El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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espacio abovedado, deprimido, denegrido, desnudo de muebles, á cuyo fondo había una puerta, á la que se encaminó el bufón.

      Siguióle Quevedo.

      El tío Manolillo cerró aquella puerta.

      Era el bufón del rey un hombre como de cincuenta años, pequeño, rechoncho, de semblante picaresco, pero en el cual, particularmente entonces que estaba encerrado con Quevedo, y no necesitaba encubrir el estado de su alma, estaba impresa la expresión de un malestar roedor, de un sentimiento profundo, que daba un tanto de amargura infinita á su ancha boca, cuyos labios sutiles habían contraído la expresión de una sonrisa habitual, burlona y acerada cuando estaba delante del mundo, sombría y dolorosa entonces que el mundo no le veía. El color de su piel era fuertemente moreno, sus cabellos entrecanos, la frente pronunciada, audaz, inteligente, marcada por un no sé qué solemne; las cejas y los ojos negros; pero estos últimos pequeños, redondos, móviles, penetrantes, en que se notaba un marcadísimo estrabismo; la nariz larga y aguileña; la boca ancha, la barba saliente, el cuello largo. Sus miembros, contrastando desapaciblemente con su estatura, eran de gigante, cortos, musculosos, fuertes; vestía un sayo y una caperuza á dos colores, rojo y azul; llevaba calzas amarillas, zapatos de ante y un cinturón negro que sólo servía para sujetar un ancho y largo puñal.

      El bufón se sentó en un taburete de pino, y dijo á Quevedo:

      —Ahora podemos hablar de todo cuanto queramos: mi aposento es sordo y mudo. Sentáos en ese viejo sillón, que era el que servía al padre Chaves para confesar al rey don Felipe II.

      —Siéntome aunque me exponga á que se me peguen las picardías del buen fraile dominico—dijo Quevedo sentándose.

      —¡Oh! ¡y si te hablara ese sillón!—dijo el tío Manolillo.

      —Si el sillón calla, España acusa con la boca cerrada los resultados de los secretos que junto á este sillón se han cruzado entre un rey demasiado rey, y un fraile demasiado fraile.

      —Pero al fin, don Felipe II...

      —No era don Felipe III.

      —En cambio, el padre Chaves, no era el padre Aliaga.

      —El padre Aliaga no tiene más defecto que ser tonto—dijo Quevedo mirando de cierto modo al bufón.

      —Vaya, hermano don Francisco, hablemos con lisura y como dos buenos amigos; ya sabéis vos que tanto tiene de simple el confesor del rey, como de santo el duque de Lerma. Si queréis saber lo que ha pasado en la corte en los dos años que habéis estado guardado, preguntadme derechamente, y yo contestaré en derechura. Sobre todo, sirvámonos el uno al otro.

      —Consiento. Y empiezo. ¿En qué consiste que esa gentecilla no haya hecho sombra del padre Aliaga?

      —En que el rey, es más rosario que cetro.

      —¿Y cree un santo á fray Luis?

      —Y creo que no se engaña, como yo creo que si fray Luis es ya santo, acabará por ser mártir, tanto más, cuanto no hay fuerzas humanas que le despeguen del rey; y como el padre Aliaga es tan español y tan puesto en lo justo, y tan tenaz, y tan firme, con su mirada siempre humilde, y con su cabeza baja, y con sus manos metidas siempre en las mangas de su hábito... ¡motilón más completo!... Si yo no tuviere tantas penas, sería cosa de fenecer de risa con lo que se ve y con lo que se huele; más bandos hay en palacio que bandas, y más encomendados que comendadores, y más escuchas que secretos, aunque bandos, encomiendas y enredos, parece que llueven. En fin, don Francisco, si esto dura mucho tiempo, el alcázar se convierte en Sierra Morena: lo mismo se bandidea en él que si fuera despoblado, y en cuanto á montería, piezas mayores pueden correrse en él, sin necesidad de ojeo, que no lo creyérais si no lo viérais.

      —Me declaro por lo de las piezas mayores; veamos. Primera pieza.

      —Su majestad el rey de las Españas y de las Indias, á quien Dios guarde.

