—¿Qué importa que yo las vea en traje de mecánica, si ya sé que son damas y muy requetedamas?—argumentó D. Francisco, que á cada nuevo incidente se iba desentumeciendo de aquel temor que le paralizaba.—Señorita Fidela, por muchos años... ¡Si está muy bien así!... Las buenas mozas no necesitan perfiles...
—¡Oh!, perdone usted—dijo la Águila menor toda vergonzosa y confusa.—Mi hermana es así: ¡hacerme salir en esta facha..., con unas botas viejas de mi hermano, este mandil... y sin peinarme!
—Soy de confianza, y conmigo, ¡cuidado!, con Francisco Torquemada no se gastan cumplidos... ¿Y qué tal? ¿Usted buena? ¿Toda la familia buena? Lo que digo, la salud es lo primero, y en habiendo salud todo va bien. Pienso, de conformidad con ustedes, que no hay chinchorrería como el tener criadas, generalmente puercas, enredadoras, golosas, y siempre, siempre soliviantadas con los malditos novios.
Á todas éstas no le quitaba ojo á la cocinerita, que era una preciosa miniatura. Mucho más joven que su hermana, el tipo aristocrático presentaba en ella una variante harto común. Sus cabellos rubios, su color anémico, el delicado perfil, la nariz de caballete y un poquito larga, la boca limpia, el pecho de escasísimo bulto, el talle sutil, denunciaban á la señorita de estirpe, pura sangre, sin cruzamientos que vivifican, enclenque de nacimiento y desmedrada luego por una educación de estufa. Todo esto y algo más se veía bajo aquel humilde empaque de fregona, que más bien parecía invención de chicos que juegan á las máscaras.
Como la pobre niña (no tan niña ya, pues frisaba en los veintisiete) no se había penetrado aún de aquel dogma de la desgracia que prescribe el desprecio de toda presunción, esfuerzo grande le costaba el presentarse en tal facha ante personas desconocidas. Tardó bastante en aplomarse delante de Torquemada, el cual, acá para inter nos, le pareció un solemne ganso.
—El señor—indicó la hermana mayor—era grande amigo de doña Lupe.
—¡Pobrecita! ¡Qué cariño nos tomó!—dijo Fidela, sentándose en la silla más próxima á la puerta y escondiendo sus pies tan mal calzados.—Cuando Cruz trajo la noticia de que había muerto la pobre señora, ¡sentí una aflicción...! ¡Dios mío!, nos vimos más desamparadas en aquel instante, más solas... La última esperanza, el último cariño se nos iban también, y me pareció ver allá, allá lejos una mano arrugadita que nos hacía... (doblando los dedos á estilo de despedida infantil) así, así...
—Pues ésta—pensó el avaro, de admiración en admiración—también se explica. ¡Ñales!, ¡qué par de picos de oro!
—Pero Dios no nos desampara—afirmó Cruz denegando expresivamente con su dedo índice,—y dice que no, que no, que no nos quiere desamparar, aunque el mundo entero en ello se empeñe.
—Y cuando nos vemos más solas, más rodeadas de tinieblas, asoma un rayito de sol, que va entrando, entrando, y...
—Esto va conmigo. Yo soy ese sol...—dijo para su sayo Torquemada; y en alta voz:—Sí, señoras, pienso lo mismo. La suerte protege al que trabaja... ¡Vaya, que esta señorita tan delicada meterse en el materialismo de una cocina!
—Y lo peor es que no sirvo—dijo Fidela.—Gracias que ésta me enseña...
—¡Ah! ¿La enseña doña Cruz?... ¡Qué bien!
—No, no quiere decir esto que yo aprenda... Empieza ella por no ser una eminencia ni mucho menos. Yo me aplico, eso sí; ¡pero soy muy distraída y hago cada barbaridad...!
—Bueno, ¿y qué?—indicó la mayor en tono festivo.—Como no cocinamos para huéspedes exigentes, como esto no es hotel y sólo tenemos que gustarnos á nosotras mismas, cuantas faltas se cometan están de antemano perdonadas.
—Y una vez porque sale crudo, otras porque sale quemado, ello es que siempre tenemos diversión en la mesa.
