Brian Witine comienza un artículo sobre psicología transpersonal con un cuento de Idries Shah. Gran parte de los cuentos infantiles tienen ese argumento común de la búsqueda de la fuente o de la flor sanadora, muchos de ellos provienen originalmente de oriente y llevan siglos de boca en boca. De ellos he adaptado este relato para explicar que de alguna manera hay un mensaje del que ignoramos el “darnos cuenta”, siendo los niños quienes con su mente aún limpia pueden tener un más fácil acceso. De alguna manera la psicología transpersonal, lo transpersonal, viene a despertar y a recorrer junto con el príncipe ese camino olvidado, recóndito y casi intransitable, hacia la flor del amor y de la sabiduría. A lo largo de la historia humana siempre ha habido desde atisbos hasta grandes preocupaciones para encontrar la naturaleza íntima de lo que somos. En la historia moderna, después de una psicología empantanada en la filosofía especulativa, comienza con gran fuerza una necesidad de comprobar en vez de perderse en opiniones de salón. En principio fue el conductismo, que al establecer como verdadero lo empíricamente medible sólo se quedó en la boya de los sucesos. Posteriormente, con Freud, el psicoanálisis encuentra pensamientos que no son pensados, con ello se da el gran paso a la existencia del “inconsciente”, piedra angular en las psicologías posteriores; aunque desde este psicoanálisis se tache también como degradante lo que pueda ser supraconsciente. Posteriormente las psicologías humanistas, entre ellas la Gestalt, Rogers, etc., amplían el panorama, tomando en consideración los sentimientos y el cuerpo, el organismo en su totalidad, en un presente interpersonal que comprende el yo-tú y el aquí y ahora, los organismos, etc. La bioenergética potencia la decisiva importancia de lo que esconde el cuerpo y su energía. Con Jung reconocemos la sombra y nos adentramos profundamente en el inconsciente colectivo, desde donde los arquetipos moldean la actividad de los humanos. Todo ello ha servido para que un día el espíritu, sin paliativos y sin miedos, sea admitido en la vida del hombre industrial; ahí comienza la psicología transpersonal. Ello admite la complementariedad de los contrarios, como la del orden implicado-orden explicado, materia-espíritu, tonalnagual, hilotrólicoholotrópico, oriente-occidente e incluso peligro-oportunidad, obstáculo-palanca, etc.
La psicología transpersonal acoge que somos cuerpo-mente-espíritu, conectando de nuevo con la tradición. Un cuerpo que es consciencia, en una ecuación que equipara consciencia-materia-energía. Una consciencia que, como dicen los orientales, está enterrada en múltiples capas de porquería, patrones negativos de conducta, traumas, anclajes, deseos y creencias, sobre las que progresivamente el príncipe ha de ir realizando su limpieza, saboreando el acercamiento a ese trozo de sol que aguarda la llegada del guerrero. Ese dragón formado de escamas de porquerías produce nuestros grandes conflictos, escindiendo al príncipe, oscureciendo su misión y empujándole a la amnesia, marcando así una separación entre su yo real y su yo ilusorio. Este yo ilusorio se mantiene hoy en una realidad consensual fabricada y robótica que huye del encuentro con el dragón y con la muerte. Esas placas de porquerías nos hacen participar en la hipnosis consensual, fijarnos en una cadena de montaje, con-viritiéndonos en “hombres automáticos”, “hombres máquinas” cada vez más sofisticados pero cada vez más enfermos. Son los hombres industriales, hombres informáticos, respaldados por una educación y una formación que se refleja en nuestros patrones físicos, nuestros gestos, nuestras proporciones, nuestras conductas programadas. O bien como golosos de experiencias excitantes, reflejadas ya en “un panal de rica miel…”. O en historias que quedan “bien” en una pobre búsqueda que se conforma con el consuelo de la lectura en la cama. Es el mundo del hombre robot, que se esconde en sus hábitos rutinarios fabricando un imposible paraíso artificial, planteado en una lucha contra la naturaleza. El fin de la historia, que se preconiza desde posiciones plastificadas, será el fin, pero por su fracaso. Hoy somos un esperpento noticiero, un desecho del maravilloso Renacimiento, que comenzó superando el ahogo en lo divino para confiar y realizar en lo humano. Sólo que hoy apuramos ya la copa de Leonardo, expoliando nuestra casa, nuestra única casa, en aras de la soberbia de nuestro “poder”, en un proceso en el que llega antes la ciencia que la consciencia; la capacidad mortífera de nuestros inventos que la dudosa capacidad para neutralizar nuestros odios.
Por todo ello, por esa orientación de la vida hacia el engorde ciego y materialista, la adicción al consumo de objetos inservibles, la ansiedad del éxito a cualquier precio, de poder, de dinero, en una sociedad que se debate entre el temor a la guerra que pueda producirse por el “paro” y la fabricación de venenos, y en una civilización que huye de su auténtica naturaleza por el miedo a la muerte y por vender un consumo expoliador de la energía de la vida, perdiendo la brújula de lo evolutivo. El no querer renunciar a ello, el seguir a toda costa una manipulación y adicción a la adquisición que encubra el miedo al vacío cósmico y a la incertidumbre de nuestra presencia, claves de la insatisfacción inabarcable y de la impermanencia en la que se enseñorea la muerte, despreciando las enseñanzas tradicionales y actuales para superar este vacío, hace que la humanidad se prepare para la guerra, y sólo un reducido número de personas vea dolorosamente este proceso, lo que tal vez nos lleve al buen puerto de una transformación inevitable o a la autodestrucción definitiva. Todo ello podrá suceder si no somos capaces de realizar una transformación que esté más allá de la destrucción y la guerra. Los medios de comunicación, la contaminación televisiva que programa violencia y sexo adulterado, se dirigen a fijar al hombre robot, al hombre masa, no se dirigen al ser individual, particular, con mente y corazón. También, en la mayoría de los casos, los líderes se dirigen a mantenerse en el poder a cualquier precio, en vez de compaginarlo y orientar sus energías a la evolución de las gentes. En realidad todo lo que hoy se está produciendo se dirige a y es dirigido por el engorde del ego. A ello se dedican nuestros inventos y nuestros objetivos adquisidores. La violencia autodestructiva que programa a los más receptivos –los niños– prevalece en el occidente “culto” y arrogante con un “alto índice de crecimiento”. Al final siempre habrá en donde hacinar a los reclusos para que se autodestruyan, creyendo así que acabamos con el mal. Ésa es la alucinación de nuestro “progreso”, encerrado en un blindaje generalizado. El tecnocientifismo se erige como todopoderoso y como poseedor de la verdad, en un planeta marcado por el misterio de nuestra propia presencia. Maslow ya criticaba a las personas científicas como «rígidas y estrechas, temerosas de su inconsciente». Habla de «la ciencia como no humana». Sin embargo también habla del «científico creativo y del científico trascendente». Para Tart, el cientifismo es una ciencia interpretada como una «religión dogmática». Para este investigador la ciencia defiende «una visión distorsionada del mundo. Dado que ignora el aspecto emocional e intuitivo de la vida y cree alcanzar una objetividad que no posee en absoluto, la ciencia moderna está abarrotada de creencias emocionales implícitas, escondidas y a menudo debilitantes, y de valores que han dañado al espíritu del hombre».
La mecánica tecnocientifista en su separatividad, en el alejamiento