¡Esta, esta es—me decía yo con emoción—la santa libertad que he apetecido siempre!
Otra de las servidumbres que nos amenaza a los escritores es la de la imitación. Por lo mismo que es la menos peligrosa es la menos frecuente, a lo menos en estos últimos tiempos en que a los literatos les ha acometido la rabia de la originalidad.
La admiración de los grandes maestros y el empeño en seguir sus huellas no es sólo un sentimiento plausible sino también la prueba más evidente de la vocación de un artista. Cuando admiramos de corazón nos elevamos por un instante a la altura del ser que admiramos. Ni en la literatura ni en ninguna de las artes bellas hay otro medio más eficaz para adquirir superioridad. “La imitación—ha dicho quien lo entiende—se encontraría hasta en los arcángeles si conociésemos su historia.”
Pero la admiración no debe degenerar en idolatría. Se soporta con gusto la influencia bienhechora de un genio, pero no se puede sufrir su dictadura. Todos tenemos brazos y piernas y es necesario que nos dejen andar y obrar sin ligaduras. El maestro debe ser un faro que nos guíe, no un harpón que nos desangre. En España los admiradores de Cervantes han llegado a hacerle empalagoso.
Por eso más que la imitación exclusiva de un genio hallo mucho más beneficiosa la influencia de un grupo de maestros. Nuestros padres imitaban a los clásicos griegos y latinos, y marchaban seguros. En la antigüedad greco-latina hallaron una disciplina feliz que les salvaba de toda aberración. Muchos que eran pequeños se hicieron grandes. Así como la lectura de Plutarco ha despertado el heroismo en muchos corazones, así la de Homero y Virgilio, Sófocles y Horacio hizo fluir de algunas plumas páginas deliciosas. Recordemos nada más que la admirable poesía de nuestro Fray Luis de León sobre la vida del campo en que imita una oda de Horacio.
Hay épocas de bueno y de mal gusto. Hay locuras y groserías que infestan a un período entero. Malhadado el escritor que nace en uno de estos momentos tenebrosos. Por milagro logrará salvarse del desastre. En cambio, será para él dichosa la suerte si se halla rodeado por hombres de razón y de gusto. Recibir las enseñanzas de los contemporáneos cuando son puras; no hay otro lote más feliz para un poeta o novelista. Los que respiran a nuestro lado son los más eficaces maestros. Quien haya visto la luz en el siglo de oro de nuestra literatura y vivido en el comercio de Calderón, de Tirso, de Cervantes y Quevedo, tenía la mitad del camino andado para llegar a las cumbres de la gloria. El que ha tenido la mala fortuna de escribir en la segunda mitad del siglo XIX, entre naturalistas, decadentistas, luciferanos, etc., harto ha hecho si ha podido alcanzar la falda de la montaña. El mal gusto es mucho más contagioso que el bueno. Permanecer sensato entre insensatos exige una fuerza que a muy pocos es dado poseer. No presumo de haberla tenido, pero he luchado por mantenerme firme.
Otra esclavitud más triste y vergonzosa nos está aparejada a los que escribimos para el público; la esclavitud de la moda. La moda se nos impone: el que pretenda sustraerse a ella queda sumergido. Al comienzo de mi carrera literaria la avalancha de los naturalistas franceses lo había arrollado todo. Quien no penetrase en los burdeles y nos hiciese saber lo que allí ocurre o no tuviese arrestos para describir en cien apretadas páginas los productos alimenticios que se exhiben en un mercado (el rojo inflamado de las zanahorias contrastando con la nota argentada de las sardinas, etc.), era tenido por un literato anticuado y chirle. Cuando publiqué mi segunda novela Marta y María, un joven naturalista, amigo mío, me dijo: “Está bien, querido, pero todo eso es agua tibia”. Pasó la ola, sin embargo, y esta florecita regada con agua tibia que brotó hace treinta y cuatro años, aún no se ha marchitado por completo.
Acatar servilmente el gusto del público, poner el oído a los rumores de la calle y adular los caprichos del amo es algo que degrada al escritor. No era esa mi cuenta. Preferí pasar inadvertido a marchar encadenado al carro triunfal de los naturalistas franceses.
