La Quimera. Emilia Pardo Bazan. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Emilia Pardo Bazan
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664150219
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Quimera.—¡No me atraparás, pavorosa Esfinge!

      “La Esfinge.—¡No te quiero conmigo, loca de atar!

      “La Quimera.—¡Ahí te quedes, pesadota!

      “La Esfinge.—¿Adónde bueno tan aprisa?

      “La Quimera.—Á dispararme por las revueltas del laberinto, á flotar sobre las cimas, á rasar los mares, á brincar en el hondón de los despeñaderos, á agarrarme á la faldamenta de las nubes. Con mi rabo arrastradizo rayo la arena de las playas; las colinas remedan la forma de mis hombros. Y tú, ahí, eternamente quieta, ó dibujando alfabetos en la arena con las uñas de tus garras...

      “La Esfinge.—Es que guardo mi secreto: calculo y reflexiono. El mar se revuelca en su lecho, los trigos ondean, las caravanas pasan, el polvo vuela, desmorónanse las ciudades—y la mirada fija de mis pupilas, más allá de los objetos, escruta inaccesibles horizontes.

      “La Quimera.—¡Yo soy rauda y regocijada! Descubro al hombre deslumbrantes perspectivas, paraísos en las nubes y dichas remotas. Derramo en las almas las eternas locuras, planes de dicha, fantasías de porvenir, sueños de gloria, juramentos de amor, altas resoluciones... Impulso al largo viaje y á la magna empresa... Busco perfumes nuevos, flores más anchas, goces desconocidos...”

      Detúvose Minia: su instinto femenil la impedía continuar, y, por otra parte, ya había recitado los párrafos decisivos. Silvio, con los ojos muy abiertos, conteniendo la respiración, bebía el contenido del diálogo maravilloso. El hálito de brasa de la Quimera encendía sus sienes y electrizaba los rizos de su pelo rubio ceniza; las glaucas pupilas del monstruo le fascinaban deliciosamente, y su cola de dragón, enroscándosele á la cintura, le levantaba en alto, como á santo extático que no toca al suelo. El artista se echó atrás, alzó los brazos y suspiró desde lo más secreto del espíritu:

      —¡Triunfar ó morir! Mi Quimera es esa, y excepto mi Quimera... ¿qué me importa el mundo?

      Callada como la Esfinge, que enmudece justamente porque sabe, Minia se levantó; Silvio la siguió, pues la compositora le había hecho una seña con la mano. Tomó hacia la derecha; caminaba despacio, sin volver la cabeza atrás. Empujó la puerta de la sacristía que comunicaba con la sala, y estaba semiobscura, alumbrada por una lamparilla de aceite ante un crucifijo tétrico, de tamaño natural, de cabellera de mujer, también natural, enredada, como empapada de sudor; y de allí cruzó á la capilla, donde negreaba el alto retablo de talla borrominesca, en contraste con la blancura de las paredes caleadas y del granito de los arcos.—Dirigióse al de la izquierda, que era un sepulcro.—En la imposta del arco aparecían, toscamente cortadas en el granito, las piñas de pino bravo y las veneras, símbolo de toda la naturaleza de Galicia, las selvas y las costas; el hueco que había de ocupar el sarcófago encontrábase vacío. La mirada de Minia, deteniéndose en aquel hueco y volviéndose después hacia el artista, fué tan elocuente, que Silvio entendió igual que si leyese un rótulo escrito en clara letra.

      —¡La única verdad!...—murmuró.

      —¿Es usted de los que encuentran desconsoladora la perspectiva del no ser?—articuló bajito Minia, que se cubrió la cabeza, por respeto al lugar sagrado, con el chal de lana ligera que llevaba al cuello para preservarse de la humedad.

      —Francamente, ¡sí! No concibo el fin de mí mismo: estoy por decir que la muerte me parece absurda—y miró al arco de nuevo, como si le fascinase.—Mejor dicho, ¡ni aun consiento pensar en eso! Déjeme usted que cargue conmigo la Quimera y me lleve á la luna, al sol, á las islas fantásticas...—Repentinamente horripilado, se echó atrás y gritó:

      —Salgamos de aquí. Ese hueco vacío me hace señas también... ¡Vámonos: al aire, al soto... adonde se vea cielo!

      Ya en el soto, paseando por ancha calle abierta entre castaños y alfombrada de hojas y secos erizos entreabiertos, Minia, arrepentida, pidió excusas y bromeó para disipar la impresión que empalidecía más las mejillas delgadas de Silvio.

