Acongojose con esto doña Guiomar, y al suelo viniera traspuesta, si no la sostuviera en sus brazos su fiel doncella Florela; y cuando todo pasó y renació el silencio y tornó la calma; bañados en lágrimas los dulces ojos y la bella color mudada, dijo a Florela con una voz en que se entendía claramente lo que en su alma había de temor y de esperanza:
—¡Ay, amiga Florela, que si esto es amor, a Dios pluguiera que nunca hubiera yo amado en mi vida! ¿y quién había de decirme a mí que a tal punto había de traerme un hombre a quien no más que tres veces he visto, y aun así como sombra que pasa, o mentida imagen de un sueño, que al despertar se pierde?
A lo cual respondió Florela suspirando:
—Cosa es el amor, señora, que no ha menester más que un punto para rendir a su imperio un alma; y tanto más, cuanto más esta alma está anegada en tristezas, y huérfana de dulces afectos.
—Calla, Florela,—dijo doña Guiomar enjugando sus lágrimas,—que me parece que alguien viene.
Entreabrió a punto la mampara un paje, asomó la cabeza, y dijo a su señora que el familiar del Santo Oficio que había estado antes, había vuelto, y que decía que por la señora era venido; y doña Guiomar mandó le llevasen al estrado, y que le rogasen que allí esperase.
Procuró sosegarse doña Guiomar, aunque esto era más para deseado que conseguido, y dijo a su doncella:
—Mira, Florela, si es posible que los de casa averigüen si ha pasado alguna desgracia en la riña, y si la hubo, quién o quiénes son los sin ventura; que esto bien podrá hacerse con el pretexto de socorrer a los que hubieren menester socorro; y vuelve, mientras yo me aliño un tanto para ir e advertir a ese familiar aquello para lo que le he rogado que vuelva; y no tardes, que la duda de que él haya podido quedar en el lance, me tiene sin vida.
Saliose Florela, y doña Guiomar fue a sentarse a su tocador, y contemplose al espejo, y hallose, más hermosa que nunca; que el amor hace hermosos aun a los ojos feos, y a los hermosos los sublima, haciendo de ellos un cielo; y un cielo veía en sus ojos doña Guiomar, porque en el amor que en sus ojos hallaba, la parecía como que veía la imagen de aquel por quien el amor acongojaba su alma; y la sucedía que cuanto más se contemplaba, más la parecía ver en sus ojos la fugitiva sombra de su deseo; y a tal llegó su amorosa ilusión, que creyó que no en sus ojos, sino detrás de ella, sobre las rubias trenzas de sus cabellos, aparecía la imagen de su anhelado, mirándola ansioso, copiado por el espejo, y como si detrás de ella hubiese estado de rodillas. Pareciola asimismo que una mano trémula asía una mano suya que pendía descuidada, y que en ella unos labios ardientes posaban un amoroso beso.
Volviose estremecida doña Guiomar, y vio que de rodillas estaba junto a ella, no una imagen vana, ni una sombra, sino un hombre, con atavío de soldado, que anhelante la miraba, y que parecía que quería hablar y no podía, aunque harto claro decía lo que sentía el temblor que todo su cuerpo agitaba.
Sobresaltose doña Guiomar, nubláronsela los ojos, apretósela el corazón, y desfalleció toda al ver que quien tenía a sus pies y oprimiéndola una mano, que ella no tenía fuerzas para retirar, contra sus labios, era el mismo por quien ella la dulce muerte del amor sentía; y así los dos, en un silencio más elocuente que el mejor de los discursos, pasose algún tiempo, hasta que recobrándose la hermosa indiana y conociendo que por su decoro debía manifestar extrañeza y enojo por lo que sucedía, desasió su mano de las de su enamorado, y dijo con la voz entera y enojada:
—¿Qué es esto? ¿quién sois? ¿cómo habéis entrado aquí? ¿qué queréis?
