Los momentos de contagio constituyen un auténtico acontecimiento neuronal y ponen de relieve el vínculo funcional que, trascendiendo las barreras de la piel y del cráneo, une nuestros cerebros. En términos sistémicos podríamos decir que, mientras perdura ese vínculo, los cerebros implicados se “acoplan” de modo que el output de uno se convierte en el input del otro, un feedback intercerebral en el que un cambio en uno de ellos desencadena en el otro el mismo tipo de respuesta.
El cerebro de quienes se hallan así conectados emite y recibe un flujo de señales que, en el caso de discurrir de la manera adecuada, amplifica la resonancia. Este vínculo es precisamente el que facilita la sincronización de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Tengamos en cuenta que, independientemente de que se trate de la alegría y la ternura o, por el contrario, de la ansiedad y el resentimiento, siempre estamos emitiendo y recibiendo estados internos.
La física describe la resonancia como una vibración simpática, es decir, como la tendencia de una parte a acoplarse al ritmo de la otra y provocar así una especie de efecto secundario que amplifica y prolonga la respuesta.
Esta conexión intercerebral se produce de manera automática sin necesidad de prestar ninguna atención especial. Bien podríamos decir que el intento deliberado de imitar a alguien para acercarnos más a él resulta bastante torpe. La mejor coordinación es espontánea y no responde a motivos ocultos ni a la intención consciente de congraciarnos con nadie.4
Esa espontaneidad sólo es posible gracias al concurso de la vía inferior. La amígdala, por ejemplo, sólo necesita treinta y tres milisegundos –y, en ocasiones, diecisiete (menos de dos centésimas de segundo)– para registrar las señales de miedo en el rostro de otra persona.5 Esto pone claramente de manifiesto la extraordinaria velocidad con que opera la vía inferior sin mediación consciente alguna de nuestra parte (aunque podamos sentir la emergencia difusa del desasosiego).
Pero, por más que ignoremos conscientemente el modo en que opera esta sincronización interpersonal, lo cierto es que discurre con gran facilidad gracias a la participación de una clase muy especial de neuronas.
LOS ESPEJOS NEURONALES
Aunque no debía tener más de dos o tres años, todavía conservo muy vivo el siguiente recuerdo. Caminaba con mi madre por el pasillo de la tienda de comestibles cuando una mujer me sonrió con ternura y mi boca esbozó de forma automática una sonrisa. Ese día sentí claramente que mi inesperada sonrisa no procedía de mi interior, sino de fuera, como si mi rostro fuese una simple marioneta movida por hilos invisibles que tiraban de mis músculos.
Hoy en día sé que esa inesperada reacción fue una consecuencia de la actividad de las llamadas “neuronas espejo” de mi joven cerebro. Porque la función de las neuronas espejo consiste precisamente en reproducir las acciones que observamos en los demás y en imitar –o tener el impulso de imitar– sus acciones. En estas neuronas se asienta, en suma, el mecanismo cerebral que explica el viejo dicho «Cuando sonríes, el mundo entero sonríe contigo».
Es muy probable que los grandes senderos de la vía inferior discurran a través de este tipo de neuronas. Hay muchos sistemas de neuronas espejo y, con el paso del tiempo, seguramente se descubrirán muchas más.
Estas neuronas wifi son el fruto de un descubrimiento accidental. El hallazgo se produjo en 1992, cuando los neurocientíficos que estaban cartografiando el mapa del área sensoriomotora del cerebro de un simio utilizaron electrodos tan minúsculos que podían ser implantados para activar una sola neurona y vieron las células que se activaban durante un determinado movimiento.6 La investigación demostró la gran especificidad de las neuronas de esta región, porque algunas de ellas se ponían en funcionamiento cuando el simio cogía algo con sus manos, mientras que otras sólo lo hacían cuando, por el contrario, lo dejaba.