—Y en fin, que nos resulta una salsa con que no contamos: la alegría.
—Que no se compra en ninguna tienda—dijo Torquemada muy gozoso de haber comprendido la figura.—Justo y cabal. Que me den á mí esa salsa, y le meto el diente á todas las malas comidas de la cristiandad. Pero usted, señorita Fidela, dice que guisa mal por modestia... ¡Ah!, ya quisieran más de cuatro...
—No, no; lo hago malditamente. Y puede usted creerme—añadió con la expresión viva, que era quizás la más visible semejanza que tenía con Cruz,—puede usted creerme que me gustaría mucho cocinar bien; pero muchísimo. Sí, sí; el arte culinario paréceme un arte digno del mayor respeto, y que debe estudiarse por principios y practicarse con seriedad.
—¡Como que debiera ser parte principal de la educación!—afirmó Cruz del Águila.
—Lo que digo—apuntó Torquemada:—debieran poner en las escuelas una clase de guisado... Y que las niñas, en vez de tanto piano y tanto bordado de zapatillas, aprendieran á poner bien un arroz á la vizcaína ó un atún á la marinera.
—Apruebo.
—Y yo.
—Conque...—murmuró el prestamista golpeando con ambas manos los brazos del sillón, manera ruda y lacónica de expresar lo siguiente:—Señoras mías, bastante tiempo hemos perdido en la parlamenta. Vamos ahora al negocio...
—No, no; no venga usted con prisas—dijo la mayor, risueña, alardeando de una confianza que trastornó más al hombre.—¿Qué tiene usted que hacer ahora? Nada. No le dejamos salir de aquí sin que conozca á nuestro hermano.
—Con sumísimo gusto... No faltaba más. Como prisa, no la hay. Es que no quisiera molestar...
—De ningún modo.
Fidela fué la primera que se levantó, diciendo: «No puedo descuidarme. Dispénseme.»
Y se fué presurosa, dejando á su hermana en situación conveniente para hacerle el panegírico.
—Es un ángel de Dios. Por la diferencia de edad, que no es menor de doce años, soy para ella, más que hermana mayor, una madre. Hija y madre somos, hermanas, amiguitas, pues el cariño que nos une no sólo es grande por lo intenso, Sr. D. Francisco, sino por la extensión...; no sé si me explico...
—Comprendido—indicó Torquemada quedándose á obscuras.
—Quiero decir que la desgracia, la necesidad, la misma bravura con que Fidela y yo luchamos por la vida, ha dado á nuestro cariño ramificaciones...
—Ramificaciones..., justo.
—Y por mucho que usted aguce su entendimiento, Sr. D. Francisco, ya tan agudo, no podrá tener idea de la bondad de mi hermana, de la dulzura de su carácter. ¡Y con qué mansedumbre cristiana se ha sometido á estas duras pruebas de nuestro infortunio! En la edad en que las jóvenes gustan de los placeres del mundo, ella vive resignada y contenta en esta pobreza, en esta obscuridad. Me parte el alma su abnegación, que parece una forma de martirio. Crea usted que si á costa de sufrimientos mayores aún de los que llevo sobre mí pudiera yo poner á mi pobre hermana en otra esfera, lo haría sin vacilar. Su modestia es para esta triste casa el único bien que quizás poseemos hoy; pero es también un sacrificio, consumado en silencio para que resulte más grande y meritorio, y la verdad, quisiera yo compensar de algún modo este sacrificio... Pero... (confusa) no sé lo que digo..., no puedo expresarme. Dispénseme si le doy un poquito de matraca. Mi cabeza es un continuo barajar de ideas. ¡Ay, la desgracia me obliga á discurrir tanto, pero tanto, que yo creo que me crece la cabeza, sí!... Tengo por seguro que con el ejercicio del pensar se desarrolla el cráneo, por la hinchazón de todo el oleaje que hay dentro... (Riendo.) Sí, sí... Y también es indudable que no tenemos derecho á marear á nuestros amigos... Dispénseme, y venga á ver á mi hermano.
Camino del cuarto del ciego Torquemada no abrió el pico, ni nada hubiera podido decir aunque quisiera, porque la elocuencia de la noble señora le fascinaba, y la fascinación le volvía tonto,