El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III. Manuel Fernández y González. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Manuel Fernández y González
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 4057664109354
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hablo con nadie más que con las personas cuya lista da el duque de Lerma á la duquesa de Gandía.

      —Os engañáis, porque habláis todos los días y á todas horas con una persona á quien no pueden ver ni la duquesa ni el duque.

      —¿Y quién es esa persona?

      —Esa persona es vuestra favorita... la hermosa menina doña Clara Soldevilla.

      —Sería la última degradación á que podía sentenciarme vuestra debilidad, el que yo no pudiese retener una de mis meninas en mi servidumbre. A propósito; es ya demasiado mujer para menina, y voy á nombrarla mi dama de honor.

      —¡Y quién lo impide!

      —Nadie... pero os lo aviso.

      —Enhorabuena: decid á doña Clara que yo la regalo el traje y el velo y aun las joyas, para cuando tome la almohada.

      —Lo acepto, porque ella es pobre y yo no soy rica.

      —Ni yo tampoco; pero para un deseo vuestro...

      —Os doy las gracias, señor.

      —¡Oh! no me deis las gracias; ved que os amo, y amadme...

      —¿Qué me amáis?—dijo la reina inclinándose hacia el rey, dejándole ver un relámpago de sus hermosos ojos azules, y su serena frente pálida como las azucenas y coronada de rizos de color de oro.

      —¡Oh, qué hermosa eres, Margarita!—dijo el rey, en cuyas mejillas apareció la palidez del deseo.

      Y la atrajo á sí.

      Margarita de Austria, se sentó en un movimiento lleno de coquetería en las rodillas del rey, y se dejó besar en la boca.

      —Depón al duque de Lerma—dijo la reina entre aquel beso.

      El rey se retiró bruscamente como si le hubiesen quemado los labios de Margarita.

      —Ya sabía yo que no me amábais—dijo la reina levantándose y mirando al rey con cólera.

      —Pero señor, ¿cuándo descansaré yo?—exclamó el rey dejándose caer en el respaldo del sillón.

      —Cuando arrojes de ti esa indolencia que te domina—dijo con dulzura la reina—; cuando pienses que un rey no sirve á Dios solo rezando, sino mirando por la prosperidad, por el bienestar y por el honor de sus vasallos.

      —Ya velan por todo eso mis secretarios.

      —¡Tus secretarios! ¡sí, es verdad! velan por los españoles, y cuentan sus cabezas como el ganadero cuenta sus reses para llevarlas al mercado.

      —Eres injusta, yo no escucho ninguna queja.

      —Las quejas no llegan á ti. Se pierden en el camino.

      —Te pregunté si habías hablado hoy con mi confesor, porque el bueno del padre Aliaga, aunque más embozada y respetuosamente, aprovechándose de que el duque tenía un banquete de Estado, me ha tenido toda la tarde el mismo sermón. Y suponiendo que no os engañáis, ni tú que eres la reina de las reinas, por virtud, por discreción y por hermosura, ni el padre Aliaga, que es casi un santo, ¿qué queréis que haga?—Reduzca vuestra majestad los gastos de su casa, que España anda descalza—me dice el padre Aliaga—. Y cuando esto dice el bueno de mi confesor, cuento las ropillas que tengo y los doblones que poseo, y hallo que cualquier pelgar anda mejor cubierto y mejor provisto que yo.

      —Eso demuestra, que siendo exorbitantes las rentas reales, siendo parca nuestra mesa y pocos nuestros trenes y nuestros vestidos, las rentas reales son robadas.

      —¡Robadas, robadas! esto es demasiado grave. Yo no creo que un caballero tal como el duque...

      —¿Si te doy una prueba de que el duque vende los oficios miserablemente?...

      —Siempre se han vendido... me acuerdo de una provisión de corregidor que se ha dado esta mañana á Diego Soto, para que la venda en lo que pudiere... y todo está firmado por mí.

      —Sí, pero es que el duque vende por su cuenta... te roba...

      —¡Oh! no puede ser.

      —Mira.

