La amígdala escruta de manera automática y compulsiva a todas las personas con quienes nos relacionamos para saber si podemos o no confiar en ellas. «¿Es seguro acercarse a esta persona?» «¿Es peligroso?» «¿Puedo confiar realmente en ella?» Los pacientes neurológicos que han padecido una grave lesión en la amígdala son incapaces de determinar si pueden o no confiar en alguien y, cuando se les muestra una fotografía de un hombre a quien la gente suele encontrar altamente sospechoso, lo valoran igual que otros en quien casi todos confían.24
El sistema que nos advierte si podemos confiar o no en alguien discurre a través de dos ramales neuronales diferentes, la vía superior y la vía inferior.25 La primera se pone en marcha cuando tratamos de determinar intencionalmente si alguien es merecedor o no de nuestra confianza. Pero, con independencia de lo que pensemos al respecto, la amígdala está operando de continuo bajo el umbral de la conciencia cumpliendo con una función claramente protectora.
EL OCASO DE UN CASANOVA
Giovanni Vigliotto era un auténtico don Juan y su encanto le llevaba de una conquista romántica a otra. Pero lo cierto es que no se trataba de conquistas sucesivas porque, en realidad, Vigliotto estaba casado simultáneamente con varias mujeres.
Nadie sabe con certeza cuántas veces se casó a lo largo de su carrera –porque lo suyo parecía ciertamente una carrera– romántica, pero bien pudo haberlo hecho unas cien veces, porque Vigliotto se ganaba la vida casándose con mujeres ricas. Pero todo concluyó cuando Patricia Gardner, una de sus conquistas, le demandó por bigamia.
El juicio puso de relieve lo que llevó a tantas mujeres a enamorarse de él. Gardner admitió que una de las cosas que más le atrajo de aquel encantador bígamo fue lo que ella denominó el «rasgo sincero» de mirarla directamente a los ojos y sonriendo… aunque lo cierto era que mentía más que un sacamuelas.26
Son muchas las cosas que los expertos de las emociones saben “leer” en la mirada. Según dicen, es muy frecuente que la tristeza, el disgusto y la culpa o la vergüenza nos hagan bajar la mirada, desviarla y bajarla y desviarla, respectivamente. Esto es algo que la mayoría de la gente sabe de manera intuitiva, por ello la sabiduría popular nos indica que un indicio de que alguien está mintiendo es su incapacidad de «mirar directamente a los ojos».
Esto es algo que Vigliotto, como buen estafador, sabía muy bien y era lo suficientemente diestro como para sonreír mirando directamente a los ojos de sus víctimas.
Él estaba tramando algo, pero quizás tenía más que ver con el establecimiento del vínculo que con la mentira. En opinión de Paul Ekman, un experto mundialmente conocido en la detección de la mentira, la mirada que parece decir «debes creer lo que te estoy diciendo» no parece tener mucho que ver con decir o no la verdad.
A lo largo de sus muchos años de estudio sobre la expresión facial de las emociones, Ekman se ha especializado en la detección de la mentira. Su ojo se halla tan adiestrado en el registro de las sutilezas faciales que detecta con facilidad las discrepancias que existen entre la máscara de las emociones fingidas que utiliza una persona y las fugas que expresan lo que realmente está sintiendo.27
Mentir exige la actividad consciente e intencional de lo que denominamos vía superior, que controla los sistemas ejecutivos que mantienen la congruencia entre nuestras palabras y nuestras acciones. En opinión de Ekman, los mentirosos prestan más atención a la elección de sus palabras y censuran lo que dicen, desatendiendo simultáneamente su expresión facial.
