¡Qué rápida y curiosa decadencia la de Portugal! La naturaleza parece haber designado a Lisboa para ser la puerta de todo el comercio europeo con la América. Su suelo es admirablemente fértil y sus productos buscados por el mundo entero. En los grandes días, tuvo el sol constantemente sobre sus posesiones. Sus hazañas en Asia fueron útiles a la Inglaterra. Vasco dobló el cabo para los ingleses, y los esfuerzos para colonizar las costas africanas tuvieron igual resultado. La independencia del Brasil fue el golpe de gracia, y en el día... ¡nadie lee a Camöens!
El golfo de Vizcaya nos ha recibido bien y la Gironde agita sus flancos, cruje, vuela, para echar su ancla frente a Pauillac antes de anochecer. A lo lejos, entre las márgenes del río que empiezan a borrarse envueltas en la sombra, vemos venir dos lanchas a vapor. Desde hace dos horas, la mitad de los pasajeros están con su saco en la mano y cubiertos con el sombrero alto, al que un mes de licencia ha hecho recuperar la forma circular y que, al volver al servicio, deja en la frente aquella raya cruel, rojiza, que el famoso capitán Cutler, de Dombey and Son, ostentaba eternamente. Una lancha, es la de la agencia. Pero, ¿la otra? Para nosotros, oh, infelices, que hemos hecho un telegrama a Lisboa, pidiéndola, a fin de proporcionarnos dos placeres inefables; primero, evitar ir con todos ustedes, sus baúles enormes, sus loros, sus pipas, etc., y segundo, para pisar tierra veinte horas antes que el común de los mortales. El patrón del vaporcito lanza un nombre; respondo, reúno los compañeros, me acerco a algunas señoras para ofrecerles un sitio en mi nave, que rehúsan pesarosas; un apretón de manos a algunos oficiales de la Gironde que han hecho grata la travesía, y en viaje.
Es un sensualismo animal, si se quiere, pero no vivo en las alturas etéreas de la inmaterialidad y aquella cama ancha, vasta, las sábanas de un hilo suave y fresco, el silencio de las calles, el suelo inmóvil, me dan una sensación delicada. Al abrir los ojos a la mañana, entra mi secretario. Conoce Burdeos al revés y al derecho; ha visto el teatro, los Quinquonces, ha trepado a las torres, ha bajado a las criptas y visitado las momias, ha estado en la aduana y sabe qué función se da esa noche en todos los teatros. Y entretanto, ¡yo dormía! El no lo concibe, pero yo sí. A la tarde, le anuncio que me quedaré a reposar un par de días en Burdeos y una nube cubre su cara juvenil. Tiene la obsesión de París; le parece que lo van a sacar de donde está, que va a llegar tarde, que es mentira, un sueño de convención, ajustado entre los nombres para dar vuelta la cabeza a media humanidad... Así, ¡qué brillo en aquellos ojos, cuando le propongo que se vaya a París esa misma noche, con algunos compañeros, y que me espere allí! Titubea un momento; yendo de noche, no verá las campiñas de la Turena, Angulema, Poitiers, Blois, ¡pero París! ¡Y vibrante, ardoroso como un pájaro a quien dan la libertad, se embarca con el alma rebosando llena de himnos!
CAPITULO II
En París.
En viaje para París.—De Bolivia a Río de Janeiro en mula.—La Turena.—En París.—El Louvre y el Luxemburgo.—Cómo debe visitarse un museo.—La Cámara de Diputados: Gambetta.—El Senado: Simon y Pelletán.—El 14 de Julio en París.—La revista militar: M. Grévy.—Las plazas y las calles por la noche.—La Marsellesa.—La sesión anual del Instituto.—M. Renán.
