A diferencia de la tradición hebrea –pensemos en la cabalística o la hermenéutica y su tipificación escritural, totalmente centrada en la lectura e interpretación de las escrituras–, cuyo contenido de verdad se presenta en un formato más literario, más intensamente narratológico, el propio de la tradición cristiana es, en cambio, mucho más pictorial. Su hermanamiento con el desarrollo de la pintura –como práctica dominante de la organización de la visualidad y sus representaciones– en Occidente no es, entonces, ni podría nunca ser considerado, anecdótico o circunstancial. Diría que, en efecto, existe un lazo muy estrecho, una alianza muy fuerte, entre el asentamiento de la religión cristiana como relato de verdad dominante (para una cierta tradición, claro está, para un proyecto civilizatorio) y el de la pintura como práctica dominante de organización y regulación de los imaginarios públicos –que tienen en las iglesias el escenario (la esfera pública, diríamos ahora) principal, si no único, en que se prefiguran y conforman como tales los imaginarios colectivos, socializados–. Es más: es posible que en esa apropiación de los recursos escópicos y figurales resida no sólo toda la modernidad del cristianismo (y no olvidemos que las comunidades cristianas fueron las primeras en designarse a sí mismas como modernas, tal como Jauss nos ha recordado en su reconstrucción de la misma genealogía de la idea de modernidad) sino incluso toda su fuerza política, el potencial que le permite llegar a constituirse como discurso hegemónico en la historia de la humanidad con tanta fuerza, persistente a lo largo de tantos siglos.
Pero aún diré algo más que acaso explicaría la enorme fuerza de ese lazo y esa complicidad inextricable entre religión (cristiana) y pintura, figuralidad, imagen: que, en cierta forma, el mensaje último que es objeto de revelación para el cristianismo (un mensaje que está relacionado con su promesa de vida eterna, de resurrección, con todo aquello que constituye el núcleo mismo de su exposición de cómo concibe la verdadera vida del espíritu) tiene en el orden de la imagen, de lo visible, su recurso de valor de verdad más alto. Algunos de los episodios que siguen a la resurrección del Cristo –el noli me tangere[2], por ejemplo, referido al cuerpo glorioso de la resurrección que, ya puro espíritu, no es para ser «tocado» sino únicamente presenciado, visto; o la manifestación que de la falta de la fe adecuada demuestra Tomás al querer hundir su dedo en las llagas (como si el ojo no le bastara)– podrían valernos como episodios valiosos a modo de ejemplo, de caso de estudio. No es casual tampoco que la forma habitual de representación que se asigna a la sabiduría divina sea la forma del ojo omnisciente: para la religión cristiana, el saber más alto, el saber revelado o revelable, es del orden de lo visual, la omnisciencia de su dios es omnividencia, el saber más central que constituye su objeto de dogma se refiere a algo que puede ser visto pero no escuchado, algo que puede ser mostrado pero no dicho (tal vez como la definición propia de lo místico en el Tractatus de Wittgenstein, en efecto), algo que, en definitiva, está más alládel lenguaje. Y en ese más allá del lenguaje está justamente la afirmación de lo que acontece, como algo de cuya naturaleza el ver, lo escópico, otorga dato y fuerza de verdad última.
Es el cristianismo, resumiendo, el que es rotundamente ocularcéntrico. Provenimos de una tradición que carga de fuerza de creencia –de poder teológico– a las imágenes, porque el núcleo de fe de la que tanto tiempo ha constituido su narrativa de saber central, el cristianismo, tiene puesto el corazón secreto de su dogma principal de definición de lo verdadero del lado del más alto valor del orden de lo visible, más allá de lo decible, del logos. La fuerza de la asociación entre cristianismo y pintura tomaría, entonces, toda su potencia de ello, y habría que reconocer consecuentemente que la del arte es, por tanto, una tradición radicalmente inseparable de la de la religión cristiana y su proyecto civilizatorio, colonizador, ecuménico. No sólo inseparable de ella, podemos añadir, sino condicionada además a darse bajo la prefiguración de la forma de una experiencia de culto, dogmático-aurática. Eso explica, además, la tremenda fuerza de desestabilización que para la noción de arte occidental conlleva el encontronazo poscolonial, a favor de algo –la cultura visual– que para esas otras culturas no viene ya cargado de similar fuerza dogmática, teológica. Y la no menor que tiene la aparición de las tecnologías de la reproductibilidad y el ojo técnico –la opticalidad inconsciente, digamos–: bajo su impacto, se hace cada vez más difícil sostener el modo de la experiencia de lo artístico bajo ese régimen cultual –y ello conlleva inevitablemente un alejamiento, acaso a favor de un proceso de secularización creciente, de la forma-arte de sus originales usos y predicamentos simbólicos. Y, en cierta forma, el debilitamiento creciente de la propia fuerza de creencia que es característica de las imágenes.
[1] La expresión, tomada del título de una obra de Paul Éluard (1950).
[2] Sobre el que Jean-Luc Nancy (2006) ha escrito páginas tremendamente esclarecedoras.
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