      —Acabo de cometer una tontería. No recordé que es usted supersticioso... Procedí impremeditadamente al enseñarle la isla de reposo, que dijo Espronceda... Me parecía tan estético mirarla sin temor, y hasta recostarse en ella, y deshojar en ella rosas como homenaje á las Parcas, á quienes pintan feas y viejas, pero que deben de ser, en realidad, unas ninfas seductoras. Á mi edad, bueno... cabría que uno se impresionase... ¿Á la de usted? Á su edad la marea de la vida sube, sube, y es calor en las venas, intrepidez en el corazón. ¡Bah! ¡Está usted entregado á las carcajadas y á los ladridos de la Quimera!

      —Le juro á usted—declaró Silvio—que nunca creería que iba á sucederme cosa tal; debe de haber pasado por mí algo que no sé explicarme. En América he velado á compañeros muertos, he presenciado escenas realmente trágicas, y me considero insensible... y lo soy en mil cuestiones—de una insensibilidad de hipnotizado, según la frase de un médico amigo mío.—¡Nunca nos conocemos! Lo que usted me enseñó nada tiene de espantoso: un arco románico de piedra labrada, parecido á los de San Francisco de Brigos... Un hueco vacío... ¿Será por eso, por vacío, por lo que me espantó? Sudo frío aún—añadió enjugándose con la mano las sienes.

      —Mi pañuelo.—Y la compositora se le presentó, estremecida también. Siguieron andando, pausadamente, metidos en sí; un espectáculo atrajo sus miradas. Más allá del soto, bastante cerca sin embargo, apoyando uno de los extremos del semicírculo colosal en las honduras de la cañada que cobija la presa del molino, la zona polícroma del iris ascendía del suelo á lo más alto de la bóveda gris, y volvía á descender, diseñando un puente para titanes.—No llovería más.—Los aéreos colores, verdes, anaranjados, violados, de transparente y luminosa magnificencia, fueron apagándose con lentitud dulce; ya casi invisibles á fuerza de delicadeza, se esfumaron al fin completamente, y el paisaje quedó como abandonado y solitario, húmedo, escalofriado con la proximidad de la noche otoñal traidora y pronta en sobrevenir.

       MADRID

       Índice

      (Hojas del libro de memorias de Silvio Lago.)

      Noviembre.—Después de pasarme ocho días en la destartalada fonda de la calle de Atocha, al fin encuentro un taller, á precio aceptable, en la de Jardines. Tiene el defecto de que esa calle es del número de las que Balzac llama chauldes, y aun de las que echan lumbre: en mi vida he visto junta tanta paloma torcaz, y de plumaje tan sucio. No me importa lo que me arrullan cuando me retiro de noche: pero ¿y si acuden á retratarse bellas señoras? En esta calle no entran coches: las bellas señoras tendrán que cruzar á pie, rozando con las pájaras y oyendo sus retahilas... No hay qué hacerle: no hallo cosa mejor, dentro de mis posibles. Traía unas dos mil pesetas para empezar á vivir—primer plazo del importe de mis cuatro terrones; el resto no se cobra hasta qué sé yo;—pero he encontrado aquí á Crivelo, el pobre Crivelo, con su mujer, los niños, la suegra, el ama, y sin un cuarto; como que acaba de establecer una litografía... y tuve que arriar setecientas y pico, porque á no ser de bronce... Tiene razón la baronesa de Dumbría, al llamarme el de la mano horadada. Razón: y sin embargo, me ataca los nervios al darme consejos de economía; es como si á una adelfa la dijesen: “Maldita, sé garbanzo, que te conviene mucho”.

      Á propósito de garbanzos: mi comida es una desolación, y apenas digiero. Ando á salto de mata, hoy en un bodegón, mañana en Fornos; me desayuno con salchichón ó queso; no tengo tetera, no tengo te, no tengo una criada que me ponga á hervir agua—¡el te, una de las contadas cosas que me sientan admirablemente!—Me acuerdo de Alborada como los hebreos de las ollas de Egipto. La portera sube á barrer, de mala gana, á traerme agua y arreglarme la cama en un diván, á tropezones; estas mujeres son muy astutas: ha visto que mis muebles se reducen á dos caballetes, una caja de lápices y veinte libros; que luzco un gabán raído, que no me ha visitado sino Crivelo... y olfatea propinas de cesante. La daré por adelantado