Helen inclinó la cabeza. Comprendí que no deseaba seguir hablando, sino abstraerse en sus propios pensamientos. Pero no pudo hacerlo durante largo rato. Una instructora, una muchacha grande y tosca, se acercó y le dijo, con su rudo acento de Cumberland:
—Helen Burns: si no pones en orden ahora mismo las labores y las cosas de tu cajón, iré a decírselo a Miss Scartched.
Helen, arrancada a sus sueños, suspiró y se fue, sin dilación, a cumplir las órdenes de la instructora.
VII
El primer trimestre de mi vida en Lowood me pareció tan largo como una edad del mundo, y no precisamente la Edad de Oro. Hube de esforzarme en vencer infinitas dificultades, en adaptarme a nuevas reglas de vida y en aplicarme a tareas que no había hecho nunca. El sentimiento de depresión moral que todo ello me causaba era mucho peor que las torturas físicas que me producía, y no, en verdad, porque éstas fueran pocas.
Durante enero, febrero y parte de marzo, las nieves y los caminos impracticables nos confinaron entre los muros del jardín, que no traspasábamos más que para ir a la iglesia.
Cada día pasábamos una hora al aire libre. Nuestras ropas eran insuficientes para defendernos del riguroso frío. No poseíamos botas y la nieve penetraba en nuestros zapatos y se derretía dentro de ellos. No usábamos guantes y teníamos las manos y los pies llenos de sabañones. Mis pies inflamados me hacían sufrir indeciblemente, en especial por las noches, cuando entraban en calor, y por las mañanas al volver a calzarme.
La comida que nos daban era insuficiente a todas luces para nuestro apetito de niñas en pleno crecimiento. Las raciones parecían a propósito para un desganado convaleciente. De esto resultaba un abuso, y era que las mayores, en cuanto tenían oportunidad, procuraban saciar su hambre arrancando con amenazas su ración a las pequeñas. Más de una vez, después de haber tenido que distribuir el pan moreno que nos daban a las cinco, entre dos mayores que me lo exigían, tuve que ceder a una tercera la mitad de mi taza de café, y beberme el resto acompañado de las lágrimas silenciosas que el hambre y la imposibilidad de oponerme arrancaban a mis ojos.
Durante el invierno, los días más terribles de todos eran los domingos. Teníamos que recorrer dos millas hasta la iglesia de Broéklebridge, en la que oficiaba nuestro director. Llegábamos heladas, entrábamos en el templo más helado aún y permanecíamos, paralizadas de frío, mientras duraban los Oficios religiosos. Como el colegio estaba demasiado lejos para ir a comer y regresar, se nos distribuía, en el intervalo entre los Oficios de la mañana y la tarde, una ración de pan y carne fría en la misma mezquina cantidad habitual de las comidas de los días laborables.
Después de los Oficios de la tarde, tornábamos al colegio por un empinado camino barrido por los helados vientos que venían de las montañas del Norte, y tan fríos, que casi nos arrancaban la piel de la cara.
Recuerdo a Miss Temple caminando con rapidez a lo largo de nuestras abatidas filas, envuelta en su capa a rayas que el viento hacía ondear, animándonos, dándonos ejemplo, excitándonos a seguir adelante "como esforzados soldados", según decía. Las otras pobres profesoras tenían bastante con animarse a sí mismas y no les quedaban energías para pensar en animar al prójimo.
¡Qué agradable, al regresar, hubiera sido sentarse al lado del fuego! Pero esto a las pequeñas les estaba vedado: cada una de las chimeneas era inmediatamente rodeada por una doble hilera de muchachas mayores y las pequeñas habían de limitarse a intentar caldear sus ateridas manos metiéndolas bajo los delantales.
A la hora del té nos daban doble ración de pan y un poco de manteca: era el extraordinario del domingo. Yo lograba, generalmente, reservarme la mitad de ello; el resto, invariablemente, tenía que repartirlo con las mayores.
La tarde del domingo se empleaba en repetir de memoria el Catecismo y los capítulos cinco, seis y siete de San Mateo. Además, habíamos de escuchar un largo sermón leído por Miss Miller. En el curso de estas tareas, algunas de las niñas menores se dormían y eran castigadas a permanecer en pie en el centro del salón hasta que concluía la lectura.
Mr. Brocklehurst no apareció por la escuela durante la mayor parte del mes en cuyo curso llegué al establecimiento. Sin duda continuaba con su amigo el arcediano. Su ausencia fue un alivio para mí. Sobra decir que tenía motivos para temer su llegada. Pero ésta, al fin, se produjo.
Una tarde (llevaba entonces tres semanas en Lowood), mientras me hallaba absorta en resolver en mi pizarra una larga cuenta, mis ojos, dirigidos al azar sobre una ventana, descubrieron a través de ella una figura que pasaba por el jardín en aquel instante. Casi instintivamente le reconocí y cuando, minutos después, las profesoras y alumnas se levantaron en masa, ya sabía yo que quien entraba a largas zancadas en el salón era el que en Gateshead me pareciera una columna negra y me causara tan desastrosa impresión: Mr. Brocklehurst, en persona, vestido con un sobretodo abotonado hasta el cuello. Se me figuró más alto, estrecho y rígido que nunca.
Yo tenía —ya lo dije— mis motivos para temer su presencia: la promesa que hiciera a mi tía de poner a Miss Temple y a las maestras en autos de mis perversas inclinaciones.
Se dirigió a Miss Temple y le habló. No me cabía duda de que estaba poniéndole en antecedentes de mi maldad y no separaba de ellos mis ojos ansiosos.
Sin embargo, lo primero que oí desde el sitio en que estaba sentada disipó, de momento, mis aprensiones. —Diga usted a Miss Smith que no he hecho la nota de las agujas que he comprado, pero que debe llevar la relación y tener en cuenta que sólo conviene entregar una a cada discípula. Si se les dieran más, tendrían menos cuidado y las perderían. Hay que preocuparse también del repaso de medias. La última vez que estuve aquí vi, tendidas, muchas que estaban llenas de agujeros.
—Se seguirán sus órdenes, señor —dijo Miss Temple. —La lavandera me ha informado —siguió él— de que algunas de las niñas se mudan de camisa dos veces a la semana. Las reglas limitan las mudas a una semanal.
—Lo explicaré, señor. Agnes y Catherine Johnstone fueron invitadas a tomar el té con algunos amigos en Lowton el jueves pasado y, por tratarse de eso, les permití ponerse camisas limpias.
—Bien; por una vez puede pasar, pero procure que el caso no se repita a menudo. Hay otra cosa que me ha sorprendido. Al hacer cuentas con el ama de llaves, he visto que se había servido una ración extraordinaria de pan y queso durante la quincena pasada. ¿Cómo es eso? He mirado las disposiciones sobre extraordinarios y no he visto que se mencione para nada una ración suplementaria de tal clase. ¿Quién ha introducido semejante innovación? ¿Y con qué derecho?
—Yo soy la responsable, señor —dijo Miss Temple. El pan y el queso se sirvieron un día en que el desayuno estaba tan mal preparado que ninguna alumna lo pudo comer. No me atreví a hacerlas esperar sin alimento hasta la hora de la comida.
—Escúcheme un instante, señorita: usted sabe que mi plan educativo respecto a estas niñas consiste en no acostumbrarlas a hábitos de blandura y lujo, sino al contrario, en hacerlas sufridas y pacientes. Si acontece algún pequeño incidente en la preparación de las