Desde el punto de vista relativo y temporal, es necesario realizar lo que el Buda denominaba un “esfuerzo justo” (es decir, un esfuerzo sabio), porque sólo entonces aprenderemos la lección y sabremos de primera mano cómo practicar durante días, semanas, meses, años y hasta décadas. No cabe la menor duda de que, en muchas ocasiones, nos perdemos en la continua agitación del cuerpo y de la mente. Cuando nos sentamos a meditar, a menudo descubrimos que la amplitud de nuestra atención tiene una vida muy breve y resulta difícil de sostener y que, la mayor parte de las veces, nuestra conciencia, independientemente de lo que nos digamos sobre el estado natural y la naturaleza vacía y luminosa de la mente, está turbia, está lejos de ser luminosa y clara, y en consecuencia, los objetos a los que prestamos atención parecen difusos. Resulta esencial, por tanto, recordar la necesidad de permanecer sentados en lugar de saltar apenas nuestra mente se aburre o se agita, resulta esencial recordar la necesidad de volver a prestar atención, una y todas las veces que sea necesario, a la respiración y liberarnos así de la corriente de pensamientos que nos arrastra.
Cuando se haya familiarizado con estas dos descripciones de la meditación, descubrirá que van convirtiéndose en viejos amigos y hasta en aliados. La práctica gradual y, en ocasiones, súbita, trasciende toda noción de ejercicio y de esfuerzo, en cuyo caso, el esfuerzo no será tal, sino un acto de amor. En tal caso, nuestro esfuerzo se convierte en la encarnación del auto-conocimiento y, por el mismo motivo, de la sabiduría, lo que implica una gran diferencia. Somos más de lo que hacemos, porque entre nosotros y la conciencia no hay más diferencia que la que hay entre nosotros y nuestros pies. Jamás nos hemos alejado un ápice de la conciencia.
Pero… los pies de Mikhail Barishnikov y de Martha Graham en su mejor momento no son como los de la gente normal y corriente. Y es que, por más que su naturaleza sea idéntica a la nuestra, sus pies “saben” algo que los nuestros ignoran. Esa similitud y esa diferencia resultan igualmente maravillosas; podemos amarlas y también podemos serlas porque, en esencia, ya lo somos.
¿POR QUÉ DEBEMOS
PRACTICAR?
LA IMPORTANCIA
DE LA MOTIVACIÓN
¿Por qué debemos preocuparnos en meditar si, desde la perspectiva de la meditación –una perspectiva a la que tal vez resulte difícil acostumbrarse–, todo lo que buscamos ya está aquí, si no hay necesidad alguna de conseguir, lograr ni mejorar nada, si uno ya es total y completo y, por ese mismo motivo, también lo es el mundo? ¿Para qué deberíamos cultivar la atención plena? ¿Por qué deberíamos apelar a métodos y técnicas concretas si ninguno de ellos nos lleva a ningún lugar y, como acabamos de decir, los métodos y técnicas no son, en el mejor de los casos, más que un aspecto muy limitado de la práctica?
La respuesta es que si “todo lo que usted busca ya está aquí” no es más que un concepto, un mero concepto, una hermosa idea, posee una capacidad muy limitada de transformación, de revelar la verdad a la que apunta esa afirmación y, finalmente, de cambiar el modo en que uno se comporta y actúa en el mundo.
