En la sala de cine nos acomodan como veníamos en las filas. Miguel, Blanca y yo, en ese orden, somos de los últimos en sentarnos en la hilera final. Así que detrás de nosotros se levanta el gran muro de alfombra roja del que, metros más arriba, saldrán los rayos del proyector. Se apaga la luz y el mundo es excitante. Todos gritamos en la oscuridad como una hermandad de sombras enloquecidas. Se ilumina la pantalla y recibimos su resplandor con un aplauso generalizado. No obstante el ruido, escucho el carrete de celuloide tronando con rapidez al iniciar la película. Blanca es la única que no grita ni aplaude, observa todo con seriedad. Todavía no sabemos que dieciocho días más tarde quedaremos enlazados para siempre, Miguel, Blanca y yo, en un vínculo más fuerte que el amor o la amistad.
La película es japonesa. Hay monstruos, seres malvados y un grupo de niños ninja que intentan salvar al universo. Aunque está doblada al español nos reímos de los gestos y de las expresiones de los personajes tan extraños y distintos a nosotros y esa risa nos hermana, nos congrega, nos une en sólida comunidad. Estamos a salvo.
De repente siento el roce de una mano en mi muslo. La mano de Blanca. Es cálida e inquietante a la vez. Lentamente el roce se transforma en una contundencia, ahora la mano se mueve en una caricia segura, convincente. Ella ve hacia adelante, hacia la pantalla en la que ahora no sé lo que sucede. ¿Qué? Pregunto desconcertado. Ella voltea como si no entendiera. ¿Qué? Me responde y quita la mano. Pero ahora todo es diferente. La verga se me endurece y el poliéster del pantalón facilita la erección. Me siento incómodo pero no logro evitar el instinto de tomar su mano y dirigirla hacia el bulto que se eleva en mi entrepierna. Ella no sólo se deja hacer, sino que mueve la mano como si ya conociera mi extremidad íntima, la acaricia como si supiera de antemano deseos en mí que ni yo reconozco. Paulatinamente acerco mi cabeza a la suya y ella corresponde. Ya que estamos cerca me dice al oído. Mi hermano me enseñó esto. Como si me diera una explicación que yo no soy capaz de pedir ni de pensar siquiera. Pero su aliento es fresco y huele a Duvalín, a chocolate, a chicle de fresa, no lo sé. De golpe me doy cuenta que del otro lado de ella, Miguel observa todo con la boca más abierta que de costumbre. Después me ve con la altanería que acostumbra en los partidos de futbol. No hay competencia que Miguel no acepte con arrogancia y aparte detesta perder. Toma la mano izquierda de Blanca, la dirige a su verga y me lanza un reto con la mirada. Pero yo no compito, cómo podría, todo es confuso ya, como si la realidad fuera ahora vaporosa. No hay asideros, no hay barandales que me salven de la caída. Ni siquiera sé qué es exactamente eso de la caída. Posiblemente la caída hacia el futuro, hacia dieciocho días después, la mañana en que Miguel y yo estaremos fuera de la escuela, compraremos tarjetitas de Star Wars, discutiremos, competiremos por tener todas las de Luck Skywalker y sonará el llamado de la campana de entrada y nos veremos a los ojos y decidiremos en silencio no entrar a la escuela, huiremos, saldremos corriendo y robaremos un día a la maestra Cuquita, desbordaremos los muros del recreo y seremos libres. No nos daremos cuenta que Blanca nos observará y decidirá seguirnos a distancia.
Pero ahora estamos inmersos en esta nueva competencia que no comprendo. Ella es la cancha y el trofeo, es el público y el árbitro, los jugadores y el juego. Todo es confuso. Ahora hemos usado los suéteres como mantas contra la visión ajena y culposa, hemos bajado nuestros cierres para dejar que la piel se encuentre. Los tres vemos hacia la pantalla con obsesión hipnótica, pero nada de lo que sucede en ella nos es familiar, todo es absurdo, ridículo. Lo único que tiene coherencia es lo que sucede debajo de los suéteres, las vergas impúberes que enfrentan por fin esa mezcla de terror y placer que provoca una mano ajena, una mano de niña.
No sabemos aún que dieciocho días después, una vez fuera del perímetro del colegio nos sentiremos muy bien. Pensaremos en grandes exploradores y expedicionarios. Será la primera pinta, la primera desobediencia de esa magnitud. Miguel y yo nos detendremos ante todo como ante hallazgos sorprendentes. Veremos cómo unos perros perseguirán a una perra y querrán montarla y la morderán y reñirán entre ellos por la hembra y nosotros la defenderemos a pedradas y nos sentiremos héroes por un momento. Niños ninja. Diré y Miguel simulará no escucharme. Huiremos de un policía que no nos perseguirá, que ni siquiera notará o no le importará nuestra presencia en la calle y reiremos cuando nos creamos a salvo escondidos detrás de un auto rojo y caminaremos, después, felices a la sombra mentolada de los eucaliptos del boulevard.
