Torquemada en la cruz. Benito Perez Galdos. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Benito Perez Galdos
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664128706
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melancólica que tenía por peana un sillón negro. Hondísima impresión hizo en Torquemada la vista del joven sin vista, y la soberana tristeza de su noble aspecto, la resignación dulce y discreta de aquella imagen, á la cual no era posible acercarse sin cierto respeto religioso.

       Índice

      Imagen dije, y no me vuelvo atrás; pues con los santos de talla, mártires jóvenes ó Cristos guapos en oración, tenía indudable parentesco de color y líneas. Completaban esta semejanza la absoluta tranquilidad de su postura, la inercia de sus miembros, la barbita de color castaño, rizosa y suave, que parecía más obscura sobre el cutis blanquísimo de nítida cera; la belleza, más que afeminada, dolorida y mortuoria, de sus facciones, y el no ver, el carecer de alma visible, ó sea mirada.

      —Ya me han dicho las señoras que...—balbució el visitante, entre asombrado y conmovido.—Pues... digo que es muy sensible que usted perdiera el órgano... ¡Pero quién sabe!... Buenos médicos hay que...

      —¡Ah!, señor mío—dijo el ciego con una voz melodiosa y vibrante que estremecía,—le agradezco sus consuelos, que desgraciadamente llegan cuando ya no hay aquí ninguna esperanza que los reciba.

      Siguió á esto una pausa, á la cual puso término Fidela entrando con una taza de caldo, que su hermano acostumbraba tomar á aquella hora. Torquemada no había soltado aún la mano del ciego, blanca y fina como mano de mujer, de una pulcritud extremada.

      —Todo sea por Dios—dijo el avaro entre un suspiro y un bostezo. Y rebuscando en su mente con verdadera desesperación una frase del caso, tuvo la dicha de encontrar ésta:—En su desgracia, pues..., la suerte le ha desquitado dándole estas dos hermanitas tan buenas que tanto le quieren...

      —Es verdad. Nunca es completo el mal, como no es completo el bien—aseguró Rafael volviendo la cara hacia donde le sonaba la voz de su interlocutor.

      Cruz enfriaba el caldo, pasándolo de la taza al plato y del plato á la taza. D. Francisco, en tanto, admiraba lo limpio que estaba Rafael, con su americana ó batín de lana clara, pantalón obscuro y zapatillas rojas, admirablemente ajustadas á la medida del pie. El señorito del Águila mereció en su tiempo, que era un tiempo no muy remoto, fama de muchacho guapo, uno de los más guapos de Madrid. Lució por su elegancia y atildada corrección en el vestir, y después de quedarse sin vista, cuando por ley de lógica parecía excusada é inútil toda presunción, sus bondadosas hermanas no querían que dejase de vestirse y acicalarse como en los tiempos en que podía gozar de su hermosura ante el espejo. Era en ellas como un orgullo de familia el tenerle aseado y elegante, y si no hubieran podido darse este gusto entre tantas privaciones, no habrían tenido consuelo. Cruz ó Fidela le peinaban todas las mañanas con tanto esmero como para ir á un baile; le sacaban cuidadosamente la raya, procurando imitar la disposición que él solía dar á sus bonitos cabellos; le arreglaban la barba y bigote. Gozaban ambas en esta operación, conociendo cuán grata era para él la toilette minuciosa, como recuerdo de su alegre mocedad; y al decir ellas «¡qué bien estás!», sentían un goce que se comunicaba á él, y de él á ellas refluía, formando un goce colectivo.

      Fidela le lavaba y perfumaba las manos diariamente, cuidándole las uñas con un esmero exquisito, verdadera obra maestra de su paciencia cariñosa. Y para él, en las tinieblas de su vida, era consuelo y alegría sentir la frescura de sus manos. En general, la limpieza le compensaba hasta cierto punto de la obscuridad. ¿El agua sustituyendo á la luz? Ello podría ser un disparate científico; pero Rafael encontraba alguna semejanza entre las propiedades de uno y otro elemento.

      Ya he dicho que era el tal una figura delicada y distinguidísima, cara hermosa, manos cinceladas, pies de mujer, de una forma intachable. La idea de que su hermano, por estar ciego y no salir á la calle, tuviese que calzar mal, sublevaba á las dos damas. La pequeñez bonita del pie de Rafael era otro de los orgullos de raza, y antes se quitaran ellas el pan de la boca, antes arrostrarían las privaciones más crueles que consentir en que se desluciera el pie de la familia. Por eso le habían hecho aquellas elegantísimas zapatillas de tafilete, exigiendo al zapatero todos los requisitos del arte. El pobre ciego no veía sus pies tan lindamente calzados; pero se los sentía, y esto les bastaba á ellas, sintiendo al unísono con él en todos los actos de la existencia.

