—¿Disparó usted a muchas ballenas? —preguntó Ismael uniéndose al interés del posadero.
—Francas, lo menos una veintena. Muchas más si contamos azules, grises y jorobadas.
—¿A cuántas ha matado? —preguntó repentinamente el individuo que había permanecido en silencio hasta entonces.
—Muchas, señor. No podría decirle un número exacto.
—¿Alguna en especial?
—Todas las ballenas son especiales, si me lo permite. El truco consiste en meterles el arpón en el cerebro para no dejarlas pensar. Si se falla, entonces puede ser ella la que te cace a ti. Yo iba a bordo del Hawknest cuando nos atacó aquella franca. No exagero si les digo que pesaba más de doscientas toneladas. De una tripulación de dieciséis, sólo conseguimos escapar cinco. Yo estaba en el agua junto al capitán cuando la vimos venir, en el último momento se decidió por él; lo engulló sin ningún esfuerzo a cinco metros de mí. Esos animales saben lo que hacen, señor.
—Bah, no son más que estúpidas ballenas. No me venga con ésas —refunfuñó el tipo regresando a la contemplación del cuadro.
—Lo que el capitán quiere decir es si encontró usted alguna ballena blanca —apostilló el posadero dejando de dar lustre a la barra.
—Entiendo. Ustedes se refieren a Mocha Dick.
Como si le hubiera mordido una serpiente, el capitán se giró y zarandeó al arponero.
—¿La vio usted? Dígame, ¿la vio?
—Mucha gente cree que Mocha es una leyenda, señor, pero que me aspen si aquella ballena blanca como la espuma que encontramos en el sur no era Mocha.
—¿Dónde? ¿Cuándo? —bramó el capitán enfurecido agitando el cuello de la pelliza de Jim Brown.
—Cálmese, capitán —intervino el posadero pidiéndole tranquilidad con las manos—. Deje que el chico se explique, aunque cuesta creer que haya podido verse una franca como esa al otro lado de la Línea.3
—Lo he contado en todas las tabernas de New Bedford y la gente se mofa, pero yo les juro por lo más sagrado que aquella ballena blanca era Mocha Dick. Y ya sé que no siendo del tipo austral, las francas no se han visto nunca en aquellas aguas.
Jim Bow volvió a coger la jarra y apuró un trago de cerveza como si necesitara armarse de valor para seguir con la historia.
—Continúe. No se detenga —le apremió el hombre de mirada extraviada al que llamaban capitán.
—No la vimos acercarse hasta que estuvo prácticamente al costado. El sol aún no había despuntado pero la luz del crepúsculo fue suficiente para reconocerla. Cuando la vimos ya la teníamos encima, sin embargo se limitó a dar unas vueltas al barco como si quisiese cerciorarse de quiénes éramos.
—¿Les atacó?
—No. Y eso es lo más extraño. Dicen que Mocha es una ballena tremendamente agresiva.
—Muchos dicen que sólo es una leyenda —intervino Ismael.
—Les digo que era Mocha. La reconocí al instante. Tenía dos arpones metidos en las costillas y otro más le atravesaba el ojo derecho y se alojaba en alguna parte de su sistema respiratorio. Cada vez que lanzaba un chorro de agua emitía un silbido agónico que no he podido quitarme de la cabeza. Ni eso ni la mirada asesina de su único ojo. No me crean si no quieren, pero les aseguro que...
Jim Bow guardó silencio. Los clientes de la posada se habían acercado y se congregaban a su alrededor dispuestos a no perderse una palabra de la historia. Tras ellos, el indio continuaba agachado frente al fuego en la misma postura, pero ya no daba forma a la madera, en vez de eso le contemplaba con un rictus de fiereza en la mirada que a punto estuvo de helarle la sangre.
—Siga —volvió a apremiarle el capitán golpeándole el hombro.
