Cada vez que vemos el deseo como deseo, la ira como ira, un hábito como un hábito, una opinión como una opinión, un pensamiento como un pensamiento, un espasmo mental como un espasmo mental o una intensa sensación corporal como una intensa sensación corporal, nos liberamos. Eso es, en suma, todo lo que tenemos que hacer. Ni siquiera debemos renunciar al deseo, basta simplemente con ver y reconocer el deseo como tal. En cualquier momento concreto estamos ejercitando la atención plena o, por el contrario, estamos ejercitando la distracción. Ésta es una perspectiva que puede llevarnos a asumir una mayor responsabilidad por el modo en que, tanto interna como externamente, nos enfrentamos al mundo en todos y cada uno de los instantes, sobre todo si tenemos en cuenta lo poco presentes que nos hallamos en los “momentos intermedios” de nuestra vida.
Así pues, la meditación es, simultáneamente, la actividad más sencilla del mundo (porque no supone nada especial que hacer ni lugar alguno al que ir) y la más compleja (porque nuestro hábito de distracción está tan arraigado que resulta muy difícil que nuestra conciencia lo vea y lo desmantele). El desarrollo y el perfeccionamiento de la conciencia exige método, técnica y esfuerzo para llegar a dominar las facetas más indómitas de la mente que, en ocasiones, la tornan tan opaca e insensata.
Ambos rasgos de la meditación (como la cosa más sencilla y la más complicada del mundo) la convierten en algo que requiere de una gran motivación para ejercitar la presencia plena sin caer en el apego ni la identificación. Pero ¿quién quiere hacer la cosa más difícil del mundo cuando se siente desbordado por más cosas de las que posiblemente nunca pueda ocuparse, cosas importantes, cosas necesarias, cosas a las que uno puede estar muy apegado y que le permiten conseguir lo que quiere, llegar a donde quiere o simplemente hacerlas para eliminarlas de la lista de situaciones pendientes? ¿Para qué meditar cuando precisamente se trata de no hacer nada y el resultado no consiste en lograr algo sino simplemente en estar donde uno ya está? ¿Para qué tendría que no-esforzarme, sobre todo cuando, al parecer, requiere tanto tiempo, tanta energía y tanta atención?
La única respuesta que puedo dar a todas estas preguntas es que las personas que, de una u otra forma, han ejercitado y perseverado en la atención plena durante un largo período de tiempo me han dicho que no podían imaginarse lo que habrían hecho de no haberla practicado. Así de simple… y así de profundo. Y es que uno sólo sabe lo que significa cuando practica y, en caso contrario, no hay modo de saberlo.
También es muy probable que la mayor parte de la gente se vea impelida hacia la práctica de la atención plena debido a la tensión nerviosa, a un tipo u otro de dolor y a la insatisfacción con aspectos de su vida que consideran que pueden corregirse mediante la práctica amable de la observación directa, la investigación y la autocompasión. Y es que, en muchos casos, el estrés y el dolor son puertas de acceso muy valiosas y movilizadoras para emprender la práctica.
También debo añadir que, cuando afirmo que la meditación es el trabajo más difícil del mundo, no estoy siendo del todo exacto, a menos que el lector entienda que no estoy usando el término “trabajo” en su sentido habitual, sino como una especie de juego. Porque la meditación también es, desde otra perspectiva, muy divertida. Por un lado, resulta tan cómico observar el funcionamiento de la mente que sería absurdo tomársela muy en serio. El humor, la diversión y la ausencia de todo indicio de actitud piadosa resultan esenciales para la práctica adecuada de la atención plena. Quizás la educación de un hijo sea la cosa más difícil del mundo, pero ¿acaso es posible, cuando uno es padre, hacer otra cosa?
Recientemente recibí una llamada de un colega médico de cerca de cincuenta años que iba a sufrir una operación de reemplazo de cadera artificial, inhabitual para su edad, para la que previamente se vio obligado a hacerse una resonancia magnética y me dijo lo mucho que le había servido la respiración cuando se vio engullido por la máquina. También me confesó haberse preguntado cómo afrontarían esa difícil situación –que, por cierto, ocurre con cierta frecuencia– los pacientes que no saben nada de la atención plena y no cuentan, en consecuencia, con el apoyo de la respiración.
