—sino vuestra casa y las otras casas adonde fuéredes, como todo lugar en que os encontráredes.

      —Pues mirad,—dijo doña Guiomar,—si me dais esa milagrosa medalla, os perdono el abrazo que tan sin licencia mía, y tan contra mi voluntad y mi pudor, me habéis dado; que en Dios y en mi ánima, este es el primer abrazo de hombre que he sentido.

      —¿Pues qué, no sois vos viuda, señora?—preguntó admirado el familiar.

      —Padre fue, que no marido para mí, el buen esposo mío cuya muerte lloro,—respondió tristemente doña Guiomar.

      Atragantose el familiar cuando, por la propia confesión de los rosados labios de doña Guiomar, reconoció en la ya bastantemente preciada persona que le volvía el seso, un atractivo más, que era el de ser doncella, no embargante lo de viuda, que bien puede ser esto, aunque rara vez suceda y haya de ponerse muy en duda; pero de tal manera lo había dicho doña Guiomar, y con tal y tan ruboroso embarazo, que había que creerlo, y creyolo el señor Ginés de Sepúlveda, y el corazón se le volvió de arriba abajo, y atragantose, y de tal manera, que se estuvo bien cinco minutos sin decir palabra, y mirando espantado a la hermosa indiana, ni más ni menos que si en ella hubiera tenido delante esa ave fénix de la que todos hablan y ninguno ha visto; porque en doncella moza puede con no mucha dificultad creerse, pero creer en doncella viuda, era ya cosa recia. Y este espanto del familiar no era por que le pareciese mentirosa doña Guiomar, que él la hubiera creído aunque ella le hubiera dicho que no había venido al mundo por medio de mujer, sino caída de una estrella; pero espantábale el ver que su castidad iba más y más desmoronándose y deshaciéndose, y que el diablillo del amor con más y más fuerza le abrasaba el alma.

      Sabe Dios cuánto tiempo hubiera estado silencioso y como sujeto a un encanto, si ella, repuesta del trabajo que la había costado aquella su extraña confesión, no le hubiera dicho:

      —Sólo hay una manera, señor mío, repito, para que yo os perdone vuestro atrevimiento, y es que siendo, según decís, esa medalla que pendiente de ese cordón lleváis sobre el pecho, un preservativo contra los demonios, ya sean o no sean familiares, y contra toda casta de espíritus foletos y malditos, me la entreguéis, para que yo pueda quedar esta noche sin morirme de miedo en mi casa; que mañana será otro día, y ya buscaré yo vivienda en que acomodarme, donde no haya habido nunca, ni duende, ni trasgo, ni fantasma, ni alma en pena, ni cosa que en mil leguas al otro mundo huela.

      —No ya la medalla del Santo Oficio os daría yo, y tenedla, señora mía,—dijo todo amor y todo rendimiento el familiar,—sino el alma, aunque supiera que os la daba para que me la perdieseis.

      —No por Dios,—dijo doña Guiomar, tomando la medalla que el familiar la daba y poniéndosela al cuello,—que no quiero yo que por mí seáis idólatra y os condenéis; tanto más, cuanto que yo no podría corresponderos, porque aborrezco el amor, principio y causa de todas las malas aventuras que a la mujer la avienen; y porque es ya tarde y el sueño me pesa en los ojos, y porque veo que