Lo realmente asombroso, sin embargo, sucedió la calurosa tarde en que un auxiliar entró en el laboratorio con un helado de cucurucho. Los científicos se sorprendieron al descubrir la activación de una célula cerebral en el mismo instante en que el simio vio que el auxiliar se acercaba el helado a los labios. Entonces fue cuando se dieron cuenta de la activación de un conjunto diferente de neuronas, en el momento en que el simio simple- mente observaba a otro simio o a uno de los experimentadores haciendo un determinado movimiento.
A ese primer hallazgo de las neuronas espejo en el cerebro de los simios le siguió su descubrimiento en el cerebro humano. En un estudio muy interesante, en el que un electrodo del tamaño de un láser controlaba la activación de una sola neurona en una persona despierta, se observó la excitación de la neurona tanto cuando la persona anticipaba el dolor de un pinchazo como cuando veía que alguien recibía un pinchazo, por ejemplo, en una especie de una instantánea neuronal de los rudimentos de la empatía.7
Muchas neuronas espejo se encuentran en el córtex premotor, que gobierna actividades que van desde el lenguaje hasta el movimiento y la simple intención de actuar. De este modo, el hecho de que se hallen junto a las neuronas motoras implica que las regiones cerebrales desencadenantes de un determinado movimiento pueden verse fácilmente movilizadas por la observación de alguien ejecutando ese mismo movimiento.8 El ensayo mental de una determinada acción –como imaginarnos pronunciando una conferencia o visualizando los delicados movimientos que intervienen en un swing de golf– estimula las mismas neuronas de la corteza premotora que se activan cuando efectivamente pronunciamos una conferencia o ejecutamos ese swing. Desde una perspectiva neurológica, simular un acto es lo mismo que realizarlo sólo que, en el primer caso, la ejecución real se encuentra, por así decirlo, inhibida.9
Las neuronas espejo se activan cuando vemos que alguien, por ejemplo, se rasca la cabeza o se enjuga una lágrima, de modo que parte de la activación neuronal de nuestro cerebro imita la suya. Y esto transmite a nuestras neuronas motoras la información de lo que estamos viendo, permitiéndonos participar en las acciones de otra persona como si fuésemos nosotros quienes realmente las estuviésemos ejecutando.
Son muchos los sistemas de neuronas espejo que alberga el cerebro humano. Algunos se ocupan de imitar las acciones de los demás, mientras que otros se encargan de registrar sus intenciones, interpretar sus emociones o comprender las implicaciones sociales de sus acciones.10 Cuando, por ejemplo, voluntarios que están conectados a una RMNf contemplan un vídeo que muestra el semblante ceñudo o risueño de otra persona, las regiones que se activan en su cerebro son las mismas que operan en la persona que experimenta la emoción aunque, obviamente, no de un modo tan intenso.11
El fenómeno del contagio emocional se asienta en estas neuronas espejo, permitiendo que los sentimientos que contemplamos fluyan a través de nosotros y ayudándonos así a entender lo que está sucediendo y a conectar con los demás. “Sentimos” al otro, en el más amplio sentido de la palabra, experimentando en nosotros los efectos de sus sentimientos, de sus movimientos, de sus sensaciones y de sus emociones.
La habilidad social depende de las neuronas espejo. Por un lado, el hecho de resonar con lo que advertimos que sucede en otra persona nos predispone a dar una respuesta rápida y adaptada. Por otro, las neuronas responden a los más pequeños indicios de la intención de moverse y nos ayudan así a rastrear la motivación que la alienta.12 Y es que el hecho de experimentar las intenciones de los demás –y su motivación– nos proporciona una información socialmente valiosa para aventurar, como camaleones sociales, lo que puede suceder a continuación.
Las neuronas espejo son esenciales en el aprendizaje infantil. Hace ya tiempo que sabemos que el aprendizaje por imitación constituye el principal camino del desarrollo infantil, pero el descubrimiento de las neuronas espejo explica el modo en que los niños pueden aprender a través de la mera observación. Así, la observación va grabando en su cerebro un repertorio de emociones y conductas que le permiten