      Y la reina sacó las dos cartas que habían encontrado en la cartera de don Rodrigo Calderón, con las suyas, y dió una de ellas al rey.

      Felipe III leyó la cabeza y la firma:

      —«¡A don Rodrigo Calderón!—¡El duque de Uceda!»

      —Lee, lee... y juzga.

      «Mi buen amigo: Es necesario que se den las alcabalas de Sevilla á Juan de Villalpando. Ya le conocéis. Es un hombre muy á propósito para nuestros proyectos. No os olvidéis que para acabar con el duque de Lerma...»

      —¡Ah! ¡ah!—dijo el rey—; no lo creyera si no lo viera; y es letra y firma del duque de Uceda, con sus renglones torcidos... el hijo contra el padre... ya sabía yo que no andaban muy acordes entrambos duques... ¡pero que llegasen á tanto!... ¡Ah! ¡ah!

      —Sigue, sigue—dijo con impaciencia la reina.

      —«No olvidéis que para acabar con el duque de Lerma, y hacer comprender al rey cuán ruinoso y perjudicial es su gobierno, se necesita hacerse partidarios en las ciudades, y ninguno mejor para Sevilla que Juan de Villalpando: allí tiene hacienda, mujer y parientes, le conoce todo el mundo, y es audaz cuanto se necesita para que todos le respeten y le teman. Pero como el duque no proveerá en nadie las alcabalas de Sevilla en menos de diez mil maravedís, es necesario que vos interpongáis para con él lo mucho que podéis, á fin de que de los diez mil rebaje la mitad. Ya llevamos gastado demasiado para que pensemos algo en los gastos. Hacedlo, que conviene. El interesado lleva esta carta y yo os veré á la tarde en la comedia...»

      El rey dobló lentamente la carta y plegó su entrecejo: una expresión de majestad y de dominio, aunque indecisa, se marcó en su semblante y luego volvió á desdoblar la carta y la leyó lentamente.

      Aquella carta era para Felipe III uno de esos rayos de luz que de tiempo en tiempo rompen la impura atmósfera que rodea á los reyes.

      Margarita de Austria, que miraba con profunda alegría el cambio que se había operado en Felipe III, puso otra nueva carta abierta sobre la que el rey leía por segunda vez.

      —Del conde de Olivares—dijo el rey leyendo la firma de aquella segunda carta.

      —Lee, lee y verás que el duque de Lerma, á más de ser ladrón, es torpe, que le manejan como quieren los que quieren ocupar su puesto, y que el tal don Rodrigo es más traidor, más ambicioso, más miserable que todos ellos.

      El rey leyó:

      «Os escribo, porque, interesándoos á vos tanto como á mí el negocio de que trata esta carta, tengo una entera confianza en vos, y no quiero exponerme á que se sepa, por muchas precauciones que tomemos, que nos hemos visto. Importa que todo el mundo nos crea desavenidos. Sostened vos por vuestra parte el papel de enemigo mío, que por la mía yo sostendré el de enemigo vuestro. Seguid hablando mal de mí y mirándome de reojo, que yo seguiré hablando mal de vos sin miraros á derechas. Lo de la expulsión de los moriscos es necesario que se lleve cuanto antes á cabo, porque es necesario que cuanto antes, teniendo como tenemos guerra con Inglaterra, con Francia y en el Milanesado, la tengamos también en España, y esta guerra la provocarán los moriscos, que no se rendirán sin combatir. Por otra parte, rebelados los moriscos dentro, se resentirá el comercio que ellos alimentan en gran manera, faltará más de lo que falta el dinero, y reunidos y alentados Enrique IV y el inglés, apretará la guerra por fuera. Insistid en lo de la confiscación de los bienes de los moriscos. El duque, en su sed de oro, se dejará deslumbrar por este negocio en grande, y aun el mismo rey no encontrará de más algunos millones de maravedises para remendar su ropilla. Dicen que Lerma tiene hechizado al rey. Hechizad vos al duque. El mejor hechizo para su excelencia es el oro. Conque apretad, apretad, que urge: que si hemos de esperar á que