—Pero de la mitad nos quedábamos á oscuras. De muchos sólo mirábamos las estampitas, aquellos monigotes tan descarados.
—Bueno, el caso es que estábamos más contentos, ¿eh? Yo al menos. ¿Y tú?
Calló la niña montañesa, tal vez porque un haz de arbustos nuevos y un alto zarzal le cerraban el paso. Tuvieron que retroceder y buscar entre los castaños la senda perdida.
—¿No me contestas? ¿Vas enfadada conmigo?
—No hay humor de hablar mientras esté uno en estas negruras.
—Y después que salgamos al camino de la era, ¿me das palabra de que rodearemos por los sembrados?
—Sí, hombre, sí.
—Manola?
—Quée?
Deslizábase á la sazón la pareja por un estrecho pasadizo de troncos de castaño, que apenas daba espacio á una persona de frente. La oscuridad disminuía; acercábanse á la linde del bosque. La niña alzó los ojos, vió la cara de su compañero y acompañó la interrogación de fingido mal humor con una sonrisa, y entonces él se inclinó, le echó las manos á la cabeza, y con una mezcla de expansión fraternal y vehemencia apasionada, apretóle la frente entre las palmas, acariciándole y revolviéndole el cabello con los dedos, al mismo tiempo que balbucía:
—Me quieres, eh? me quieres?
—Sí, sí—tartamudeaba ella casi sin aliento, deliciosamente turbada por la violencia de la presión.
—¿Como antes? ¿como allá cuando éramos pequeñitos? eh? ¿Como si yo viviese aquí?
—Ay! me ahogas.... me arrancas pelo—murmuró Manola, exhalando estas quejas con el mismo tono que diría:—Apriétame, ahógame más.—No obstante, Pedro la soltó, contentándose con guiarla de la mano hasta que salieron completamente del bosque y en vez de árboles distinguieron frente á sí el carrerito que llevaba en derechura á la era de los Pazos. Pero el mancebo torció á la izquierda, y Manola le siguió. Iban orillando un sembrado de trigo, que en aquel país abundan menos y se siegan más tarde que los de centeno. Si á la luz del sol un trigal es cosa linda por su frescura de égloga, por los tonos pastoriles de sus espigas, amapolas, cardos y acianos, de noche gana en aromas lo que pierde en colores, y parece perfumado colchón tendido bajo un dosel de seda bordado de astros. Convida á tomar asiento el florido ribazo alfombrado de manzanillas, cuya vaga blancura se destaca sobre la franja de yerba; y allá detrás se oye el susurro casi imperceptible de los tallos que van y vienen como las ondas de una laguna.
Dejóse caer Manola en el ribazo, sentándose y recogiendo las faldas, y Pedro se echó enfrente de ella, boca abajo, descansando el rostro en la mano derecha. Así permanecieron dos ó tres minutos, sin pronunciar palabra.
—Debe de ser muy tarde—articuló la muchacha agarrando algunos tallos de trigo y empuñándolos para sacudir las espigas junto á la cara de Pedro.
—Silencio... ¿No te da gusto tomar el fresco, chuchiña? Esta tarde no se paraba con el calor. ¿Ó tienes sed?
—No—contestó lacónicamente.
Transcurrió un momento, durante el cual Manola se entretuvo en arrancar una por una flores de manzanilla, y juntarlas en el hueco de la mano. Al fin la impacientó el obediente mutismo de su compañero.
—¿Qué haces, babeco?
—Te estoy mirando.
—¡Vaya una diversión!
—Ya se ve. Como á ti ahora te ha dado por no mirarme... Parece que te van á enfermar los ojos si me miras. Te has vuelto conmigo más brava que un tojo.
