Jim protestó un poco entre dientes, pero cedió. Dijo que no debíamos hablar más de lo que fuera inevitable y que, además, hablásemos muy, muy bajo. Un relámpago nos volvió a mostrar el barco justo a tiempo, alcanzamos la grúa de estribor y nos agarramos fuerte allí.
La cubierta estaba muy alta por este lado. Nos movimos furtivamente en la oscuridad bajando la pendiente de la cubierta hacia babor, en dirección a la caseta de gobierno, tanteando cada paso muy despacio y extendiendo los brazos por delante de nosotros para evitar chocar contra los cabos, porque estaba tan oscuro que no veríamos ni rastro de ellos. Llegamos muy pronto al extremo delantero de la claraboya y nos encaramamos a ella; y el siguiente paso nos llevó justo delante de la puerta del capitán, que estaba abierta, y ¡por mi padre que vimos una luz abajo por el pasillo que llevaba al camarote! ¡Y en el mismo segundo nos pareció oír unos susurros en voz muy baja allí dentro!
Jim susurró y me dijo que se sentía muy enfermo y me dijo que fuera con él. Le dije que de acuerdo, e iba a echar a andar hacia la balsa, pero justo entonces oí una voz que decía gritando:
—No, por favor, chicos. ¡Juro que no lo contaré nunca!
Y otra voz que dijo bastante fuerte:
—Es mentira, Jim Turner. Ya te has comportado así antes. Siempre has querido más parte de la que te correspondía y, además, siempre te la has llevado porque jurabas que, si no te la dábamos, lo contarías. Pero esta vez ya ha sido la gota que ha colmado el vaso. Eres el perro más miserable y más traicionero de este país.
En este momento Jim ya se había ido a buscar la balsa y yo ardía de curiosidad; y me dije, Tom Sawyer no se echaría atrás ahora, así que yo tampoco; voy a ver qué es lo que está pasando ahí dentro. Así que me apoyé sobre las manos y las rodillas en el pequeño pasillo y gateé en la oscuridad hasta que sólo quedaba un camarote entre el vestíbulo de la zona de la caseta de gobierno y yo. Y luego vi a un hombre allí dentro tumbado en el suelo y atado de pies y manos, y a dos hombres de pie sobre él, y uno de ellos tenía un farol tenue en la mano y el otro tenía una pistola. Y éste no dejaba de apuntar a la cabeza del hombre que estaba en el suelo con la pistola, diciéndole:
—¡Me encantaría hacerlo! ¡Y, además, debería hacerlo, canalla miserable!
El hombre del suelo se encogía y decía:
—No, Bill, por favor, no lo hagas. No voy a contarlo jamás.
Y cada vez que lo decía, el hombre del farol se reía y decía:
—¡Claro que no! Me apuesto a que no has dicho una verdad más grande en tu vida.
Y una de las veces, dijo:
—¡Mira cómo suplica! Y si no lo hubiéramos reducido y lo hubiéramos atado, nos habría matado a los dos. ¿Y por qué? Por nada. Sólo porque exigíamos nuestros derechos, por eso. Pero me juego que tú ya no vas a amenazar a nadie más, Jim Turner. Deja de apuntar con esa pistola, Bill.
Bill dijo:
—No quiero, Jake Packard. Yo estoy a favor de matarlo. ¿No mató él al viejo Hatfield exactamente de la misma forma? ¿Es que no se lo merece?
—Pero yo no lo quiero muerto, y tengo mis razones.
—¡Que Dios bendiga tu alma por esas palabras, Jake Packard! ¡No te olvidaré mientras viva! –dijo lloriqueando el hombre que estaba en el suelo.
Packard no le hizo caso, sino que colgó el farol de un clavo y echó a andar hacia donde yo estaba en la oscuridad, y le hizo señales a Bill para que se acercara. Retrocedí unas dos yardas lo más rápido que pude, pero el barco estaba inclinado, de modo que no pude hacerlo demasiado rápido y, para que no me pasaran por encima ni me pillaran, gateé hasta el interior de uno de los camarotes de la parte superior. El hombre cabalgó por el pasillo en la oscuridad y, cuando Packard llegó a mi camarote, dijo:
—Aquí, entra aquí.
Y entró, y Bill tras él. Pero, antes de que entraran, yo ya estaba arrinconado en la litera de arriba arrepintiéndome de haber venido. Después se quedaron charlando allí de pie, con las manos apoyadas sobre la repisa de la litera. No los veía pero podía adivinar dónde estaban por el whisky que habían estado bebiendo. Me alegré de no beber whisky, aunque eso habría dado igual porque la mayor parte del tiempo ni siquiera respiraba, así que eso no habría empeorado mi situación. Tenía demasiado miedo. Además, nadie podría respirar y oír una conversación como aquélla. Hablaban bajo y en serio. Bill quería matar a Turner, y dijo:
—Ha dicho que lo contará, y lo hará. Aunque le diéramos nuestra parte ahora, eso no cambiaría nada después de la pelea y de cómo lo hemos tratado. Tan seguro como que has nacido que testificará contra nosotros, ¿me oyes? Yo estoy por ahorrarle todos los problemas.
—Yo también –dijo Packard en voz muy baja.
—Maldita sea, había empezado a pensar que no querías. Bueno, pues está bien entonces. Vamos a hacerlo.
—Espera un momento; todavía no he dicho lo que tengo que decir. Lo de disparar está bien, pero hay formas más silenciosas de hacer lo que haya que hacer. Lo que yo digo es esto: no es muy buena idea andar por ahí persiguiendo una soga si puedes conseguir lo que quieres de alguna otra manera que sea igual de buena y que, al mismo tiempo, no te ponga en riesgo. ¿No te parece?
—Desde luego que sí. Pero ¿cómo vas a arreglártelas esta vez?
—Bueno, esto es lo que he pensado: rebuscaremos por aquí y cogeremos las cosas que se nos pasaran por alto dentro de los camarotes; después las llevamos a la playa y escondemos el botín. Y después esperaremos. Te digo que este barco no va a tardar más de dos horas en romperse y en que se lo lleve la corriente río abajo. ¿Lo entiendes? Se ahogará y no podrán echarle la culpa a nadie más que a él mismo. Me parece que es una perspectiva bastante mejor que la de matarlo. No soy partidario de matar a ningún hombre mientras que haya forma de hacerlo de otro modo; no es buena idea, ni tampoco es muy moral. ¿Tengo razón?
—Sí, supongo que sí. Pero supongamos que no se rompe y que no lo arrastra la corriente.
—Bueno, podemos esperar esas dos horas y ver qué pasa, ¿no?
—De acuerdo entonces; ven conmigo.
Entonces se pusieron en marcha y yo me largué completamente muerto de miedo, avanzando con dificultad. Estaba oscuro como boca de lobo, y susurré con voz ronca, «¡Jim!», y me contestó justo desde la altura de mi codo con una especie de gemido, así que le dije:
—Rápido, Jim, no tenemos ni un minuto que perder en gemidos; hay una banda de asesinos ahí dentro y, si no encontramos su barca y la echamos río abajo a la deriva para que estos tipos no puedan bajarse del barco, uno de ellos se va a encontrar en muy mala situación. Pero, si encontramos su barca, podemos ponerlos a todos en muy mala situación porque el sheriff podrá pillarlos. ¡Rápido, date prisa! Yo buscaré por babor y tú busca por estribor. Empieza por la balsa y…
—¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¿La balsa? Ya no hay ninguna balsa; se ha soltado y ha desaparecido, ¡y nosotros aquí!
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