El Marqués tuvo el talento de no ser celoso y hacerle grata á su mujer la vida conyugal. Hasta se separó de otra hermana suya—con la cual vivía desde su primer matrimonio—porque era devota, maniática, opuesta á la sociedad y á las distracciones, y no podía congeniar con la joven esposa; y no se mostró remiso en aflojar dinero para modistas, ni en gastar tiempo en teatros, saraos y tertulias. También supo evitar el delirio de los extremos amorosos, impropios de su edad y la de Asís combinadas; dejó dormir lo que no era para despertado, y así logró siete años de tranquila ventura y una chiquilla algo enclenque, que únicamente revivía con los aires marinos y agrestes de la tierra galaica. Un derrame seroso cortó el curso de los días del buen consejero de Estado, y Asís quedó libre, rica, moza, bien mirada y con el alma serena.
Pasaba en Madrid los inviernos, teniendo á su niña de medio interna en un atildado colegio francés; los veranos se iba á Vigo, al lado de su papá; á veces (como sucedía ahora), el viaje de la chiquilla se adelantaba un poco, porque el abuelo, al cerrarse las Cortes, se la llevaba consigo á desencanijarse en la aldea... Asís la dejaba marchar de buen grado. El amor maternal era en ella lo que había sido el cariño conyugal: sentimiento apacible, exento de esas divinas locuras que abrasan el alma y dan á la existencia sentido nuevo. La marquesa de Andrade vivía contenta, algo envanecida de haber soltado la cáscara provinciana, y satisfecha también de conservar su honradez como la conservan allá en Vigo las señoras muy visibles, que no dan un paso sin que el vecindario sepa si fué con el pié izquierdo ó el derecho. Entretenía sus ocios pensando, por ejemplo, que el último vestido que le había mandado su modista era tan gracioso y menos caro que el de Worth de la Sahagún; que estaba á bien con el Padre Urdax, merced á haber entrado en una asociación benéfica muy recomendada por los jesuítas; que ella era una dama formal, intachable, y que, sin embargo, no dejaban de citarla con elogio en las revistas de salones alguna que otra vez; que podía vivirse en el mundo sin abrir paso al demonio, y que ni el mundo ni Dios tenían por qué volverle la espalda.
Y ahora...
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