La Quimera. Emilia Pardo Bazan. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Emilia Pardo Bazan
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664150219
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Con mis estudios y bocetos, sujetos por tachuelas, alegrando la pared; con la guitarra y los palillos en panoplia; con los cuatro trastos antiguos, bien agrupados, formando un rincón caprichoso que no me canso de mirar, esto es ya nido de artista. Salgo, me lanzo á la calle del Caballero de Gracia y compro una palmera y una camelia en flor. Es el toque que faltaba. Y aviso á las de Dumbría, que vengan á admirar...

      Minia y su madre, que me inspiran una especie de culto, á veces me exasperan: me entran tentaciones de contestar desagradablemente á lo que me dicen. Noto esta propensión desde que estoy en Madrid, y no la pude reprimir cuando se resistieron á aprobar mis gastos.

      —Sillas, bueno; pero sillas de á diez pesetas—declaró la baronesa.—Así nunca tendrá usted un fondo para un imprevisto.

      —Se ve que no quiere usted ser libre y dominar al destino—advirtió Minia.—No me alarmaría este mueblaje, si no revelase su adquisición que no tiene usted paciencia para esperar á ver reunido el dinero. Derrochando, se ata usted de manos y pies. Lo que nos hace dueños de nosotros mismos es la moderación en los deseos, y mejor si se pudiesen suprimir. Es la filosofía de la pobreza franciscana, que va segura y posee el mundo.

      Lo que me irrita es justamente la conformidad de estas ideas con las mías; con las mías íntimas, y que no practico porque no puedo. No hay cosa que nos fastidie, á ratos, como encontrar encarnado en otra persona el dictamen secreto de nuestra conciencia. Ante Minia, me avergonzaré de mis pasteles comerciales, como de una desnudez deforme. Su mirada, á un tiempo llena de serenidad y de incurable desencanto, es un espejo donde me veo... y me odio.

      Esto se formaliza. Á mi taller, ya amueblado con cierta coquetería, me atrevo á citar á los parroquianos; ¿vendrán? Por ahora se resisten. El menorcito de Fadrique Vélez es un querubín: me han contado que es fruto de amor, no de la coyunda, y en una familia contrahecha y esmirriada, forman extraño contraste su gallarda figura, sus bucles rubios y su tez de madreperla. Le retrato vestido de terciopelo azul, cuello de encaje de Irlanda, tirabuzones á lo Luis XVII... La madre, que no se aparta de allí mientras trabajo, se extasía y devora con los ojos al retrato y al modelo.

      La Ayamonte es la primer alta señora que consiente en acudir á mi casa. La propondré sesiones cortas y más numerosas; si no, cree el buen público que esto se hace como buñuelos... y lo peor es que acierta. Además, he de reservarme horas para mi dibujo y mis estudios de óleo.

      Una modelo nueva—he despachado á la del corsé feo; la he estrujado ya hasta el alma... que no tiene. Me queda de ella un estudio mediano: Ajustando el corsé;—¿qué más había de quedarme?

      La de ahora no gasta corsé. Gitana—auténtica,—y veinte años. Tipo de raza admirable. Pelo azul, aceitoso, mordido por peinetas de celuloide imitando coral; tez de cuero de Córdoba—negra soy, pero hermosa, hijas de Jerusalén;—dientes de chacal joven; nariz y labios de escultura egipcia; y, como está fresca aún, senos parecidos á dos medias naranjas pequeñas, bruñidas por el sol.

      Cualquier combinación con esta zíngara hace asunto. El pañolito de espumilla y el mazo de claveles tras la oreja; la montera y la chaqueta del torero; el cigarro entre los labios; sobre todo, la tela de seda rayada, amarilla y marrón, imitando el tocado de las esfinges, con el cual, su perfil adquiere la nobleza de lo secular y primitivo, la precisión del camafeo; sus ojos se ensombrecen.—¡Pobre Churumbela! (la llamo así).—Cuando yo fije, en pedazos de lienzo ó de cartón, todos los aspectos de su típica figura y los clave en la pared, como el entomólogo sus colecciones, me aburrirá. Es muy pedigüeña, muy lagotera, y siempre la manía de decir la buenaventura, y de pronosticarme fortunones y noticias felices que van á yegá po el correo.

      Enero.—Más recados. El teléfono de Dumbría y el de Palma empiezan á activarse para mí. De esta semana saldrán diez ó doce encargos por lo menos. La Ayamonte viene; ¡al fin pisa mi taller una de las consabidas y esperadas deidades! Se lo agradezco tanto, que me propongo esmerarme en su efigie, y así se lo digo en términos penetrados de agradecimiento entusiasta. Aun no he acabado de hacerlo, cuando me pesa; conozco que acabo de dar base á una situación embarazosa.—¿Embarazosa? ¿Por qué? En fin, tonterías...

