Casi al mismo punto en que la chica del puñal de níquel depositaba en la mesa una botella rotulada Manzanilla superior, dos cañas del vidrio más basto y dos conchas con rajas de salchichón y aceitunas aliñás, se coló por la abertura una mujer desgreñada, cetrina, con ojos como carbones, saya de percal con almidonados faralaes y pañuelo de crespón de lana desteñido y viejo, que al cruzarse sobre el pecho dejaba asomar la cabeza de una criatura. La mujer se nos plantó delante, fija la mano izquierda en la cadera y accionando con la derecha: de qué modo se sostenía el chiquillo, es lo que no entiendo.
—En er nombre e Dios, Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que donde va er nombre e Dios no va cosa mala. Una palabrita les voy á icir que lase á ostés mucha farta saberla...
—¡Calle!—grité yo contentísima. ¡Una gitana que nos va á decir la buenaventura!
—¿La mando que se largue? ¿La incomoda á V.?
—¡Al contrario! Si me divierte lo que no es imaginable. Verá V. cuántos enredos va á echar por esa boca. Ea, la buenaventura pronto, que tengo una curiosidad inmensa de oirla.
—Pué diñe osté la mano erecha, jermosa, y una moneíta de plata pa jaser la crú.
Pacheco le alargó una peseta, y al mismo tiempo, habiendo descorchado la manzanilla y pedido otra caña, se la tendió llena de vino á la egipcia. Con este motivo armaron los dos un tiroteo de agudezas y bromas; bien se conocía que eran hijos de la misma tierra, y que ni á uno ni á otro se les atascaban las palabras en el gaznate, ni se les agotaba la labia aunque la derramasen á torrentes. Al fin la gitana se embocó el contenido de la cañita, y yo la imité, porque, con la sed, tentaba aquel vinillo claro. ¡Manzanilla superior! ¡A cualquier cosa llaman superior aquí! La manzanilla dichosa sabía á esparto, á piedra alumbre y á demonios coronados; pero como al fin era un líquido, y yo con el calor estaba para beberme el Manzanares entero, no resistí cuando Pacheco me escanció otra caña. Sólo que en vez de refrescarme, se me figuró que un rayo de sol, disuelto en polvo, se me introducía en las venas y me salía en chispas por los ojos y en arreboles por la faz. Miré á Pacheco muy risueña, y luego me volví confusa, porque él me pagó la mirada con otra más larga de lo debido.
—¡Qué bonitos ojos azules tiene este perdis!—pensaba yo para mí.
El gaditano estaba sin sombrero; vestía un traje ceniza, elegante, de paño rico y flexible; de vez en cuando se enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo fino, y á cada movimiento se le descomponía el pelo, bastante crecido, negro y sedoso; al reir, le iluminaba la cara la blancura de sus dientes, que son de los mejor puestos y más sanos que he visto nunca, y aun parecía doblemente morena su tez, ó mejor dicho, doblemente tostada, porque hacia la parte que ya cubre el cuello de la camisa se entreveía un cutis claro.
—La mano, jermosa,—repitió la gitana.
Se la alargué, y ella la agarró haciéndomela tener abierta. Pacheco contemplaba las dos manos unidas.
—¡Qué contraste!—murmuró en voz baja, no como el que dice una galantería á una señora, sino como el que hace una reflexión entre sí.
En efecto, sin vanidad, tengo que reconocer que la mano de la gitana, al lado de la mía, parecía un pedazo de cecina feísimo: la tumbaga de plata, donde resplandecía una esmeralda falsa espantosa, contribuía á que resaltase el color cobrizo de la garra aquella, y claro está que mi diestra, que es algo chica, pulida y blanca, con anillos de perlas, zafiros y brillantes, contrastaba extrañamente. La buena de la bohemia empezó á hacer sus rayas y ensalmos, endilgándonos una retahila de esas que no comprometen, pues son de doble sentido y se aplican á cualquier circunstancia, como las respuestas de los oráculos. Todo muy recalcado con los ojos y el ademán.