También me dijo lo mucho que le sorprendió el grado de distracción que advirtió en muchos aspectos durante su permanencia en el hospital. Según dijo, se había sentido sucesivamente privado de su estatus como médico y, lo más importante de todo, de su individualidad y hasta de su identidad, como si no fuera más que el mero objeto de una “atención médica” escasamente atenta y compasiva. Cuidar a alguien requiere empatía y atención, algo cuya ausencia resulta patente en el entorno hospitalario, que es donde más se necesita. No en vano se le llama cuidado de la salud. Es asombroso y lamentable que tengamos que enterarnos de estas cosas cuando un médico se convierte en paciente y necesita atención.
Más allá de la ubicuidad del dolor y de la tensión nerviosa, la motivación más adecuada para practicar la atención plena es muy sencilla, porque cada momento perdido es un momento no vivido. Cada momento perdido hace más probable que perdamos también el siguiente y no lo vivamos de forma consciente, sino que sigamos sumidos –como lamentablemente sucede con mucha frecuencia– en hábitos automáticos de pensamiento, sentimiento y acción. Cuando el pensamiento se halla al servicio de la conciencia, se convierte en el cielo pero, en su ausencia, puede acabar transformándose en el infierno. La falta de atención, pues, no es un simple despiste inocente, insensible y curioso, sino que suele resultar, deliberada o involuntariamente, muy dañina, tanto para uno mismo como para las personas que nos rodean.
Si observamos todos los momentos que hemos vivido inconscientemente, nos daremos cuenta de que la falta de atención tiñe casi todas nuestras decisiones y acciones y de que solemos pasarnos la vida despistados. ¿Acaso vivimos para desaprovechar la vida? Yo prefiero vivir cotidianamente con los ojos bien abiertos y prestando atención a lo que es más importante aunque, en ocasiones, siga dándome cuenta de la fragilidad de mis esfuerzos (cuando pienso que son “míos”) y de la persistencia de unos hábitos automáticos profundamente arraigados (cuando pienso que son “míos”). Me parece mucho más interesante enfrentarme a cada instante como si fuera nuevo, como si se tratase de un nuevo comienzo, volviendo una y otra vez a la conciencia del momento presente y dejando que la perseverancia, amable al tiempo que firme, derivada de la práctica, me mantenga abierto a todo lo que se presente y poder así contemplarlo, aprehenderlo, investigar profundamente en mi interior y aprender todo lo que pueda sobre la naturaleza de la situación presente.
¿Qué más tenemos, en tal caso, que hacer? ¿No les parece que, si no permanecemos despiertos y asentados en nuestro ser, malgastaremos nuestra vida y desaprovecharemos una excelente oportunidad para ser realmente útiles a los demás?
Me parece muy interesante que, de vez en cuando, nos preguntemos lo que, ahora mismo y en este mismo instante, es más importante y que escuchemos muy atentamente la respuesta.
Como dijo Thoreau al final de Waiden: «Ese día sólo amanece para quienes están despiertos».
DIRIGIR Y MANTENER
Una colega que acababa de concluir un retiro de meditación me dijo que, en su opinión, la práctica consiste en dirigir la atención y mantenerla instante tras instante. Yo le respondí a vuelta de correo diciéndole que su comentario me parecía evidente y trivial y también añadí que me parecía desmesuradamente voluntarista, centrado en exceso en la necesidad de hacer algo y en confiar, en consecuencia, en alguien que lo haga. Tardé muchos años en darme cuenta de la importancia de esa comprensión y en considerarla como algo fundamental.
Para respirar no se necesita de “alguien” a quien, de un modo u otro, podamos considerar como “el respirador”, aunque también es cierto que podemos inventar tal noción (“el respirador que, obviamente, debo ser yo está respirando”). Para dirigir y mantener la atención tampoco se requiere de nadie que la dirija y la mantenga, aunque también podemos fabricar la noción artificial de alguien que lo haga, un hábito al que, por cierto, estamos muy acostumbrados. Pero, en realidad, dirigir y mantener la atención es algo que sucede de manera natural cuando nos asentamos y descansamos en la conciencia misma, en lo que podríamos llamar “ser el conocedor”.