      No le ponían camisa limpia diariamente, porque esto no era posible en su miseria; y además no lo necesitaba, pues su ropa permanecía días y semanas en perfecta pulcritud sobre aquel cuerpo santo; pero aun no siendo preciso, le mudaban con esmero..., y cuidado con ponerle siempre la misma corbata. «Hoy te pones la azul de rayas—decía con candorosa seriedad Fidela,—y el anillo de la turquesa.» Él contestaba que sí, y á veces manifestaba una preferencia bondadosa por otra corbata, tal vez porque así creía complacer más á sus hermanas.

      El esmerado aseo del infeliz joven no fué la menor admiración de D. Francisco en aquella casa, en la cual no escaseaban los motivos de asombro. Nunca había visto él casa más limpia. En los suelos, alfombrados tan sólo á trozos, se podía comer; en las paredes no se veía ni una mota de suciedad; los metales echaban chispas... ¡Y tal prodigio era realizado por personas que, según expresión de doña Lupe, no tenían más que el cielo y la tierra! ¿Qué milagros harían para mantenerse?... ¿De dónde sacaban el dinero para la compra? ¿Tendrían trampas? ¡Con qué artes maravillosas estirarían la triste peseta, el tristísimo perro grande ó chico! ¡Había que verlo, había que estudiarlo y meterse hasta el cuello en aquella lección soberana de la vida! Todo esto lo pensaba el prestamista, mientras Rafael se tomaba el caldo después de ofrecerle.

      —¿Quiere usted, D. Francisco, un poquito de caldo?—le dijo Cruz.

      —¡Oh, no! Gracias, señora.

      —Mire usted que es bueno... Es lo único bueno de nuestra cocina de pobres...

      —Gracias... Se lo estimo...

      —Pues vino no podemos ofrecerle. Á éste no le sienta bien, y nosotras no lo gastamos por mil y quinientas razones, de las cuales con que usted comprenda una sola, basta.

      —Gracias, señora doña Cruz. Tampoco yo bebo vino más que los domingos y fiestas de guardar.

      —¡Vea usted qué cosa tan rara!—dijo el ciego.—Cuando perdí la vista, tomé en aborrecimiento el vino. Podría creerse que el vino y la luz eran hermanos gemelos, y que á un tiempo, por un solo movimiento de escape, huían de mí.

      Fáltame decir que Rafael del Águila seguía en edad á su hermana Cruz. Había pasado de los treinta y cinco años; mas la ceguera, que le atacó el 83, y la inmovilidad y tristeza consiguientes parecían haber detenido el curso de la edad, dejándole como embalsamado, con su representación indecisa de treinta años, sin lozanía en el rostro, pero también sin canas ni arrugas, la vida como estancada, suspensa, semejando en cierto modo á la inmovilidad insana y verdosa de aguas sin corriente.

      Gustaba el pobre ciego de la amenidad en la conversación. Narraba con gracejo cosas de sus tiempos de vista, y pedía informes de los sucesos corrientes. Algo hablaron aquel día de doña Lupe; pero Torquemada no se interesó poco ni mucho en lo que de su amiga se dijo, porque embargaban su espíritu las confusas ideas y reflexiones sobre aquella casa y sus tres moradores. Habría deseado explicarse con las dos damas, hacerles mil preguntas, sacarles á tirones del cuerpo sus endiablados secretos económicos, que debían de constituir toda una ley, algo así como la Biblia, un código supremo, guía y faro eterno de pobres vergonzantes.

      Aunque bien conocía el avaro que se prolongaba más de la cuenta la visita, no sabía cómo cortarla, ni en qué forma desenvainar el pagaré y los dineros, pues esto, sin saber por qué, se le representaba como un acto vituperable, equivalente á sacar un revólver y apuntar con él á las dos señoras del Águila. Nunca había sentido tan vivamente la cortedad del negocio, que esto y no otra cosa era su perplejidad; siempre embistió con ánimo tranquilo y conciencia firme de su derecho á los que por fas ó por nefas necesitaban de su auxilio para salir de apuros. Dos ó tres veces