Todavía no sé que divisaré a lo lejos una silueta familiar vestida con el uniforme de niñas del instituto. Y diré. Mira cabrón… es Blanca. Y Miguel, sin cerrar la boca, responderá. ¡Ah chingá! ¿Y esa qué onda? Y veremos cómo Blanca levantará el brazo para saludarnos y sentiré un fuerte jalón en la camisa que me arrancará un botón y escucharé la voz de Miguel. ¡Córrele wey! Y correremos despavoridos como si nos persiguiera el mismísimo Satanás y Blanca correrá detrás de nosotros. Lograremos llegar a la antigua estación de trenes y nos esconderemos en un vagón. Escucharemos los pasos de Blanca sobre la grava y se nos acelerarán los latidos del corazón. ¿Qué quiere? Preguntará Miguel con un miedo que no le reconoceré. No sé. ¿Y si salimos y le preguntamos? Pero Miguel me retendrá con fuerza. No, mejor que se vaya. Esperaremos un rato en el vagón hasta que no escuchemos sus pasos o ruido alguno que nos haga inferirla. Saldremos y nos sentiremos extrañamente seguros. Me preguntaré qué daño nos puede hacer una niña y por qué le tendremos tanto miedo. Blanca saldrá de debajo del tren abandonado y nos saludará con un simple hola. Yo querré contestar el saludo pero Miguel lo impedirá gritándole. ¿Qué quieres? Ella responderá con tranquilidad que quiere acompañarnos y sonreirá. Miguel le dirá. ¡No, lárgate! Ella y yo nos veremos como para intentar comprender pero Miguel insistirá. ¡Que te largues! ¿No escuchas? ¡Vete a la chingada! Y de repente estará empujándola mientras continúa gritándole. Yo me interpondré, controlaré a Miguel por un momento y me acercaré a ella para decirle suavemente mejor vete. Ella empezará a llorar. Miguel se volverá loco y volverá a empujarla. Trataré de detenerlo pero, más alto y más fuerte que yo, me lanzará al suelo de un manotazo. Y veré cómo recogerá del suelo un palo de escoba y lo levantará sobre su cabeza para gritar. ¡Que te largues! Y lo dejará caer en un primer golpe sobre el hombro de ella. Blanca caerá al piso gritando y Miguel no detendrá su ataque, la golpeará con furia creciente y cada golpe estará acompañado de un grito. ¡Perra! ¡Perrra! ¡Perra! Me abalanzaré sobre él para detenerlo pero me dará un rodillazo en los testículos y me golpeará en la cara con el palo de escoba. Desde el suelo veré cómo Miguel levantará una piedra del tamaño de su cabeza. Intentaré gritar pero no podré y él la dejará caer sobre Blanca y escucharé cómo truenan los huesos de su cráneo. Miguel quedará petrificado un rato, después se dejará caer de rodillas, esconderá la cara entre sus manos y se pondrá a llorar. Yo también lloraré.
Pero eso aún no lo sabemos. Ahora estamos en la sala del cine oliendo su aliento a Duvalín, chocolate, chicle de fresa, no lo sé, esperando que algo suceda bajo los suéteres, algo que no conocemos ninguno de los tres y para lo que no tenemos nombre, algo tan maravilloso que nos aterra.
Cuento vaquero
Ahora, Alfredo, estás desnudo en el cuarto de Gisel cubriéndote bajo las sábanas mientras ella atiende a su novio en la sala. Es mi novio. Dijo cuando sonó el timbre después de asomarse por la ventana. Espérame aquí. Se puso un short que le cubría sólo la mitad de las nalgas, una blusa amarilla de tela muy desgastada y salió gritando con voz melosa. ¡Ya voy! Escuchas las voces que llegan a ti amortiguadas por el espesor de las paredes. No sabes qué hacer. Para distraerte buscas alrededor algo que puedas leer, pero no encuentras nada. Gisel no es una mujer de lecturas. Piensas en encender el televisor pero te das cuenta de inmediato de lo arriesgado y estúpido que resultaría hacerlo. Buscas en el suelo la taza blanca de café que una hora antes te trajera Gisel. Queda un único sorbo. Lo bebes. Está frío y dulzón. Te pones de pie y caminas cautelosamente hacia la ventana. Levantas con un movimiento suave las cortinas y ves, tres pisos abajo, estacionada frente a la entrada de los condominios, una camioneta roja y dos hombres que fuman recargados en el cofre. Ambos llevan sombrero y botas. Uno de ellos lleva fajada una pistola en el cinturón. Te preguntas qué calibre será, pero no puedes responderte, no sabes gran cosa de armas. Uno de los hombres,