—Tú saber cuándo llegar momento...
Y en esa frase quedaba encallada su lengua, como aquellos buques legendarios que gustaba arrebatar al resto de los mares aquel otro estático llamado de los Sargazos.
Al atardecer los marineros solían reunirse en la cubierta, donde, al tiempo que tallaban pequeñas figuras con huesos de cachalote, se escuchaban historias a caballo entre la realidad y la fantasía y en las que los protagonistas eran siempre las ballenas y su ancestral y desigual lucha con el hombre, que pretendía arrebatarles la energía de sus entrañas para llenar aquellos barriles que permanecían vacíos desde la salida de Nantucket. Como a cualquier marinero, a Jim le gustaban aquellos cuentos, aunque era consciente de que la mayoría eran puras fabulaciones que al saltar de barco en barco y de taberna en taberna se iban enredando, haciéndose cada vez más descabelladas. Extraña paradoja, pensaba el arponero escuchando los cuentos de labios de marineros rudos y curtidos: en tierra todos creían a pies juntillas aquellas historias de los balleneros contadas siempre en primera persona, aunque a bordo se escuchaban unos a otros con tanto interés como desconfianza, sabedores de que en el fondo todos aquellos cuentos no eran otra cosa que patrañas sin ningún sentido del rigor:
—Yo era remero en el Betwawoo —aseguraba un viejo marinero de Boston—, cuando arponeamos aquel animal que luego seguimos durante tres años. El capitán McKenzie se volvió loco y no quería saber de ninguna ballena que no fuera aquella jorobada que había escapado con su arpón. Al cabo de ese tiempo volvimos a encontrarla en el mismo lugar en que la habíamos arponeado, aunque sólo Dios sabe cuántas vueltas habría dado a la Tierra. Estaba exhausta y se entregó sin resistencia, aunque quedó tan escuálida que apenas obtuvimos media docena de barriles.
—A ningún capitán le gusta perder un arpón, mucho menos si es escocés —replicó otro marinero despertando la risa de todos.
—Dices bien —sonrió el bostoniano mostrando unas negras encías desprovistas de dientes—. Y vaya si lo recuperó, no sé cómo aquel animal pudo vivir tanto tiempo con aquel hierro oxidado en las entrañas, pero a los pocos días el arpón estaba de nuevo reluciente y listo para ser usado
Tras un breve silencio, otro marinero alzó la voz.
—Yo fui grumete en la goleta Unukhalai. A pocas millas de Cape Cod capturamos una gris y al descuartizarla encontramos un arpón perteneciente al Sockshire. Nada extraño si no fuera porque luego supimos que ese hierro había sido disparado en aguas de Alaska tan sólo diez días antes.
Los menos versados en geografía se abstuvieron de hacer comentarios, pero Elías, un marinero que había sido maestro en Connecticut protestó:
—Eso es imposible. Ninguna ballena podría recorrer esa distancia en diez días y menos aún con un arpón en las costillas.
—Sí es posible —sentenció otra voz—. Utilizan el paso del Noroeste. El hombre ha buscado durante siglos la forma de unir los dos grandes mares por el norte, pero no lo ha encontrado por la sencilla razón de que está debajo de los hielos, lo que no representa ningún problema para las ballenas...
A menudo se escuchaban también historias de los cachalotes negros, el animal más fiero que esconden los fondos abisales; había marineros a bordo que decían haberlos visto en Nueva Zelanda o en Timor. Sostenían que la razón de su extraordinaria agresividad residía en su desequilibrio mental, ya que al parecer son animales que al sentirse heridos se vuelven literalmente locos. Un marinero de Po’o Nan Poah, que decía haber tropezado con uno de ellos muerto y a la deriva, aseguraba que en su cuerpo habían encontrado hasta catorce arpones.
A Jim le resultaba extraño que en aquellas reuniones se hablase exclusivamente de ballenas, cuando en todos los barcos se escuchan historias referidas a otros animales fantásticos que hacen siempre la delicia de la marinería, como el monstruo de Savally Point, que seguía a los pesqueros a vapor, o la sirena de Halifax o el gran calamar de Cape Hope, que cada noche arrastraba un barco distinto a las profundidades del Atlántico. Sin embargo, a pesar de que en alguna ocasión trató de intervenir con ese tipo de historias, no tardó en darse cuenta de que no contaban con ningún tipo de predicamento entre aquellos extraños hombres de mar, que únicamente querían oír hablar de ballenas y de arpones.