A mi vez, pero con toda tranquilidad, tomo el tren una linda mañana, y empezamos a correr por aquellos campos admirables. Los viajeros americanos conocemos ya la Francia, París y una que otra gran ciudad del litoral. La vida de la campiña nos es completamente desconocida. Es uno de los inconvenientes del ferrocarril, cuya rapidez y comodidad ha destruido para siempre el carácter pintoresco de las travesías. Mi padre viajó todo el Mediodía de la Francia y la Italia entera en una pequeña calesa, proveyéndose de caballos en las postas. Sólo de esa manera se hace conocimiento íntimo con el país que se recorre, se pueden estudiar sus costumbres y encontrar curiosidades a cada paso. Pero entre los extremos, el romanticismo no puedo llegar nunca a preferir una mula a un express. Uno de mis tíos, el coronel don Antonio Cané, después de la muerte del general Lavalle, en Jujuy, acompañó el cuerpo de su general hasta la frontera de Bolivia, junto con los Ramos Mexía, Madero, Frías, etc. Quedó enfermo en uno de los pueblos fronterizos, y cuando sus compañeros se dispersaron, unos para tomar servicio en el ejército boliviano, otros en dirección a Chile o Montevideo, él tomó una mula y se dirigió al Brasil, que atravesó de oeste a este, llegando a Río de Janeiro después de seis u ocho meses, habiendo recorrido no menos de 600 leguas. Más tarde, su cuñado don Florencio Varela, le interrogaba sin cesar, deplorando que la educación y los gustos del viajero no le hubieran permitido anotar sus impresiones. Cané había realizado ese viaje estupendo, deteniéndose en todos los puntos en que encontraba buena acogida... y buenas mozas. Pasado el capricho, volvía a montar su mula, y así, de etapa en etapa, fue a parar a las costas del Atlántico. Admiro, pero prefiero la línea de Orleans, sobre la que volamos en este momento, desenvolviéndose a ambos lados del camino los campos luminosos de la Turena, admirablemente cultivados y revelando, en su solo aspecto, el secreto de la prosperidad extraordinaria de la Francia. Los canales de irrigación, caprichosos y alegres como arroyos naturales, se suceden sin interrupción. De pronto caemos a un valle profundo, que serpea entre dos elevadas colinas cubiertas de bosques; por entre los árboles, aparece en la altura un castillo feudal, de toscas piedras grises, cuya vetustez característica contrasta con la blancura del humilde hameau que duerme a su sombra; las perspectivas cambian constantemente, y los nombres que van llegando al oído, Angulema, Bois, Amboise, Chatellerault, Poitiers, etc., hacen revivir los cuadros soberbios de la vieja historia de Francia...
Ya las aldeas y villorrios aumentan a cada instante, se aglomeran y precipitan, con sus calles estrechas y limpias, sus casas de ladrillo quemado, sus techos de pizarra y teja. Los caminos carreteros son anchos, y el pavimento duro y compacto, resuena al paso de la pesada carreta, tirada por el majestuoso percherón, que arrastra sin esfuerzo cuatro grandes piedras de construcción, con sus números rojizos. Luego, túneles, puentes, viaductos, calles anchas, aereadas, multitud de obreros, movimiento y vida. Estamos en París.
A mediodía, una visita a los viejos amigos queridos, que esperan dulce y pacientemente y que, para recibiros, toman la sonrisa de la Joconda, se envuelven en los tules luminosos de la Concepción, o despojándose de sus ropas, ostentan las carnes deslumbrantes de Rubens. Al Louvre, al Luxemburgo; un día el mármol, otro el color, un día a la Grecia, otro al Renacimiento, otro a nuestro siglo soberbio. Pero lentamente, mis amigos; no como un condenado, que empieza con la «Balsa de la Medusa» y acaba con los «Monjes» de Lesueur y sale del Museo con la retina fatigada, sin saber a punto fijo si el Españoleto pintaba Vírgenes; Murillo, batallas; Rafael, paisajes, o Miguel Ángel, pastorales. Dulce, suavemente; ¿te gusta un cuadro? Nadie te apura; gozarás más confundiendo voluptuosamente tus ojos en sus líneas y color, que en la frenética y bulliciosa carrera que te impone el guía de una sala a otra. El catálogo en la mano, pero cerrado; camina lentamente por el centro de los salones: de pronto una cara angélica te sonríe. La miras despacio; tiene cabellos de oro y cuyo perfume parece sentirse; los ojos, claros y profundos, dejan ver en el fondo los latidos tranquilos de una alma armoniosa. Si te retiene, quédate; piensa en el autor, en el estado de su espíritu cuando pintó esa figura celeste, en el ideal flotante de su época, y luego, vuelve los ojos a lo íntimo de tu propio ser, anima los recuerdos tímidos que al amparo de una vaga semejanza asoman sus cabecitas y temiendo ser importunos, no se yerguen por entero. Luego, olvídate del cuadro, del arte, y mientras la mirada se pasea inconsciente por la tela, cruza los mares, remonta el tiempo, da rienda suelta a la fantasía, sueña con la riqueza, la gloria o el poder, siente en tus labios la vibración del último beso, habla con fantasmas. Sólo así puede producir la pintura la sensación profunda de la música; sólo así, las líneas esculturales, ondeando en la gradación inimitable de las formas humanas, en el esbozo de un cuello de mujer, en las curvas purísimas, y entre los griegos castas, del seno; en los hombros contorneados de una virgen de mármol o en el vigor armónico de un efebo; sólo así, da la piedra el placer del ritmo y la melodía. Naturalmente, la materialidad de la causa limita el campo; una