Mirando por la abierta ventana, y haciéndose una pantalla con la mano, Julián divisó a Perucho, que, sin sombrero, con la cabeza al sol, arrojaba piedras al estanque.
—Lo que no sucede en un año sucede en un día, Sabel—advirtió gravemente el capellán—. ¡No debe consentir que le emborrachen al chiquillo: es un vicio muy feo, hasta en los grandes, cuanto más en un inocente así! ¿Para qué le aguanta a Primitivo que le dé tanta bebida? Es obligación de usted el impedirlo.
Sabel fijaba pesadamente en Julián sus azules pupilas, siendo imposible discernir en ellas el menor relámpago de inteligencia o de convencimiento. Al fin articuló con pausa:
—Yo qué quiere que le haga.... No me voy a reponer contra mi señor padre.
Julián calló un momento atónito. ¡De modo que quien había embriagado a la criatura era su propio abuelo! No supo replicar nada oportuno, ni siquiera lanzar una exclamación de censura. Llevóse la taza a la boca para encubrir la turbación, y Sabel, creyendo terminado el coloquio, se retiraba despacio, cuando el capellán le dirigió una pregunta más.
—¿El señor marqués anda ya levantado?
—Sí, señor.... Debe estar por la huerta o por los alpendres.
—Haga el favor de llevarme allí—dijo Julián levantándose y limpiándose apresuradamente los labios sin desdoblar la servilleta.
Antes de dar con el marqués, recorrieron el capellán y su guía casi toda la huerta. Aquella vasta extensión de terreno debía haber sido en otro tiempo cultivada con primor y engalanada con los adornos de la jardinería simétrica y geométrica cuya moda nos vino de Francia. De todo lo cual apenas quedaban vestigios: las armas de la casa, trazadas con mirto en el suelo, eran ahora intrincado matorral de bojes, donde ni la vista más lince distinguiría rastro de los lobos, pinos, torres almenadas, roeles y otros emblemas que campeaban en el preclaro blasón de los Ulloas; y, sin embargo, persistía en la confusa masa no sé qué aire de cosa plantada adrede y con arte. El borde de piedra del estanque estaba semiderruido, y las gruesas bolas de granito que lo guarnecían andaban rodando por la hierba, verdosas de musgo, esparcidas aquí y acullá como gigantescos proyectiles en algún desierto campo de batalla. Obstruido por el limo, el estanque parecía charca fangosa, acrecentando el aspecto de descuido y abandono de la huerta, donde los que ayer fueron cenadores y bancos rústicos se habían convertido en rincones poblados de maleza, y los tablares de hortaliza en sembrados de maíz, a cuya orilla, como tenaz reminiscencia del pasado, crecían libres, espinosos y altísimos, algunos rosales de variedad selecta, que iban a besar con sus ramas más altas la copa del ciruelo o peral que tenían enfrente. Por entre estos residuos de pasada grandeza andaba el último vástago de los Ulloas, con las manos en los bolsillos, silbando distraídamente como quien no sabe qué hacer del tiempo. La presencia de Julián le dio la solución del problema. Señorito y capellán emparejaron y alabando la hermosura del día, acabaron de visitar el huerto al pormenor, y aun alargaron el paseo hasta el soto y los robledales que limitaban, hacia la parte norte, la extensa posesión del marqués. Julián abría mucho los ojos, deseando que por ellos le entrase de sopetón toda la ciencia rústica, a fin de entender bien las explicaciones relativas a la calidad del terreno o el desarrollo del arbolado; pero, acostumbrado a la vida claustral del Seminario y de la metrópoli compostelana, la naturaleza le parecía difícil de comprender, y casi le infundía temor por la vital impetuosidad que sentía palpitar en ella, en el espesor de los matorrales, en el áspero vigor de los troncos, en la fertilidad de los frutales, en la picante pureza del aire libre. Exclamó con desconsuelo sincerísimo:
—Yo confieso la verdad, señorito.... De estas cosas de aldea, no entiendo jota.
—Vamos a ver la casa—indicó el señor de Ulloa—. Es la más grande del país—añadió con orgullo.