—Esa ballena existe, capitán, créame. La he visto con mis propios ojos. Le digo que Mocha Dick no es ninguna leyenda, sino una ballena inteligente. Sabía que acercándose como lo hizo no tendríamos tiempo de cargar el arpón. Quería reconocernos, de eso no me cabe duda; permaneció un rato dando vueltas al barco hasta que se convenció de que no éramos el buque que buscaba.
—Dígame, ¿dónde ocurrió eso?
—Doscientas millas al sureste del archipiélago de las Malvinas. Y no me diga que no son aguas de francas, capitán. Ya le digo que he visto muchas de ellas, aunque ninguna blanca y tan terriblemente herida como ésta. Era Mocha, capitán, no lo dude, cualquier marinero del Proverb podría certificarlo, aunque creo que...
—¿Qué es lo que cree? —bramó a su lado un marinero de miembros flácidos, piel cartilaginosa y rostro cerúleo como el de un cadáver.
—Creo que ustedes ya saben esto. Quizás por eso me han traído hasta aquí.
—¿Cuándo la vio? —ignorando sus palabras el capitán volvió a agitar el brazo de Jim Bow.
—Hace nueve meses. En invierno.
—Nos vamos —sentenció el llamado capitán incorporándose de la alta silla de madera en la que había permanecido sentado hasta ese momento.
Como si de una orden se tratase el grupo se puso en marcha en dirección a la escalera que ascendía a la parte alta de la posada. Jim se echó el saco al hombro y les siguió. El viaje desde New Bedford hasta la isla de Nantucket le había fatigado y más aún la tensión de la conversación y el esfuerzo mental al recordar la mirada asesina de Mocha Dick. Le vendría bien descansar. Al día siguiente le llevarían a conocer su nuevo barco. Comenzaba a sentir el gusanillo de la caza y ansiaba empezar a afilar sus arpones.
La larga fila de individuos continuó el ascenso hasta que la escalera quedó sumida en la penumbra. Aquello era lo más extraño que le había pasado en su vida. Deseaba con toda el alma sentir el calor de una cama y ordenar sus pensamientos antes de entregarse al sueño.
Repentinamente, alguien abrió una puerta en la parte alta de la cadena humana y un torrente de luz iluminó de nuevo la escalera, alumbrando los rostros espectrales de sus compañeros de ascensión. Por un instante sintió un miedo indefinido imposible de explicar, pero siguió subiendo empujado por el torbellino que le seguía, hasta que se encontró en una superficie firme y un golpe de aire fresco le hizo sentirse momentáneamente reconfortado.
Aquello debía ser el tejado de la posada al que habrían accedido por una claraboya, sin embargo era de noche y, aunque vaporosa, la claridad se correspondía con las horas del día. Echó una ojeada a su alrededor y vio que los hombres desaparecían entre las brumas, entonces miró hacia la claraboya y vio salir al que cerraba la fila humana, aquel tipo extravagante y nervioso al que llamaban capitán, el cual abrió una puerta y se desvaneció tras ella. Hubiera jurado que cojeaba y una sensación de terror se alojó en su garganta.
El posadero se le acercó y le sujetó del brazo.
—Señor Bow, soy Buñuelo. El oficial Stubbs me ordena que le acompañe a la proa, valga la redundancia —para celebrar su chiste el posadero esbozó una sonrisa de hiena, dio media vuelta y esperó a que el joven arponero se decidiera a seguirle.
Conforme avanzaba siguiendo a Buñuelo comenzó a escuchar en la distancia unas voces que seguían cierta cadencia musical. Se trataba de una conocida saloma de cabrestante,4 una tonadilla antigua que había escuchado y repetido cientos de veces antes, pero que carecía de sentido en aquellas alturas de la posada.
Ese barco de aquí no es.
Túmbale, túmbale...
No es español ni es francés.
Túmbale, túmbale...
No es ruso, tampoco inglés.
Túmbale, túmbale...