—Una cosa diquelo yo en esta manica, que hae suseder mu pronto, y nadie saspera que susea... Un viaje me vasté á jaser, y no ae ser para má, que ae ser pa sastisfasión e toos. Una carta me vasté á resibir, y lae alegrá lo que viene escribío en eya... Unas presonas me tiene usté que la quieren má, y están toas perdías por jaserle daño; pero der revé les ae salir la perra intensión... Una presoniya está chalaíta por usté—(al llegar aquí la bruja clavó en Pacheco las ascuas encendidas de sus ojos)—y un convite le ae dar quien bien la quiere... Amorosica de genio me es usté; pero cuando se atufa, una leona brava de los montes se me güerve... Que no la enriten a usté y que le yeven toiticas las cosas ar pelo de la suavidá, que por la buena, corasón tiene usté pa tirarse en metá e la bahía e Cadis... Con mieles y no con hieles me la han de engatusar á usté... Un cariñiyo me vasté á tener mu guardadico en su pechito y no lo ae sabé ni la tierra, que secretica me es usté como la piedra e la sepultura... También una cosa le igo y es que usté mesma no me sabe lo que en ese corasonsiyo está guardao... Un cachito e gloria le va a caer der sielo y pasmáa se quedará usté; que á la presente me está usté como los pajariyos, que no saben el árbol onde han de ponerse...
Si la dejamos, creo que aún sigue ahora ensartando tonterías. A mí su parla me entretenía mucho, pues ya se sabe que en esta clase de vaticinios tan confusos y tan latos, siempre hay algo que responde á nuestras ideas, esperanzas y aspiraciones ocultas. Es lo mismo que cuando, al tiempo de jugar á los naipes, vamos corriéndolos para descubrir sólo la pinta, y adivinamos ó presentimos de un modo vago la carta que va á salir. Pacheco me miraba atentamente, aguardando á que me cansase de gitanerías para despedir á la profetisa. Viendo que ya la chica del puñal en el moño acudía con la fuente de huevos revueltos, solté la mano, y mi acompañante despachó á la gitana, que antes de poner piés en polvorosa aún pidió no sé qué para er churumbeliyo.
Empezábamos á servirnos del apetitoso comistrajo y á descorchar una botella de jerez, cuando otro cuerpo asomó en la abertura de la tienda, se adelantó hacia la mesa y recitó la consabida jaculatoria:
—En er nombre e Dió Pare, Jijo y Epíritu Zanto, que onde va er nombre é Dió...
—¡Estamos frescos!—gritó Pacheco.—¡Gitana nueva!
—Claro—murmuró con aristocrático desdén la chica del merendero.—Como á la otra le han dado cuartos y vino, se ha corrido la voz... Y tendrán aquí á todas las de la romería.
Pacheco alargó á la recién venida unas monedas y un vaso de jerez.
—Bébase usté eso á mi salú..., y andar con Dios, y najensia.
—E que les igo yo lo buenaventura e barde... por el aqué de la sal der mundo que van ustés derramando.
—No, no...,—exclamé yo casi al oído de Pacheco.—Nos va á encajar lo mismo que la otra; con una vez basta. Espántela V.... sin reñirla.
—Bébase usté el jerés, prenda... y najarse he dicho—ordenó el gaditano sin enojo alguno, con campechana franqueza.
La gitana, convencida de que no sacaba más raja ya, después de echarse al coleto el Jerez y limpiarse la boca con el dorso de la mano, se largó con su indispensable churumbeliyo, que lo traía también escondido en el mantón como gusano en queso.
—¿Tienen todas su chiquitín?—pregunté á la muchacha.
—Todas, pues ya se ve—explicó ella con tono de persona desengañada y experta.—Valientes maulas están. Los chiquillos son tan suyos como de una servidora de Vds. Infelices, los alquilan por ahí á otras bribonas, y sabe Dios el trato que les dan. Y está la romería plagada de estas tunantas, embusteronas. ¡Lástima de Abanico!
—¿Vds. duermen aquí?—la dije por tirarla de la lengua.—¿No tienen miedo á que de noche les roben las ganancias del día ó la comida del siguiente?
—Ya se ve que dormimos con un ojo cerrado y otro abierto... Porque no se crea V.: nosotros tenemos un café á la salida de la Plaza Mayor y venimos aquí no más á poner el