Pareciera, pues, como si los conejillos de indias, los macacos y los bebés compartiesen el mismo impulso automático que dirige su atención hacia el sufrimiento de sus semejantes, desencadenando en ellos idénticos sentimientos y llevándoles a tratar de ayudarles. ¿A qué podemos atribuir la presencia del mismo tipo de respuesta en especies tan diferentes? Simplemente, al hecho de que la Naturaleza parece conservar las soluciones que funcionan y emplearlas una y otra vez.
Son muchas las especies que comparten los rasgos más avanzados del cerebro. Es evidente –y está claramente demostrado–que la arquitectura neuronal de los seres humanos se asemeja mucho a la de otros mamíferos, especialmente los primates. La similitud que se da entre distintas especies y el mismo impulso a ayudar sugieren la existencia de circuitos cerebrales subyacentes similares. A diferencia de lo que ocurre en el caso de los mamíferos, los reptiles no muestran el menor rasgo de empatía, llegándose incluso a comer sus propias crías.
Es cierto que el ser humano puede llegar a ignorar a alguien que se encuentra en apuros, pero esa insensibilidad parece reprimir un impulso más primitivo y automático que lleva a ayudar a quienes se encuentran en peligro. Las observaciones científicas realizadas en este sentido parecen indicar la presencia de un sistema de respuestas integrado en el cerebro humano –del que sin duda forman parte las neuronas espejo– que se pone en marcha cada vez que advertimos el sufrimiento de alguien y sentimos de inmediato lo mismo que él, una sensación cuya intensidad influye muy poderosamente en nuestra predisposición a ayudar.
Este instinto compasivo constituye una clara ventaja en términos de adaptabilidad evolutiva, adecuadamente definida como “éxito reproductivo” y que se refiere al número de hijos que sobreviven para tener su propia descendencia. Hace ya casi un siglo, Charles Darwin señaló que la empatía, preludio de la acción compasiva, ha sido una herramienta de supervivencia muy eficaz.8 No olvidemos que la empatía lubrica la sociabilidad y que el ser humano es el animal social por excelencia. En este sentido, hay indicios de que la sociabilidad ha sido la estrategia fundamental de supervivencia de nuestra especie y que sus rudimentos se remontan a los primates.
La importancia de la amabilidad resulta evidente también en los primates que viven hoy en día en estado salvaje en un mundo no muy distinto al de colmillos y garras de la prehistoria humana, cuando sólo unos pocos de ellos sobrevivían y tenían descendencia. Consideremos la colonia de cerca de mil macacos que vive en la remota isla caribeña de Cayo Santiago y que desciende de la misma camada que, en los años cincuenta, se vio trasplantada desde su India nativa. Estos macacos viven en pequeños grupos, y, al llegar a la adolescencia, las hembras se quedan mientras los machos abandonan el grupo de origen para encontrar su lugar en otro grupo.
Esta transición no está exenta de problemas porque, cuando un joven macho trata de hacerse un hueco en un grupo no familiar, mueren hasta el 20% de ellos. Las investigaciones científicas que han extraído muestras del líquido cefalorraquídeo espinal de cien macacos adolescentes han puesto de relieve que los más sociables presentan los niveles más bajos de hormonas del estrés, una respuesta inmunitaria más fuerte y, lo que es más importante, se hallan mejor preparados para aproximarse, hacerse amigos o enfrentarse a los machos del nuevo grupo. Parece, pues, que los más sociables son los que más probabilidades tienen de sobrevivir.9
Veamos ahora otro dato procedente también del mundo de los primates, esta vez de los mandriles que viven en Kenya cerca del Kilimanjaro, para los cuales la infancia resulta muy peligrosa porque, en los buenos años, muere cerca del 10% de las crías, un porcentaje que llega a alcanzar, en los malos, hasta el 35%.
Pero cuando los biólogos observaron a las madres de esos mandriles, descubrieron que las más sociables –es decir, las que más tiempo invertían en el acicalamiento o socializando de algún otro modo– tenían hijos con mayores probabilidades de sobrevivir.