Ella, entre arisca y risueña, siguió arrancando las manzanillas silvestres. Un céfiro de los más blandos que jamás ha cantado poeta alguno, un soplo que parecía salir de labios de un niño dormido, pasando luego por los cálices de todas las madreselvas y las ramas de todas las mentas é hinojos, se divertía en halagarle la frente, inclinando después las delgadas aristas de la espiga madura. A pesar de sus fingidas asperezas, Manola sentía un gozo inexplicable, una alegría nerviosa que le hacía temblar las manos al recoger las manzanillas. Con todo el alborozo de una chiquilla saboreaba la impresión nueva de tener allí, rendido, humilde y suplicante, al turbulento compañero de infancia, el que siempre podía más que ella en juegos y retozos, al que en la asociación íntima y diaria de sus vidas representaba la fuerza, el vigor, la agilidad, la destreza y el mando. Al sentirse investida por primera vez de la regia prerrogativa femenina, al comprender claramente cómo y hasta dónde le tenía sujeta la voluntad su Pedro, se deleitaba en aparentar mal humor, en torcerle el gesto, en llevarle la contraria, en responderle secamente, en burlarse de él con cualquier motivo, encubriendo así la mezcla de miedo y dicha, el ímpetu de su sangre virginal, ardorosa y pura, que se agolpaba toda al corazón, y subía después zumbando á los oídos produciéndole deleitoso mareo, al oir la voz de Pedro, y sobre todo al detallar su belleza física. Justamente, mientras corría aquel tan halagüeño céfiro, Manuela se absorbía en la contemplación de su amigo, pero de reojo. La luminosa transparencia de la noche permitía ver los graciosos rizos del mancebo cayendo sobre su frente blanca y tersa como el mármol, y distinguir la lindeza de sus facciones y de sus azules ojos, que entonces parecían muy oscuros.
—¿Cómo me querrá tanto, siendo yo fea?—decía para sus adentros Manola; y de repente, cogiendo todas las manzanillas, se las arrojó al rostro.
—A casa, á casa enseguida, que son las tantas de la noche—murmuró arrodillándose, como si le costase trabajo incorporarse de una vez. Ya estaba allí Pedro para auxiliarla. Cuando eran chiquillos solía dejarla en el atolladero por algún tiempo hasta que pidiese misericordia, y reirse descaradamente de sus apuros.... Ahora no se atrevería á hacerla rabiar: él era el esclavo.
Volvieron á tomar el sendero. A poco se encontraron en la era, vasto redondel cercado por una parte de estrecha muralla y de manzanos gibosos. Por la otra, sobre el cielo estrellado, se destacaba la cruz del hórreo, y más arriba subían las ramas inmóviles de una higuera. Alrededor, las medas ó altos montículos de mies remedaban las tiendas de un campamento ó la ranchería de una india. Ya no había allí nadie: por el suelo quedaban todavía esparcidos algunos haces de la cosecha del día.
Un perro, ladrando hostilmente, se abalanzó contra la pareja; mas al reconocerla, trocó los ladridos de cólera en delirantes aullidos de alegría, se echó al suelo, se revolcó, gimió, y por último, zarandeando la cola de un modo insensato, con la lengua fuera de las fauces, trotando sobre la seca hierba del sendero, y volviéndose á cada segundo, los precedió hasta los Pazos de Ulloa.
V
Subía la diligencia de Santiago el repecho que hay antes de llegar á la villa de Cebre. Era la hora de mayor calor, las tres de la tarde. La persona de más duras entrañas se compadecería de los viajeros encerrados en aquel cajón, donde si toda incomodidad tiene su asiento, el que lo paga suele contentarse con la mitad de uno.
Venía atestado el coche, que era de los más angostos, desvencijados, duros y fementidos. En el interior, hombro contra hombro del vecino del lado, é incrustadas las piernas en las del frontero, se acomodaban cinco estudiantes de carrera mayor en vacaciones, una moza chata, portadora de un cesto de quesos, el notario de Cebre, y la mujer de un empleado de Orense, con el apéndice de un niño de brazo. La atmósfera del interior era sol, sol disuelto en polvo, sol blanquecino, crudo, implacable, centuplicado por la oscura refracción de los puercos vidrios, que ningún viajero osaba bajar, por temor de ahogarse entre la polvareda. La respiración se dificultaba: gotas de sudor rezumaban de los semblantes, y moscas y tábanos—cuyo fastidioso enjambre había elegido allí domicilio—se