leo la buena noticia de la organización definitiva de la compañía del ferrocarril Andino y me pongo de buen humor, pensando que en breve, la dulce y querida Mendoza estará ligada al Plata por la arteria de hierro. Antes de dejar el diario, echo una mirada a los anuncios de teatro: Covent-Garden: sábado, última representación del
Demonio, de Rubinstein, con la Albani, Lasalle, etc.; lunes,
Don Juan; miércoles,
Dinorah; viernes,
Etoile du Nord, por la Patti. Dispongo de quince días libres antes de tomar el vapor de América; he leído el anuncio el viernes a la tarde; tengo hambre de música; París está insoportable... Un telegrama a Londres a un amigo para que me retenga localidades y a la mañana siguiente, heme volando en el tren del Norte en dirección a Calais. Mis únicos compañeros de vagón son dos jóvenes franceses de Marsella, recién casados, que van a pasar una semana en Londres, como viaje de boda. No hablan palabra de inglés, no tienen la menor idea de lo que es Londres, ni dónde irán a parar, ni qué harán. Victimas predestinadas del guía, su porvenir me horroriza. Henos en Calais; aquel mar infame, que en 1870, en una larga travesía entre Dover y Ostende, me hizo conocer por primera y última vez el mareo, parece un lago de la Suiza. Piloteo a mis amigos del tren, atravesamos el canal en hora y tres cuartos, sobre un soberbio vapor, y tomamos de nuevo el tren en Dover. Bellísimas las campiñas de aquel suelo que en los buenos tiempos del pasado, aún en medio de la salvaje tragedia de las dos Rosas, se llamó
Merry England, tiempo de que los alegres cuentos de Chaucer dan un reflejo brillante y que desaparecieron para siempre bajo la atmósfera glacial de los puritanos. Los alrededores de Chatham son admirables, y la ciudad, coquetamente tendida sobre las márgenes del río, levanta su fresca cabeza sobre los raudales de esmeralda que la rodean. Todos los campos cultivados; bosques, colinas, canales. Un verde más claro que en las campiñas de la Normandía que acabo de atravesar. Estaciones a cada paso, que adivinamos por el ruido al cruzar como el rayo su frente, sin distinguir más que una masa informe. El tren ondea y a favor de la curva, vemos a lo lejos una mole inmensa, coronada de humo opaco. Empezamos a entrar en Londres, estamos ya en ella y la máquina no disminuye su velocidad; a nuestros pies, millares de casas, idénticas, rojizas; vemos venir un tren contra nosotros; pasa rugiendo bajo el viaducto, sobre el que corremos. Otro cruza encima de nuestras cabezas, todos con inmensa velocidad. Y andamos, cruzamos un río, nos detenemos un momento en una estación, volvemos a ponernos en camino, atravesamos de nuevo el mismo río sobre otro puente. La francesita, atónita, se estrecha contra el marido, que a su vez tiene la fisonomía inquieta y preocupada. Es la inevitable y primera sensación que causa Londres; la inmensidad, el ruido, el tumulto, producen los efectos del desierto; uno se siente solo, abandonado, en aquel momento adusto y de un aspecto severo... ¡Charing-Cross! Al fin; me despido de los compañeros, un abrazo al amigo que espera en la estación, un salto al cab, que sale como una saeta, cruzamos doscientas calles serpeando entre millares de carruajes, saludo al pasar Waterloo Place y compruebo que el pobre Nelson tiene aún, en lo alto de su columna, aquel deplorable rollo de cuerda, que hace tan equívoca la ocupación a que se entrega; enfilamos Regent's Street, veo el eterno Morning-House de Oxford Corner, que me orienta, y un momento después me detengo en la puerta del Langham-Hotel. Son las seis y media de la tarde; a las siete y media se alza el telón en Covent-Garden.
Covent-Garden, en los grandes días de la season, tiene un aspecto especial. El mundo que allí se reune pertenece a las clases elevadas de la sociedad, por su nombre, su talento o su riqueza. Dos mil personas elegidas entre los cuatro millones de habitantes de Londres, un centenar de extranjeros distinguidos, venidos de todos los puntos de la tierra: he ahí la concurrencia. Se nota una comodidad incomparable; la animación discreta del gran mundo, temperada aún por la corrección nativa del carácter inglés; una civilidad serena, sin las bulliciosas manifestaciones de los latinos; la tranquila conciencia de estar in the right place... Corren por la sala, más que los nombres, rápidas miradas que indican la presencia de una persona que ocupa las alturas de la vida; en aquel palco a la derecha, se ve a la princesa de Gales con su fisonomía fina y pensativa; aquí y allí, los grandes nombres de Inglaterra, que al sonar en el oído, despiertan recuerdos de glorias pasadas, generaciones de hombres famosos en las luchas de la inteligencia y de la acción. No hay un murmullo más fuerte que otro; los aplausos son sinceros, pero amortiguados por el buen gusto. El aspecto de la platea es admirable: más de la mitad está ocupada por señoras cuyos trajes de colores rompen aquella desesperante monotonía del frac negro en los teatros del continente. Pero lo que arrastra mis ojos y los detienen, son aquellas deliciosas cabezas de mujeres; no hablo aún de los rostros, que pueden ser bellos e irregulares. Me refiero a la cabeza, levantándose, suelta, desprendida, el pelo partido al medio, cayendo en dos hondas tupidas que se recogen sobre la nuca, jamás lisa, como en aquellos largos pescuezos de las vírgenes alemanas. El cabello, rubio, castaño, negro, tiene reflejos encantadores; pueden contarse sus hilos uno a uno, y la sencillez severa y elegante del peinado, saliendo de la rueda trivial y caprichosa, que cambia a cada instante, hace pensar que el dominio del arte no tiene límites en lo creado.