Yo creo que la meditación formal es, por encima de todo, un acto de amor, un gesto interno bondadoso y amable hacia nosotros mismos y hacia los demás, un gesto del corazón que reconoce nuestra perfección aun en medio de la imperfección más evidente que suponen nuestros defectos, heridas, apegos, humillaciones y persistentes hábitos inconscientes. Es un gesto muy valiente sentarse durante un tiempo y permitirnos estar presentes sin ningún tipo de adornos. Cuando nos detenemos, contemplamos y escuchamos, es decir, cuando prestamos una atención completa y continua a nuestros sentidos, incluida la mente, estamos encarnando lo más sagrado de nuestra vida. Ese gesto, que quizás se manifieste en una determinada postura de meditación formal, aunque también puede expresarse en una actitud más amable y bondadosa con nosotros mismos, unifica inmediatamente la mente y el cuerpo. En cierto sentido, también podríamos decir que ese mismo gesto nos vivifica y nos renueva, porque convierte este instante en algo nuevo, eterno, liberado y completamente abierto. En tales ocasiones, vamos más allá de lo que creemos ser, trascendemos nuestra historia y nuestro incesante pensamiento, por más profundo e importante que, en ocasiones, parezca ser y vemos lo que hay que ver y conocemos de manera inmediata y no conceptual lo que hay que conocer sin necesidad de buscarlo, porque siempre está aquí y ahora. Entonces descansamos en la conciencia, en el conocimiento mismo que, obviamente, también incluye el no-conocimiento; entonces, como veremos una y otra vez, nos convertimos en el conocimiento y en el no-conocimiento. Y puesto que siempre nos hallamos inmersos en la trama y en la urdimbre del universo, este gesto bondadoso de la conciencia carece de límites y no establece separación alguna de los demás seres, no impone fronteras a nuestro corazón y a nuestra mente y no limita nuestro ser, nuestra conciencia ni nuestra sincera presencia. Esto, que puede parecer una idealización es, cuando se lo experimenta, todo lo que hay, la vida expresándose a sí misma, la conciencia estremecida ante el infinito, las cosas tal como son.
Descansar en la conciencia presente implica entregarnos a todos nuestros sentidos, manteniendo al mismo tiempo el contacto con el paisaje interior y con el paisaje exterior como una totalidad inconsútil y, en consecuencia, permaneciendo también en contacto con el despliegue total de la vida que nos permite encontrarnos a nosotros mismos, tanto interna como externamente, en cualquier momento y en cualquier lugar.
El maestro zen, instructor de la atención plena, poeta y pacifista vietnamita Thich Nhat Hahn señala –muy acertadamente, por otra parte– que una de las razones por la que podríamos querer practicar la atención plena es que nos pasamos la mayor parte del tiempo practicando inconscientemente su opuesto. No olvidemos que cada vez que nos enfadamos ejercitamos y reforzamos el hábito del enfado hasta el punto de que, cuando las cosas se ponen realmente mal, decimos que nos ponemos rojos de ira, lo que significa que no vemos exactamente lo que está ocurriendo hasta el punto de que bien podríamos decir que, en ese momento al menos, hemos “perdido” nuestra mente. Por el mismo motivo, cada vez que nos ensimismamos, no nos damos cuenta de las cosas o nos sentimos ansiosos, ejercitamos y reforzamos la capacidad de ensimismarnos, de tornarnos inconscientes y de estar ansiosos, respectivamente, porque, como dice el refrán, “la práctica hace el músculo”. Si no somos conscientes de la ira, del ensimismamiento, del aburrimiento o de cualquier otro estado mental que pueda desbordarnos, acabaremos consolidando las redes sinápticas del sistema nervioso en que se asienta nuestra conducta y nuestros hábitos condicionados inconscientes de los que, por más cuenta que nos demos de lo que está sucediendo, cada vez nos resulta más difícil desenredarnos. Cada vez que nos dejamos arrastrar por un deseo, por una emoción, por un impulso, por una idea o por una opinión no examinados acabamos instantáneamente presos de una reacción automática, ya se trate del hábito de retirarnos o distanciarnos (como sucede en los casos de la depresión o la tristeza) o de explotar y vernos emocionalmente “secuestrados” por nuestros sentimientos (como sucede en los casos de la ansiedad o de la ira). Esos momentos siempre van acompañados de una contracción corporal y mental.
Pero –y hay que decir que se trata de un gran “pero”– también disponemos, cuando cobramos conciencia de ello, de la posibilidad de no caer en la reacción automática o de recuperarnos más rápidamente de ella. Porque lo único que nos ata a nuestras reacciones automáticas y a sus desagradables