—Los chupa, los chupa—afirmó el abad.
—No señor; no señor.... Es capaz de morirse el pequeño.... He oído que el vino es un veneno para las criaturas.... Lo que tendrá será hambre.
—Sabel, que coma el chiquillo—ordenó imperiosamente el marqués, dirigiéndose a la criada.
Ésta, silenciosa e inmóvil durante la anterior escena, sacó un repleto cuenco de caldo, y el niño fue a sentarse en el borde del lar, para engullirlo sosegadamente.
En la mesa, los comensales mascaban con buen ánimo. Al caldo, espeso y harinoso, siguió un cocido sólido, donde abundaba el puerco: los días de caza, el imprescindible puchero se tomaba de noche, pues al monte no había medio de llevarlo. Una fuente de chorizos y huevos fritos desencadenó la sed, ya alborotada con la sal del cerdo. El marqués dio al codo a Primitivo.
—Tráenos un par de botellitas.... De el del año 59.
Y volviéndose hacia Julián, dijo muy obsequioso:
—Va usted a beber del mejor tostado que por aquí se produce.... Es de la casa de Molende: se corre que tienen un secreto para que, sin perder el gusto de la pasa, empalague menos y se parezca al mejor jerez.... Cuanto más va, más gana: no es como los de otras bodegas, que se vuelven azúcar.
—Es cosa de gusto—aseveró el abad, rebañando con una miga de pan lo que restaba de yema en su plato.
—Yo—declaró tímidamente Julián—poco entiendo de vinos.... Casi no bebo sino agua.
Y al ver brillar bajo las cejas hirsutas del abad una mirada compasiva de puro desdeñosa, rectificó:
—Es decir... con el café, ciertos días señalados, no me disgusta el anisete.
—El vino alegra el corazón.... El que no bebe, no es hombre—pronunció el abad sentenciosamente.
Primitivo volvía ya de su excursión, empuñando en cada mano una botella cubierta de polvo y telarañas. A falta de tirabuzón, se descorcharon con un cuchillo, y a un tiempo se llenaron los vasos chicos traídos ad hoc. Primitivo empinaba el codo con sumo desparpajo, bromeando con el abad y el señorito. Sabel, por su parte, a medida que el banquete se prolongaba y el licor calentaba las cabezas, servía con familiaridad mayor, apoyándose en la mesa para reír algún chiste, de los que hacían bajar los ojos a Julián, bisoño en materia de sobremesas de cazadores. Lo cierto es que Julián bajaba la vista, no tanto por lo que oía, como por no ver a Sabel, cuyo aspecto, desde el primer instante, le había desagradado de extraño modo, a pesar o quizás a causa de que Sabel era un buen pedazo de lozanísima carne. Sus ojos azules, húmedos y sumisos, su color animado, su pelo castaño que se rizaba en conchas paralelas y caía en dos trenzas hasta más abajo del talle, embellecían mucho a la muchacha y disimulaban sus defectos, lo pomuloso de su cara, lo tozudo y bajo de su frente, lo sensual de su respingada y abierta nariz. Por no mirar a Sabel, Julián se fijaba en el chiquillo, que envalentonado con aquella ojeada simpática, fue poco a poco deslizándose hasta llegar a introducirse entre las rodillas del capellán. Instalado allí, alzó su cara desvergonzada y risueña, y tirando a Julián del chaleco, murmuró en tono suplicante:
—¿Me lo da?
Todo el mundo se reía a carcajadas: el capellán no comprendía.
—¿Qué pide?—preguntó.
—¿Qué ha de pedir?—respondió el marqués festivamente—. ¡El vino, hombre! ¡El vaso de tostado!
—¡Mama!—exclamó el abad.
Antes de que Julián se resolviese a dar al niño su vaso casi lleno, el marqués había aupado al mocoso, que sería realmente una preciosidad a no estar tan sucio. Parecíase a Sabel, y aún se le aventajaba en la claridad y alegría de sus ojos celestes, en lo abundante del pelo ensortijado, y especialmente en el correcto diseño de las facciones. Sus manitas, morenas y hoyosas, se tendían hacia el vino color de topacio; el marqués se lo acercó a la boca, divirtiéndose un rato en quitárselo cuando ya el rapaz creía ser dueño de él. Por fin consiguió el niño atrapar el vaso, y en un decir Jesús trasegó el contenido, relamiéndose.