Jim aprendió a escucharlos en silencio mientras masticaba los alimentos secos que él mismo había traído en su saco siguiendo las instrucciones de la carta. Aquel era otro de los misterios del buque; en los días que llevaba a bordo, que ya comenzaban a ser una cantidad considerable, nunca vio a los marineros alimentarse, ni tampoco a Buñuelo, teórico cocinero, preparar alimento alguno, dedicándose a cumplir funciones de grumete muy alejadas de las que supuestamente le correspondían.
Otra de las razones de su perplejidad era que a pesar de la afición de los marineros a las conversaciones de ballenas, en sus tertulias evitaban sistemáticamente referirse a Mocha Dick, a pesar de que la noche de su llegada a la posada habían mostrado un extraordinario interés en conocer de sus labios los detalles del encuentro en Malvinas con aquel leviatán de las profundidades.
Más allá de las charlas de corrillo, Jim no había conseguido ganarse la confianza de ninguno de los marineros, excepción hecha de Queequeg, que le escuchaba en silencio mientras se hacía en la cara aquellas horribles muescas con el mismo cuchillo que usaba para tallar la madera y la ayuda de un trozo de espejo que guardaba como un tesoro. Sin embargo, cada vez que Jim quería arrancar una confidencia de sus labios que diera luz a alguno de aquellos misterios, el indio se ponía siempre a resguardo de las explicaciones, amparado en aquella frase lapidaria tan mal construida que parecía constituir su único vocabulario:
—Tú saber cuándo llegar momento...
Y el momento se presentó pocas fechas después, precisamente durante una de esas tertulias al atardecer, cuando en uno de esos silencios impenetrables que a veces caían como una pesada losa sobre la reunión, una voz se dejó oír claramente en las proximidades de la nave.
—¡Ah del barcooo, capitáaaan...!
Como un resorte, Buñuelo dio un respingo, echó a correr y se perdió en el interior de la nave, regresando al poco acompañado del oficial Stubbs.
—Ha sonado por allí, señor Stubbs.
El cocinero acompañó sus palabras con un dedo extendido señalando un lugar impreciso invisible a los ojos de todos, rodeados como navegaban de aquella inexplicable penumbra.
—Nombreeee del barcooo —gritó el oficial acanalando la voz con las manos en la dirección que señalaba el dedo de Buñuelo.
—Pentzoil, ballenerooo, con base en Terranovaaa. ¿Cuál es el nombre del suyooo?
—Soy Mortenseeeen, capitán del Grains, navegando desde la alta Noruegaaa. Venimos siguiendo una franca blanca heridaaaa. ¿La han vistoooo?
—Hace cosa de un mes se nos acercó una con esa descripción. Llevaba tres arpones en el lomooo y no nos dio tiempo a cargar. Cuando disparamos ya estaba demasiado lejooos.
—¿Cuál es el nombre de su arponerooo principaaal?
Transcurrieron unos segundos sin que nadie contestara, sin duda a bordo del buque canadiense consideraban aquella una pregunta extraña.
—Se llama Bastien Gouvaaaain, es francés, de Saint Maloooó.
—¿Dónde vieron esa francaaaa?
—En los Rugientes, cien millas al este de Mar del Plataaa. Dígame capitáaaan, ¿qué clase de niebla es esa que les acompañaaa?
Inesperadamente una voz seca y grave se dejó oír tras el grupo de hombres que trataban de reconocer algún barco en el lugar del que procedían las voces.
—¡Ocupad los puestos! ¡Dad todo el aparejo! ¡Timonel, rumbo a los Rugientes!
Era el capitán, el mismo individuo de la posada se erguía ahora frente a Jim dando unas órdenes que todos los marineros se aprestaban a cumplir. Era alto y delgado como un ciprés y, además de una barba espesa y descuidada,