No obstante, lo confieso con dolor, todavía ejercieron sobre algunas de mis novelas perniciosa influencia. Al repasarlas en este momento por la tarea que se me impone, observo redundancias, prosaismos, puerilidades, hijas de un afán desmedido de realismo. Era el agua que se bebía en aquella época. No había llegado a penetrarme por completo de que las novelas se componen de retratos no de fotografías. Las últimas que escribí se han librado mejor del contagio.
Quisiera borrar las manchas que afean las otras. Si se me permitiese rehacerlas quedarían seguramente menos mal. No me creo autorizado para ello. En la vida como en el arte debemos cargar con los pecados de la juventud. Todos los seres creados guardan como las pirámides de Egipto los jeroglíficos de su historia. En el hombre, en el animal, en la planta y hasta en los pedruscos y los metales cada cual guarda las huellas de sus aventuras. Ruego al lector que cuando tropiece en mis obras con alguna harto plebeya la desprecie; pero no al autor que ya está arrepentido.
Hablemos ahora del lenguaje que es otro de los escollos en que tropieza el escritor español. Y por de pronto no lo confundamos con el estilo como a menudo lo veo confundido. El lenguaje para el escritor es un instrumento como para un violinista el violín. Nunca he visto a un violinista postrarse delante de su violín y adorarlo; pero he visto y veo a muchos literatos hincados de rodillas delante del lenguaje.
¿Por qué tal rendimiento? Hagámosle elegante, limpio, flexible, despojémosle de toda vileza, pero no le convirtamos en un ídolo de piedra. ¿Por qué escribir hoy como en tiempo de Fray Luis de Granada? ¿Se habla así en el hogar, en la calle, en el Parlamento?
Si se me diese a elegir entre el tan ultrajado lenguaje periodístico y el artificiosamente arcaico, pedantesco y desabrido de ciertos escritores que el vulgo de los críticos admira, me quedaría con el primero.
El lenguaje periodístico, con ser malo, me parece preferible a ese otro rebuscado de ciertos escritores pseudoclásicos. Porque, en fin, el periodista mal o bien dice lo que quiere decir, pero el otro, arrastrado por la combinación de las palabras, no lo dice casi nunca. Hay quien piensa, después de haber copiado un giro de Quevedo o Cervantes, que ha llevado a término una acción heroica y que se le debe la cruz de San Hermenegildo. Y si exhuma del Diccionario una palabrita allí sepultada, se sorprende de que no le arrojen flores desde los balcones.
Recuerdo que cuando llegué a Madrid siendo casi un adolescente, fuí a visitar, por encargo de mi familia, a un conocido escritor erudito y bibliófilo, en cuyo salón hallé a otros tres o cuatro sujetos de sus mismas aficiones. Estaban leyendo, con mucha algazara, la carta de un amigo, y apenas hicieron caso de mí, como puede suponerse.—“¡Qué donoso!”—exclamaba uno.—“¡Qué regocijado!”—respondía otro.—“¡Qué bien que da en el hito nuestro amigo!”—apuntaba el tercero.—“¡Es cosa para mucho holgarse!”—añadía el cuarto.
Yo creía hallarme en un baile de máscaras.
Estos disfraces aún continúan. Los avisados ríen, pero el vulgo queda deslumbrado. No se es Quevedo por ponerse las antiparras de Quevedo. Cuando tomo en las manos un libro de estos flamantes clásicos, me parece estar viendo desfilar una cabalgata histórica. ¿En qué fabla me fablades, infanzones? Ellos podrán decir: “No tenemos ingenio, ni amenidad, ni ciencia, ni gracia, ni observación, ni sentimiento; pero tenemos lenguaje.”
He pensado siempre que éste ha de ser lo más claro, lo más sencillo y transparente posible. ¿Buscaba Santa Teresa los giros de los siglos pretéritos para introducirlos en sus Moradas? No; escribía en estilo llano como oía hablar en torno suyo. Y, no obstante, resulta su prosa de una nobleza extremada, más penetrante y sugestiva que la de ningún otro escritor español.
Peor aún que el lenguaje pseudoclásico es