Dos son las razones que arguyen los biólogos a la hora de explicar el modo en que la amabilidad de la madre contribuye a la supervivencia de su prole. Por un lado, la pertenencia a un grupo gregario que puede defender a sus bebés del hostigamiento y encontrar mejor comida y cobijo. Por el otro, cuanto más acicalamiento dan y obtienen las madres, más relajados y sanos tienden a ser sus hijos, ya que los mandriles sociables acaban generando asimismo mejores madres.10
El impulso natural que nos lleva a ayudar a los demás puede rastrearse hasta en las situaciones de escasez en las que se forjó el cerebro humano. No parece difícil conjeturar el modo en que la pertenencia a un grupo favoreció la supervivencia en las peores condiciones, y viceversa, la desventaja letal que puede suponer el hecho de un individuo aislado compitiendo con un grupo en un entorno de escasos recursos.
Es muy probable que un rasgo tan valioso en la lucha por la existencia haya acabado integrándose en la estructura misma de nuestros circuitos cerebrales, porque lo que demuestra ser más eficaz en la transmisión de los genes a las futuras generaciones más importancia adquiere en nuestro legado genético.
Si la sociabilidad brindó al ser humano una estrategia ganadora durante la prehistoria, lo mismo sucede con los sistemas cerebrales a través de los que opera la vida social.11 Poco debería, por tanto, sorprendernos la relevancia que tiene nuestra tendencia a la empatía, el conector esencial.
UN ÁNGEL EN LA TIERRA
Una colisión frontal había convertido su coche en un acordeón. Con dos huesos de la pierna derecha rotos, se hallaba atrapada –dolorida, confusa e indefensa– entre los restos del automóvil siniestrado.
Un transeúnte –jamás averiguó su nombre– se arrodilló entonces junto a ella, tomó su mano y la consoló mientras los bomberos trataban de liberarla, lo que la mantuvo tranquila, a pesar del dolor y la ansiedad.
–Fue –como le llamó más tarde– mi ángel en la Tierra.12 Jamás sabremos exactamente qué sentimientos llevaron a ese “ángel” a arrodillarse junto a esa mujer y consolarla, pero en cualquiera de los casos, la compasión se asienta necesariamente sobre la empatía.
La empatía requiere de algún tipo de compromiso emocional, un requisito esencial a la hora de comprender cabalmente el mundo interno de otra persona.13 No cabe la menor duda de que, en este caso, se hallan también en juego las neuronas espejo. Como dijo cierto neurocientífico: «Ellas son las que nos proporcionan la riqueza de la empatía, el mecanismo fundamental que nos lleva a experimentar personalmente el dolor que vemos que está experimentando otra persona».14
Constantin Stanislavski, el creador ruso del conocido método de formación de actores que lleva su nombre, se dio cuenta de que el actor que “vive” un determinado papel puede apelar a sus recuerdos emocionales pasados para evocar un sentimiento poderoso en el presente. Pero esos recuerdos, según Stanislavski, no se hallan limitados a nuestras experiencias, porque gracias a la empatía podemos apelar perfectamente a las emociones de los demás. Como aconseja el legendario maestro de actores «debemos estudiar a los demás y acercarnos emocionalmente a ellos tanto como podamos, hasta que la simpatía acabe convirtiéndose en un sentimiento».15
El consejo de Stanislavski parece profético porque los estudios de imagen cerebral realizados al respecto han puesto de relieve que, cuando preguntamos «¿cómo se siente?», se activan los mismos circuitos neuronales que se ponen en marcha cuando preguntamos «¿cómo se siente ella?». Y es que el cerebro reacciona de manera casi idéntica cuando experimentamos nuestros sentimientos y cuando experimentamos los sentimientos de los demás.16
Cuando se nos invita a imitar la expresión facial de infelicidad, miedo o disgusto de alguien y generamos