      La Ayamonte es viuda, acaudalada, libérrima; parece contar de treinta y seis á treinta y siete años. ¿Fea? ¿Guapa? Al pronto, insignificante. Fijándose (como tiene que fijarse el retratista para sorprender lo que late en la fisonomía), produce impresión; atrae. Es descolorida, y cuando se emociona aun se pone más pálida; los ojos, pardos; el pelo, que ha debido de ser rubio, ahora es de un castaño muy suave, apagado, sin ondulaciones, fino y limpio, revelando el esmero de la mujer cuidadosa. Viste bien, pero la falta chic. (El chic lo adivino yo; tengo ese don fatal de inclinarme al chic, y á la vez lo detesto, porque el chic es la mueca de la belleza.) Pero lo que me llama la atención de esta mujer, que á primera vista pasa inadvertida, es que encuentro en su cara la misma expresión que en la mía, lo cual crea una especie de semejanza.

      Nadie notará este parecido, que no está en el dibujo ni aun en el color; yo, sí. Con la imaginación, la corto el pelo y se lo revuelvo como el mío; la aplico un bigotillo rubio, vandikista, sobre el labio superior; la enjareto una blusa... y se me figura un hermano—mayor ó menor ¿quién sabe?—porque las mujeres vestidas de hombre rejuvenecen, cuando no son del todo viejas. Así la fantaseo... mientras pongo sobre el papel gris las primeras placas de color.

      Si en vez de escribir este libro de memorias hablase con alguien, miraría lo que dijese, no me llamaran fatuo. Aquí, ¿qué más da? Me confieso conmigo mismo.

      La mujer es un peligro en general; para mí, con mis propósitos, sería el abismo. Por fortuna, no padezco del mal de querer. Hasta padezco del contrario. No hay mujer que no me canse á los ocho días. Cuando estoy nervioso me irritan; las hartaría de puñetazos. ¡Concilien ustedes esto con mi cara soñadora y mis ojos llenos de vaguedad romántica, que tantos timos han dado involuntariamente! Lo malo es que no doy el timo sólo con los ojos; lo doy, sin querer tampoco, con la voz, con el gesto y con la frase. Y estoy notando el efecto, y pienso que no es un proceder honrado, y sigo adelante, y recargo la suerte... Fatalidad, ya irremediable. No lucho; ¡á luchar, lucharía para no disolverme en los crueles brazos de la Quimera!

      Cuanto más tierno é insinuante me pongo al exterior, más crudas se alzan en mi interior las protestas de mi desdén hacia ese instinto natural que, convertido en ideal, tanto disloca á la especie humana. ¡Darle á eso trascendencia, existiendo el arte!

      Al caso: la Ayamonte, desde las primeras palabras que hemos cruzado, comprendo que se ha conmovido algo por mí.

      ¿Hay tonto que no se dé cuenta de estas cosas? ¡Bah! Trasparente es el vidrio, el agua, los tules... Más transparente un alma de hembra. Nunca he dudado; equivocarme... raras veces. Por lo mismo que no me importa, que no me ciego, adivino, adivino... Hasta he solido prever cómo va á desarrollarse todo; qué trámites mediarán, qué incidentes, qué bordados llevará la orla. Lo cual me enfría más aún. Y miro á la Ayamonte, y siento de antemano el tedio de lo ya conocido; y ella nota que la miro—de otra manera que como se mira para retratar,—y absorbe en mi mirada qué sé yo cuántos quintales de ilusión...

      El retrato es de tres cuartas partes de cuerpo; más bajo de las rodillas. Discutimos el traje, la posición, mientras yo descanso de haber indicado ligeramente la cabeza. Convenimos—con efusión de temprana complicidad—en que retrataré despacio, despacio... La Ayamonte me ruega que no la avise ningún miércoles; es el día que almuerza en casa de su hermana la señora de Mendoza; ni ningún viernes, es el día en que saca á paseo á la sobrinita, una criatura de diez y siete años á quien tendré que retratar. ¿El traje? ¿Terciopelo negro, raso gris, chiné rosa?

      —¡Qué colores para usted!—grito desesperado.—¿No tiene usted algo crema... algo marfil?

      —Marfil, marfil... Sí, un traje de verano, con mucho encaje y moños de cinta nacarada.

      —Ese. Y perlas.

      Á la segunda sesión, envía una cesta; dentro, el traje. Las perlas las trae ella misma, en su bolsa