—¡Éste no se anda con requisitos!—exclamó el abad.
—¡Quiá!—confirmó el marqués—. ¡Si es un veterano! ¿A que te zampas otro vaso, Perucho?
Las pupilas del angelote rechispeaban; sus mejillas despedían lumbre, y dilataba la clásica naricilla con inocente concupiscencia de Baco niño. El abad, guiñando picarescamente el ojo izquierdo, escancióle otro vaso, que él tomó a dos manos y se embocó sin perder gota; en seguida soltó la risa; y, antes de acabar el redoble de su carcajada báquica, dejó caer la cabeza, muy descolorido, en el pecho del marqués.
—¿Lo ven ustedes?—gritó Julián angustiadísimo—. Es muy chiquito para beber así, y va a ponerse malo. Estas cosas no son para criaturas.
—¡Bah!—intervino Primitivo—. ¿Piensa que el rapaz no puede con lo que tiene dentro? ¡Con eso y con otro tanto! Y si no verá.
A su vez tomó en brazos al niño y, mojando en agua fresca los dedos, se los pasó por las sienes. Perucho abrió los párpados y miró alrededor con asombro, y su cara se sonroseó.
—¿Qué tal?—le preguntó Primitivo—. ¿Hay ánimos para otra pinguita de tostado?
Volvióse Perucho hacia la botella y luego, como instintivamente, dijo que no con la cabeza, sacudiendo la poblada zalea de sus rizos. No era Primitivo hombre de darse por vencido tan fácilmente: sepultó la mano en el bolsillo del pantalón y sacó una moneda de cobre.
—De ese modo...—refunfuñó el abad.
—No seas bárbaro, Primitivo—murmuró el marqués entre placentero y grave.
—¡Por Dios y por la Virgen!—imploró Julián—. ¡Van a matar a esa criatura! Hombre, no se empeñe en emborrachar al niño: es un pecado, un pecado tan grande como otro cualquiera. ¡No se pueden presenciar ciertas cosas!
Al protestar, Julián se había incorporado, encendido de indignación, echando a un lado su mansedumbre y timidez congénita. Primitivo, de pie también, mas sin soltar a Perucho, miró al capellán fría y socarronamente, con el desdén de los tenaces por los que se exaltan un momento. Y metiendo en la mano del niño la moneda de cobre y entre sus labios la botella destapada y terciada aún de vino, la inclinó, la mantuvo así hasta que todo el licor pasó al estómago de Perucho. Retirada la botella, los ojos del niño se cerraron, se aflojaron sus brazos, y no ya descolorido, sino con la palidez de la muerte en el rostro, hubiera caído redondo sobre la mesa, a no sostenerlo Primitivo. El marqués, un tanto serio, empezó a inundar de agua fría la frente y los pulsos del niño; Sabel se acercó, y ayudó también a la aspersión; todo inútil: lo que es por esta vez, Perucho la tenía.
—Como un pellejo—gruñó el abad.
—Como una cuba—murmuró el marqués—. A la cama con él en seguida. Que duerma y mañana estará más fresco que una lechuga. Esto no es nada.
Sabel se alejó cargada con el niño, cuyas piernas se balanceaban inertes, a cada movimiento de su madre. La cena se acabó menos bulliciosa de lo que empezara: Primitivo hablaba poco, y Julián había enmudecido por completo. Cuando terminó el convite y se pensó en dormir, reapareció Sabel armada de un velón de aceite, de tres mecheros, con el cual fue alumbrando por la ancha escalera de piedra que conducía al piso alto, y ascendía a la torre en rápido caracol. Era grande la habitación destinada a Julián, y la luz del velón apenas disipaba las tinieblas, de entre las cuales no se destacaba más que la blancura del lecho. A la puerta del cuarto se despidió el marqués, deseándole buenas noches y añadiendo con brusca cordialidad:
—Mañana