La moza, entretanto, sacaba del establo á la paciente, una vaca amarilla, y picándola con la aguijada, la empujaba fuera de la casa, á sitio descubierto y claro. Cojeaba el infeliz animal, por culpa del gran tumor que tenía en el ijar derecho; sus ojos estaban profundamente tristes, como los de todo irracional ó niño enfermo. El sol pareció reanimar algo á la vaca, y se le dilató el hocico respirando aire puro. Ya salía tras ella el atador, poniendo la mano á guisa de pantalla ante los ojos, para que no le estorbase el sol que declinaba.
—Hace falta quien treme del animal—dijo, después de palpar aprisa el tumor.—Llama á tu hombre—añadió dirigiéndose á la moza.
Habiendo Perucho ofrecido su ayuda, convino el algebrista en que bastaría con él y con la moza para sujetar á la doliente, y ordenó que la señora María se encargase de preparar la bizma de pez hirviendo. Remangóse Perucho las mangas de chaqueta y camisa, y arrodillándose, asió con puño de hierro la pata del animal, asentándola y afirmándola en tierra á fin de que no cocease con el dolor. El brazo del mancebo era membrudo, atendida su edad, y la cuadratura de los músculos se diseñaba enérgicamente: sobre el cutis, fino como raso, rojeaba á la luz moribunda del sol un vello denso y suave. Su compañera le miraba con disimulo y atención, como si viese por primera vez aquella cabeza cubierta de ensortijados bucles, aquellas perfectas facciones trigueñas y sonrosadas, aquel cogote juvenil y fuerte como testuz de novillo bermejo, aquellas espaldas fornidas donde la postura y el esfuerzo para mantener inmóvil la pata del animal hacía sobresalir el omoplato. De chiquita, la costumbre de ver á Pedro le impedía reparar su hermosura: ahora se le figuraba descubrirla en toda su riqueza de pormenores esculturales, cosa que la turbaba mucho y tenía bastante culpa de la cortedad y despego que mostraba al quedarse con él á solas. Se avergonzaba la niña de no ser tan linda como su amigo; de ser casi fea.
También se recogió el atador las mangas de estopa, y sacó de la faltriquera del pantalón una reluciente navaja de afeitar envuelta en un trapo. Agachóse bajo la paciente, y empuñando el instrumento, con brioso girar de muñeca y haciendo terrible fuerza en el pulgar, sajó casi en redondo el lobanillo. Bramó y resopló de dolor la vaca, intentando huir; pero estaba bien sujeta y el corte dado ya. Sin hacer caso de los mugidos angustiosos ni de las inútiles sacudidas de la bestia, el señor Antón comenzó á esgrimir la navaja casi de plano, desprendiendo la piel que cubría el tumor, y disecando poco á poco, con certera diestra, sus raíces, como quien desprende de un peñasco los tientos de un adherido pólipo. De rato en rato empapaba con trapos la sangre que corría y le impedía ver. Cada raíz encubría otras más menudas, y la navaja seguía escrutando los ijares del animal, persiguiendo las últimas ramificaciones de la fea excrecencia. Ya casi la tenía desprendida, cuando la vaca, que parecía resignada con su suerte, dió de pronto un empuje desesperado y supremo, logró soltar las patas, derribó de una patada el sombrero de copa alta del algebrista y echó á correr furiosa. Ciega por el terror, fué á batir contra la muralla del emparrado, donde la alcanzó Perucho. La agarró del rabo primero, luego la cogió por los cuernos, y á remolque y á empujones y á puñadas la trajo otra vez á la clínica. El señor Antón acusaba á la moza de no valer nada, de haber aflojado la pata; y Manuela, con los ojos brillantes y la sonrisa en los labios, se ofrecía á sustituir ventajosamente á la aldeana.
—¡Jesús, alabando sea Dios, qué valiente de señorita!—tartamudeó la Sabia, apareciendo en la puerta.
—Las que nos criamos en la montaña...—murmuró la niña arrodillándose, y ciñendo con ambas manos, no muy blancas ni nada endebles, el corvejón del animal.
—No hay cosa como las montañesas—declaró dogmáticamente el atador, encasquetándose otra vez su abollada bomba, sin la cual, al parecer, no era dueño de todos los recursos de la ciencia quirúrgica.
