Versos de una hora. Rodolfo JM. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Rodolfo JM
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786078512225
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a quien le calculó más de 60 años, que se movía con lentitud y cara de concentración. No le pareció un posible rebelde. Tomó el ejemplar y lo escondió entre sus ropas, si alguien más veía ese libraco allí, podría denunciar al pobre hombre. Versos de una hora, dijo en voz alta, ¿qué podía significar eso?

      Al salir de la librería, Marcial escuchó los gritos de festejo que venían desde la otra esquina, donde se encontraba la pantalla. El equipo nacional de gimnasia derrotaba a las sóviets y se quedaba con el oro.

      Hay otro mundo que no es este,

      pero aquí comienza.

      Un mundo

      que se desprende

      del sueño

      y brilla con todas

      las posibilidades.

      Hay otro mundo,

      pero está aquí mismo;

      en él no soy quien llora,

      no eres tú quien llora,

      no somos nosotros

      quienes fuimos vencidos.

      Hay otro mundo que no es este,

      pero está aquí mismo.

      Marcial leyó por tercera vez el poema. No entendía, aunque lo repasara con detenimiento. Lo que sí comprendió fue que el autor estaría en problemas en cuanto el Partido supiera de él.

      Desde su habitación observó la ciudad: el imponente edificio de la biblioteca pública recortándose contra la noche; la torre del Palacio Nacional, el edificio más alto del continente; las amplias avenidas sobre las que los rieles del tranvía trazaban su geometría plateada; también el Jardín Conmemorativo estaba a la vista, con esa horrible estatua de bronce dedicada a los héroes que hicieron posible la Reconstrucción. Era difícil no sentirse orgulloso de vivir en una ciudad tan magnífica. La más próspera en toda América. Ni siquiera los sóviets tenían algo así.

      Bebió un trago directo de la botella de tequila y recordó que si se encontraba en una pensión era porque no había querido enfrentarse a su familia. Aunque si en verdad lo deseaba todavía, podría llegar a casa de sus padres, no era tan tarde. Aún más fácil: podría llamar por teléfono y preguntar cómo estaba su hermana, podría incluso hablar con ella si tenía suerte. Entonces podría preguntarle cómo era posible que anduviera metida en disturbios y grupos rebeldes. También podría confrontar a su padre, preguntarle cómo era posible que consintiera lo que hacía su hija menor. ¿No se daba cuenta de que gracias al Partido había sido posible la Reconstrucción? El país tenía que cambiar y nadie podía negarse a ello. ¡Habían ganado la guerra! Ahora debían mantenerse unidos, trabajar aún más, cerrar filas. Marcial dio un nuevo trago y apretó los puños. Sabía perfectamente lo que hacían Los Halcones con sus presas.

      Al día siguiente, un baño de agua fría despejó la bruma de su cerebro. Pensó en el libro. Se suponía que debía llevarlo al Comisariato de Publicaciones y Medios; pero no lo haría, no se consideraba un soplón. Pensó que la noche anterior pudo haber ido a casa de sus padres, llamarlos, preguntar por su hermana, y que tampoco lo hizo.

      Hay otro mundo que no es este,

      pero está aquí mismo.

      Esa frase llevaba en sus entrañas el tipo de ideas concebidas por un rebelde, o algo peor: un anarquista. ¿Cómo alguien poseedor de una inteligencia sana podía tener semejantes visiones?

      Para que pensamientos de ese tipo circularan en forma de papel, hacía falta no solo un loco dispuesto a escribirlos, sino también otro loco dispuesto a publicarlos y arruinar así su reputación como editor. En el libro no se incluía el nombre de ninguna editorial. Venía en cambio una dirección y un número telefónico, así como una fecha: México, septiembre, 1968. Al parecer había sido publicado un mes atrás.

      Tomó el teléfono y marcó el número que venía en el libro. No sabía qué decir, ¿amenazarlos? ¿Decirles que había encontrado el libro y que lo llevaría a las oficinas del Partido? ¿Preguntar cuál era ese otro mundo que comenzaba en este?

      —Diga —era una voz desagradable, nasal, no podía pertenecer al hombre que escribió los poemas—. ¡¿Bueno?!

      —¿El señor Hernaldo Negro? —preguntó Marcial.

      —¿Quién habla?

      —Tengo el libro —fue lo primero que se le ocurrió decir.

      Del otro lado de la bocina hubo un silencio apreciativo y desconfiado.

      —¿De qué me está hablando? ¿Quién es usted?

      El tranvía en el que viajaba Marcial se encontraba vacío. Sacó el libro de su mochila y buscó la página donde venía el número telefónico, se fijó en la dirección: «República Argentina #15, México, Centro». En ese momento se encontraba en el Centro, podía bajar y localizar la dirección, aunque suponía que se trataba de un dato falso, al igual que el teléfono.

      No le sorprendió descubrir que la calle República Argentina sí existía, aunque no había allí ningún edificio y mucho menos una editorial. Lo que había era un parque, con una placa conmemorativa señalando el lugar como uno de los más castigados durante los bombardeos en la guerra, ocho años atrás. Se sintió aliviado. No hay nada como comprobar que no existen las cosas a las que más se les teme.

      Caminó hasta un incinerador público de basura y arrojó a su interior el ejemplar de pastas negras. Pensó en el hombre que había escrito aquellos versos, en las personas que estuvieron de acuerdo en publicarlos… Que fuera otro quien los denunciara, se dijo. Él era un hombre sencillo, realista y con los pies en la tierra. Un hombre que pasaría los siguientes meses encerrado, trabajando, y a quien más le valía divertirse un poco antes de ello. Pasó lista a los lugares donde podrían estar sus compañeros del hangar. Aún podía alcanzarlos y unirse a la juerga.

      Solo hay un mundo, dijo en voz alta, mientras el fuego consumía voraz las hojas del libro y él se alejaba de allí, con la mirada en la punta de sus zapatos.

      —Cuéntame más sobre el futuro —pidió Frida—. No puedo creer que seré famosa.

      —Ya te he dicho que no se trata del futuro —contestó Bruce—. Al menos no del tuyo.

      —Pero tú dijiste que seré famosa —dijo Frida mientras giraba, luciendo su vestido floreado, contenta porque de la poliomielitis y su pie enfermo solo quedaba el recuerdo.

      —Así es, pero en realidad no se trata de ti. La Frida de Mundo Real, la que es famosa, murió hace tiempo y era casi una paralítica, además estuvo casada con el pintor ese cara de sapo —respondió Bruce.

      —No me gusta que digas eso, yo no estoy paralítica. Mira mi pie. Mejor enséñame más pinturas.

      Bruce tocó un icono en la pantalla y un menú de pinturas en miniatura se desplegó ante ellos.

      —Esta —ordenó la niña, señalando con el dedo a Las dos Fridas.

      La imagen se agrandó al tacto mientras los otros cuadros buscaron refugio en un menú al pie de la pintura mayor.

      Esa pintura le fascinó desde la primera vez que la vio, tenía algo…, no estaba segura de qué, pero podía permanecer horas observándola. De hecho, y esto no lo sabía Bruce, inspirada en esa pintura, Frida había comenzado a dibujar.

      —El lugar de donde yo vengo no es tu futuro

      —dijo Bruce—. Ni siquiera estoy seguro de que el Portal sea una máquina del tiempo. Es… como viajar a otro mundo.

      El Portal… Era un tema del que Bruce prefería no hablar.