La represión de la verdad exige tiempo y esfuerzo mental. Cuando una persona responde a una pregunta con una mentira, su respuesta se inicia un par de segundos después que cuando es sincera, un retardo aparentemente debido al esfuerzo requerido para elaborar la mentira y controlar los canales emocionales y físicos a través de los cuales la verdad puede acabar desvelándose.28
Mentir bien exige concentración, un esfuerzo mental que requiere del concurso de la vía superior. Pero, puesto que la atención es una capacidad limitada, el hecho de mentir –que va acompañado de la inhibición del despliegue involuntario de las emociones que podrían traslucir esa mentira– consume una dosis extra de recursos neuronales del área prefrontal que la deja provisionalmente sin recursos para acometer otra tarea.
Sólo las palabras pueden mentir. Pero el signo más frecuente de que alguien miente tiene que ver con la discrepancia entre sus palabras y su expresión facial, como cuando alguien nos asegura que está “muy bien” mientras el temblor de voz revela claramente la angustia que está experimentando.
«No existe ningún detector de mentiras completamente fiable –me dijo Ekman–. Pero cualquiera puede detectar las situaciones críticas», es decir, los momentos en que las emociones de la persona no coinciden con lo que nos dice verbalmente, indicio de un esfuerzo mental adicional que requiere a gritos una consideración más detenida. Y las razones de esa discrepancia pueden ser muy diversas, desde el simple nerviosismo hasta la más desvergonzada de las mentiras.
Los músculos faciales y la decisión de mentir se hallan controlados, respectivamente, por la vía inferior y por la vía superior. Por eso, cuando estamos contando una mentira nuestro rostro contradice lo que estamos diciendo. A fin de cuentas, la vía superior encubre, mientras que la inferior revela.
Los circuitos de la vía inferior abren muchos caminos al puente neuronal silencioso que conecta nuestros cerebros. Son precisamente ellos los que nos ayudan a eludir los escollos que amenazan nuestras relaciones, contribuyendo a detectar también en quién podemos confiar y a quién debemos evitar… y transmitiendo contagiosamente nuestros sentimientos.
EL AMOR, EL PODER Y LA EMPATÍA
El poder desempeña un papel muy importante en el flujo interpersonal de la emoción. Aunque no sea posible calibrar el poder relativo de los integrantes de una pareja, siempre podemos estimarlo aproximadamente en términos prácticos diciendo que el miembro más poderoso es el que menos esfuerzo debe hacer para cambiar y aproximarse al otro.29 En el caso de una relación amorosa, el miembro más poderoso es el que más influye en el modo en que el otro le siente o se siente a sí mismo y el que más cosas tiene que decir a la hora de tomar decisiones conjuntas sobre cuestiones económicas o aspectos de la vida cotidiana como, por ejemplo, ir o no a una fiesta.
A decir verdad, las parejas suelen repartirse tácitamente el poder y uno, por ejemplo, se ocupa de las cuestiones económicas, mientras que el otro se encarga, pongamos por caso, de la planificación de las relaciones. Por otra parte, y en lo que respecta al dominio global de las emociones, el miembro menos poderoso es el que se ve obligado a realizar los mayores ajustes internos para converger emocionalmente con el otro.
Estos ajustes son más evidentes cuando uno de los miembros asume de manera deliberada una actitud emocionalmente neutra, como sucede en el caso de la psicoterapia. Desde la época de Freud, los psicoterapeutas han advertido que sus cuerpos reproducen las emociones que experimentan sus clientes. No es de extrañar que, cuando un cliente evoque un recuerdo doloroso o se sienta aterrado por un recuerdo traumático, al terapeuta se le hu- medezcan los ojos o experimente en su propio estómago la emergencia del miedo.
Freud señaló que el hecho de conectar con su propio cuerpo proporciona a los psicoanalistas una ventana para asomarse al paisaje emocional de sus clientes. Mientras que la mayoría de la gente puede registrar las emociones que se expresan abiertamente, los grandes psicoterapeutas han aprendido a dar un paso más allá y conectar con matices emocionales que sus pacientes ni siquiera han permitido que aflorasen a su conciencia.30
Casi un siglo después de que Freud descubriese esas sutilezas, los investigadores han empezado a desarrollar un método a fin de detectar los cambios fisiológicos simultáneos que ocurren de continuo durante una