      —Te engañaste, hermano bufón; tu lengua se ha contaminado y anda torpe. El rey no puede ser pieza mayor... por ningún concepto. Y lo siento, porque el tal rey es digno de esa, y aun de mayor pena aflictiva. La reina es demasiado austriaca.

      —Y demasiado mujer, á lo que juntándose que hay en la corte gentes demasiado atrevidas...

      —De las cuales vos no sois una de las menores.

      —Tengo pruebas...

      —Pues mostrad, tío Manolillo... dadme capote, que por más que lo sienta os aplaudiré... ¡pero engañarme yo tratándose de mujeres!... ¡creer yo á la buena Margarita de Austria!... si de esta vez me engaño, ni en la honra de mi madre creo... con que desembuchad, hermano, desembuchad, que me tenéis impaciente, y tanto más, cuanto tengo que haceros preguntas de dos años. ¿Quién es el rey secreto?

      —Para que lo fuera por entero, sólo podía ser don Rodrigo Calderón.

      —¡Tá! ¡tá! os engañáisteis, hermano.

      —Don Rodrigo tiene cartas de la reina.

      —Téngolas yo.

      —Bien puede ser, porque donde entra el sol entra Quevedo.

      —Y aun donde no entra; pero de la reina no tengo más que cartas.

      —Sois leal y bueno.

      —Tiénenme por rebelde.

      —Los pícaros.

      —Y aun los que no lo son.

      —Sois una cosa y parecéis otra.

      —¡Ah! si no fuera porque estamos perdiendo el tiempo, querría que me explicáseis...

      —Os he visto tamaño como una mano de mortero, cuando andábais poniendo mazas á las damas de palacio, y cuando más tarde ellas os ayudaban á poner mazas á sus maridos. Yo os he soltado la lengua, y meciéndoos sobre mis rodillas, he sido vuestro primer maestro. Nos parecemos mucho, don Francisco; yo soy deforme y vos lo sois también, aunque menos; vos lloráis riendo, y yo río rabiando; vos os mostráis contento con lo que sois, y queréis ser lo que ninguno se ha atrevido á pensar; yo llevo con la risa en los labios mi botarga y siempre alegre sacudo mis cascabeles, y si pudiera convertirme en basilisco, mataría con los ojos á más de uno de los que me llaman por mucho favor loco... ¡Ah! ¡ah! ¡ah! yo, estruendo y chacota del alcázar, llevo conmigo un veneno mortal, como vos en vuestras sátiras regocijadas ocultáis el veneno de un millón de víboras; sois licenciado y poeta y esgrimidor, y aun muchas cosas más. Yo no tengo más licencias que las que á disculpa de loco me tomo; yo no escribo sátiras, pero las hago; yo no empuño hierros, pero mato desde lo obscuro. Vos sonáis más que yo; vos sois el bufón de todos por estafeta, y yo soy el bufón del rey por oficio parlante; cuando vos pasáis por una calle, todos dicen: ¡allá va Quevedo! y se ríen. Cuando yo paso por las crujías de palacio con mi caperuza y mi sayo de colores, todos dicen, y no reparan en que al decirlo hablan con el rey más que conmigo: ¡allá va el simple del rey! y... se ríen también; y vos os aprovecháis de las risas de todos que son vuestra mejor espada, y yo me aprovecho de las risas de los cortesanos que son mi único puñal. Vos sois enemigo de los que mandan, y abusan del rey, y servís al duque de Osuna, y os declaráis por la reina, por ambición, y yo aborrezco á los que vos aborrecéis y amo á los que vos amáis por venganza. ¿Sabe acaso alguien á dónde vos vais? ¿sabe alguien á dónde yo voy? ¡oh! y si alguna vez llegamos al fin de nuestro camino, juro á Dios que no han de reirse más de cuatro con los desenfados del poeta y con las desvergüenzas del bufón.

      Quedóse profundamente pensativo Quevedo como si hubiese sentido la mirada del bufón en lo más recóndito de su alma, y luego levantó la cabeza, y fijó en Manolillo una mirada profundamente grave y dominadora.

      —Dios sabe á dónde vais vos, á dónde voy yo—dijo—; pero si me conocéis tanto como decís, saber debéis que, como me cuesta el andar mucha fatiga, nunca doy pasos en vano. A propósito de las piezas mayores de palacio, habéisme dicho que la primera es el rey. Os