—Remángate, Manola—aconsejó sin volver la cabeza Pedro:—sino vas á ponerte perdida.
Notando que él no la miraba, Manolita se remangó. Los chiquillos, rubios como el cerro, que presenciaban la operación absortos, con la pupila dilatada y chupándose el dedo índice, quisieron también cooperar al buen resultado, y vinieron á poner cada uno una manila en los corvejones de la mártir. Poco duró el suplicio. El señor Antón, con su rapidez y maestría acostumbradas, arrojaba ya triunfalmente hacia el campo más próximo una masa sanguinolenta é informe, que era el núcleo del lobanillo y su aureola de raíces. Entre un furioso y desesperado bramido de la vaca al sentir la pez hirviendo que le abrasaba los tejidos, y un ¡carraspo! del algebrista que se levantaba vencedor, se acabó la operación y la víctima fué de nuevo encerrada en el establo. Echáronle en el pesebre un brazado de fresca yerba, y á poco su hocico húmedo, del cual se desprendía un hilo de baba, rumiaba con fruición la dulce golosina.
III
Sin embargo, aún le quedaban al señor Antón deberes facultativos que llenar en aquella casa. Le presentaron un ternero que andaba malucho de desgano y rehusaba las cortezas de pan y la hierba más apetitosa. Le abrió la boca al punto, sacóle de través la lengua, y declaró que tenía el piojo. Pidió los ingredientes de sal y ajo, que metió en una bolsita de lienzo; mojóla en vinagre, y frotó con ella los bordes de la lengua, para levantar las escamillas en que consistía el mal: sacó luego del bolsillo-estuche unas tijeras de costura, y cortó las escamas, dejando al choto en disposición de zamparse todos los prados comarcanos. Tras el ternero vino un buey, cojo de la mano derecha: el doctor reconoció que tenía el pulgón y que era preciso meterle entre la pezuña un puñado de pólvora amasada y prenderle fuego. El caso era que no se encontraba pólvora allí.
—Que vayan por ella á los Pazos—exclamó servicialmente Perucho.
—Mientras van y vuelven llega la noche, señorito—exclamó el atador,—y de aquí á Boán hay camino. Ya pasaré por aquí mañana ó pasado lo más tarde, que me cumple verle la yegua al señor Angel. No hay duda, que no muere el buey por eso.
Quedó aplazada la voladura del pulgón, pero no consintió la Sabia en que se partiese el algebrista sin tomar un taco y echar un cloris. Limpiándose el copioso sudor con el pañuelo de yerbas, sentóse el señor Antón á la mesa, ante el zoquete de pan de centeno y el jarro de vino. Entabló conversación con el ama de casa, no habiendo querido los señoritos sentarse ni probar cosa alguna, porque les divertía más presenciar la cómica escena y oir, cruzando ojeadas y risas, la plática donosa que avivaban con sus preguntas. Estaba de buen humor el vejete, como siempre que terminaba felizmente una operación y se veía con el pichel de mosto delante. A las quejas de la Sabia, que se lamentaba de las enfermedades de los animales con tono de abuela cuando deplora achaques de sus nietos, respondía jocosamente el algebrista que, si no tuviese una riqueza en ganado, no se le pondría el ganado enfermo nunca.
—¿A que á mí no se me mueren las vacas? En no las teniendo... catá.
La bruja respondía á tan atinada observación con otra muy filosófica y cristiana:
—Todos habernos de morir, si Dios quiere.
De tal respuesta tomó pie el algebrista para procurar insinuarse, hablando del bocio de la vieja, y comprometiéndose á extirpárselo con tanta prontitud como el tumor de la vaca, fuera el alma. Contó que precisamente acababa de realizar la misma operación en un labrador rico de Gondás. De cuatro ó cinco tajos de navaja ¡zis, zas! (y al decir zis, zas pasaba el dedo por delante del cuello deforme de la Sabia) le había sajado el bocio perfectísimamente, plantándole, para atajar la morragia, un emplasto donde se misturaban trementina, diaquilón, confortativo, minio, litargirio, incienso, pez blanca, pez dorada y pez negra...
—Vamos, pez de todos los colores—dijo Perucho riendo.
—No haga burla, señorito, no haga burla... Pues emplasto fué aquel