Mudaron de rumbo, dirigiéndose al enorme caserón, donde penetraron por la puerta que daba al huerto, y habiendo recorrido el claustro formado por arcadas de sillería, cruzaron varios salones con destartalado mueblaje, sin vidrios en las vidrieras, cuyas descoloridas pinturas maltrataba la humedad, no siendo más clemente la polilla con el maderamen del piso. Pararon en una habitación relativamente chica, con ventana de reja, donde las negras vigas del techo semejaban remotísimas, y asombraban la vista grandes estanterías de castaño sin barnizar, que en vez de cristales tenían enrejado de alambre grueso. Decoraba tan tétrica pieza una mesa-escritorio, y sobre ella un tintero de cuerno, un viejísimo bade de suela, no sé cuántas plumas de ganso y una caja de obleas vacía.
Las estanterías entreabiertas dejaban asomar legajos y protocolos en abundancia; por el suelo, en las dos sillas de baqueta, encima de la mesa, en el alféizar mismo de la enrejada ventana, había más papeles, más legajos, amarillentos, vetustos, carcomidos, arrugados y rotos; tanta papelería exhalaba un olor a humedad, a rancio, que cosquilleaba en la garganta desagradablemente. El marqués de Ulloa, deteniéndose en el umbral y con cierta expresión solemne, pronunció:
—El archivo de la casa.
Desocupó en seguida las sillas de cuero, y explicó muy acalorado que aquello estaba revueltísimo-aclaración de todo punto innecesaria—y que semejante desorden se debía al descuido de un fray Venancio, administrador de su padre, y del actual abad de Ulloa, en cuyas manos pecadoras había venido el archivo a parar en lo que Julián veía....
—Pues así no puede seguir—exclamaba el capellán—. ¡Papeles de importancia tratados de este modo! Hasta es muy fácil que alguno se pierda.
—¡Naturalmente! Dios sabe los desperfectos que ya me habrán causado, y cómo andará todo, porque yo ni mirarlo quiero.... Esto es lo que usted ve: ¡un desastre, una perdición! ¡Mire usted..., mire usted lo que tiene ahí a sus pies! ¡Debajo de una bota!
Julián levantó el pie muy asustado, y el marqués se bajó recogiendo del suelo un libro delgadísimo, encuadernado en badana verde, del cual pendía rodado sello de plomo. Tomólo Julián con respeto, y al abrirlo, sobre la primera hoja de vitela, se destacó una soberbia miniatura heráldica, de colores vivos y frescos a despecho de los años.
—¡Una ejecutoria de nobleza!—declaró el señorito gravemente.
Por medio de su pañuelo doblado, la limpiaba Julián del moho, tocándola con manos delicadas. Desde niño le había enseñado su madre a reverenciar la sangre ilustre, y aquel pergamino escrito con tinta roja, miniado, dorado, le parecía cosa muy veneranda, digna de compasión por haber sido pisoteada, hollada bajo la suela de sus botas. Como el señorito permanecía serio, de codos en la mesa, las manos cruzadas bajo la barba, otras palabras del señor de la Lage acudieron a la memoria del capellán: «Todo eso de la casa de mi sobrino debe ser un desbarajuste.... Haría usted una obra de caridad si lo arreglase un poco». La verdad es que él no entendía gran cosa de papelotes, pero con buena voluntad y cachaza....
—Señorito—murmuró—, ¿y por qué no nos dedicamos a ordenar esto como Dios manda? Entre usted y yo, mal sería que no acertásemos. Mire usted, primero apartamos lo moderno de lo antiguo; de lo que esté muy estropeado se podría hacer sacar copia; lo roto se pega con cuidadito con unas tiras de papel transparente....
El proyecto le pareció al señorito de perlas. Convinieron en ponerse al trabajo desde la mañana siguiente. Quiso la desgracia que al otro día Primitivo descubriese en un maizal próximo un bando entero de perdices entretenido en comerse la espiga madura. Y el marqués se terció la carabina y dejó para siempre jamás amén a su capellán bregar con los documentos.
-IV-
Y el capellán lidió con ellos a brazo partido, sin tregua, tres o cuatro horas todas las mañanas. Primero limpió, sacudió, planchó sirviéndose de la palma de la mano, pegó papelitos de cigarro a fin