—Hermosa señora,—dijo levantándose aquel hombre,—no mi voluntad, sino los no sé si para mí crueles o propicios hados, son los que, cuando yo pensaba sólo en libertarme de ser preso, aquí me han traído, para que postrado a vuestros pies pueda deciros que vos sois mi vida, sin la cual vivir no puedo, ni quiero; y que si en vos no hallo esperanza a mi pena, alivio a mi enfermedad, alegría a mi tristeza, luz a mis ojos, a mi pecho aliento y gloria a mi deseo, por condenado me doy y sin vislumbre de redención que me salve.
A lo que doña Guiomar respondió, mirándole no tan ceñuda ya, ceño fingido, que si ella hubiera mostrado lo que sentía en el alma en el semblante, por bien hallado y dichoso hubiérase dado él:
—Cortés sois, bien nacido parecéisme y bien criado; dejadme que me asombre de veros en mi presencia, entrado aquí como un salteador pudiera entrarse, y sin más disculpa que la de la necesidad que habéis tenido de salvaros de ser preso.
—En tal aprieto,—dijo él,—no me hubiera visto si no os viera, si viéndoos no os amara, y por amaros no ansiara deciros mi pena; que yo soy el que, no ha mucho, en unos tan desdichados y pobres versos, como míos, os decía mis ansias; y si vos, señora de mi alma, esos versos habéis oído, oído habréis también la riña, que ha sido tal, que cortada la salvación, obligado me he visto a saltar una tapia, que es sin duda la del jardín de vuestra casa; porque adelantando por ese jardín, y dando en un cenador, y en él en unas escaleras, siguiendo por un corredor, halleme junto a una puerta entreabierta, y os vi, y sin pensar en otra cosa, acerquéme, se me doblaron las rodillas, convidome vuestra mano de alabastro, y mis hambrientos labios besarla osaron: si lo que os digo no fuese para vos disculpa bastante del que habéis creído atrevimiento mío, volveré a salir de vuestra casa, importándome ya poco de cuanto mal pudiera avenirme, que, por grande que fuese, no sería mayor que la desgracia de haberos enojado.
—No habéis de decir,—replicó la hermosa indiana,—que poniéndoos en peligro el salir ahora de mi casa, de ella os echo; tanto más, cuando por venir, aunque sin licencia mía y aun sin yo conoceros, a darme música, en tal cuidado os habéis puesto; y hagamos aquí punto a la conversación, y entraos en ese aposento, que yo voy a ver si por acaso ha podido oíros alguno de mis criados, y cuando todos estén recogidos y el peligro que corréis haya pasado, podréis iros.
Y yendo a una puerta, abriola, y haciéndole seña de que pasase, él pasó a un cuarto oscuro, donde doña Guiomar encerrole tan a tiempo, que ya las fuerzas la faltaban para el fingimiento, y aquejábala el deseo de trocar su severidad en dulzura, su enojo en rendimiento, y su indiferencia en amor.
Valídose había además doña Guiomar de la industria de encerrar al aun para ella desconocido amante suyo, porque, aunque turbada, acordose de que en la sala la esperaba aquel familiar de la Inquisición que poco tiempo hacía la había asustado, metiéndose de rondón y en son de amenaza en su casa, como si hubiera ido a buscar herejes malditos; y porque había conocido (siempre las mujeres lo conocen) que de ella el familiar se había prendado, citole para saber por qué causa la Inquisición la había buscado, y además para acabar de prendarle y volverle loco, con lo cual el disgusto o el peligro de una nueva visita de la Inquisición se evitaría.
Fuese, pues, a la sala donde el familiar la esperaba; hallole inmóvil como una estatua, teniendo en la una mano el sombrero, puesta la otra en los gabilanes de su inútil espada, y grave y triste y compungido; alegráronsele los ojos al menguado cuando a él se acercó doña Guiomar sonriendo, y habiéndose ella ido al estrado y sentádose y héchole seña de que a su lado se sentase, él lo hizo, quedando encogido y encorvado; y luego ella le habló de esta manera:
—Agradecida os estoy, señor, con toda mi alma, por la benevolencia con que habéis tornado a que yo os diga lo que no puedo menos de deciros, y es, que no sé yo por