En los instantes siguientes hubo un caos, pues los guardias parecían comprender que aquella era su última oportunidad para impedir la entrada a la rebelión. Uno fue hacia Ceres con dos espadas, y ella se enfrentó a él golpe a golpe, sintiendo el impacto cada vez que paraba uno, probablemente más rápido que la mayoría de los que la rodeaban podían hacerlo. Entonces atacó entre los golpes, alcanzando al guardia en el cuello, avanzando incluso antes de que este se desplomara para bloquear un golpe de hacha que iba dirigido a un combatiente.
No pudo salvarlos a todos. A su alrededor, Ceres veía que la violencia parecía no detenerse nunca. Vio que uno de los combatientes que había sobrevivido en el Stade miraba a una espada que le perforaba el pecho. Paró a su contrincante mientras caía y le dio un último golpe con su propia espada. Ceres vio que otro hombre luchaba contra tres guardias. Mató a uno, pero mientras lo hacía, su espada quedó atrapada, permitiéndole a otro que le apuñalara por el lateral.
Ceres fue al ataque y derribó a los dos que quedaban. A su alrededor, la batalla por la rueda de la puerta se propagaba hacia su inevitable conclusión. Era inevitable, al enfrentarse con los combatientes, los guardias que había allí eran como el maíz maduro, listo para ser cortado. Pero aquello no hacía que la violencia o la amenaza fueran menos reales. Ceres se echó hacia atrás justo a tiempo para esquivar un golpe de espada y lanzó al que la empuñaba contra los demás que estaban allí. Tan pronto como hubo espacio libre, Ceres puso sus manos sobre la rueda y empujó con toda la fuerza que sus poderes le daban. Escuchó el chirrido de las poleas y el lento crujido de las puertas al empezar a abrirse.
La gente entró a raudales, como una corriente hacia el castillo. Su padre y su hermano estaban entre los primeros en atravesar el hueco y corrieron a reunirse con ella. Ceres hizo una señal con su espada.
“¡Dispersaos!” exclamó. “Tomad el castillo. Matad solo a los que tengáis que hacerlo. Este es un momento para la libertad, no para la matanza. ¡Hoy cae el Imperio!”
Ceres iba a la cabeza de la ola de gente, en dirección a la sala del trono. En momentos de crisis la gente se dirigiría hacia allí para intentar averiguar lo que sucedía, y Ceres imaginó que los que estaban a cargo del castillo se quedarían allí mientras osaran, para intentar mantener el control.
A su alrededor, vio que la violencia estallaba, imposible de detener, era imposible hacer otra cosa que no fuera reducir la velocidad. Vio que un joven noble se ponía frente a ellos, y la multitud se le echó encima, golpeándolo con todas las armas que podían agarrar. Un sirviente se metió en medio y Ceres vio que lo empujaban contra la pared y lo apuñalaban.
“¡No!” exclamó Ceres al ver que algunas personas del pueblo empezaban a agarrar tapices y a correr detrás de los nobles. “Estamos aquí para detener esto, ¡no para saquear!”
Lo cierto es que ya era demasiado tarde. Ceres vio que unos rebeldes perseguían a uno de los sirvientes que había allí, mientras otros se hacían con los adornos de oro que llenaban el castillo. Había dejado entrar allí un maremoto, y ahora no había esperanza de hacerlo retroceder solo con palabras.
Un escuadrón de guardias reales estaba enfrente de las puertas de la gran sala. Se veían formidables con sus armaduras de oro, grabadas con musculaturas falsas e imágenes diseñadas para intimidar.
“Entregaos y no os haremos daño”, les prometió Ceres, con la esperanza de poder mantener aquella promesa.
Los escoltas reales ni siquiera se detuvieron. Fueron al ataque con las espadas desenfundadas y, en un instante, todo era un caos de nuevo. Los escoltas reales estaban entre los mejores guerreros del Imperio, sus habilidades pulidas tras largas horas de entrenamiento. El primero en embestir contra ella fue tan rápido que incluso Ceres tuvo que alzar su espada bruscamente para interceptar el golpe.
Esquivó de nuevo, su segunda espada se deslizó por el arma del escolta y fue a parar a toda velocidad a su cuello. A su lado, escuchaba los ruidos de la gente luchando y muriendo, pero no osaba mirar a su alrededor. Estaba demasiado ocupada haciendo retroceder a otro contrincante, empujándolo hacia la agitada masa de la aglomeración.
Allí no había más que cuerpos aplastados. Las espadas parecían salir de allí como de un gran retorcido charco de carne. Vio a un hombre que estaba aplastado contra las puertas, el simple peso de la gente que había detrás de él lo tenía allí aplastado, a la vez que lo empujaba hacia delante.
Ceres esperó a estar más cerca y dio una patada a la puerta de la gran sala. Las puertas del castillo eran sólidas, pero estas se abrieron bajo el poder de su golpe, hasta golpear los muros que estaban al otro lado.
Dentro de la gran sala, Ceres vio grupos de nobles, esperando como si estuvieran indecisos de hacia dónde ir. Escuchó cómo varios de los nobles que había allí chillaban como si una horda de asesinos les hubiera caído encima. Desde donde estaban, Ceres imaginaba que probablemente no parecía tan diferente de aquello en absoluto.
Vio a la Reina Athena en el centro de todo aquello, sentada en el alto trono que debería haber sido el del rey, flanqueada por dos de los escoltas más grandes que había allí. Fueron corriendo hacia delante al unísono, y Ceres salió a su encuentro.
Se lanzó hacia delante, sumergiéndose bajo las espadas extendidas de los contrincantes, tropezando y levantándose con un suave movimiento. Se giró, atacando con sus dos espadas de golpe, cogiendo a los escoltas con la fuerza suficiente para perforarles la armadura. Cayeron sin hacer ruido.
Un ruido resonó por encima de las espadas al chocar desde la puerta: el sonido de la Reina Athena aplaudiendo con una intencionada lentitud.
“Oh, muy bien”, dijo mientras Ceres se giraba hacia ella. “Muy elegante. Digno de cualquier bufón. ¿Qué harás en tu siguiente truco?”
Ceres no cayó en la provocación. Sabía que a Athena solo le quedaban las palabras. Evidentemente iba a intentar conseguir todo lo que pudiera con ellas.
“A continuación, terminaré con el Imperio”, dijo Ceres.
Vio que la Reina Athena le clavaba una mirada de furia. “¿Poniéndote a ti en su lugar? Aquí viene el nuevo Imperio, igual que el viejo”.
Aquello le tocó más de cerca de lo que a Ceres le hubiera gustado. Había escuchado los gritos de los nobles mientras los rebeldes que iban con ella se extendían como un fuego incontrolado por el castillo. Había visto a algunos de los que habían matado.
“Yo no soy para nada como tú”, dijo Ceres.
La reina no contestó por un instante. En cambio, rio, y algunos de los nobles se le unieron, evidentemente ya muy acostumbrados a acompañarla con una risa nerviosa cuando la reina pensaba que algo era gracioso. Otros parecían demasiado asustados y se encogían de miedo.
Entonces sintió la mano de su padre sobre el hombro. “No eres en absoluto como ella”.
Pero no había tiempo para pensar en ello, pues la multitud que había alrededor de Ceres estaba cada vez más inquieta.
“¿Qué vamos a hacer con ellos?” preguntó uno de los combatientes.
Un rebelde dio una rápida respuesta. “¡Matarlos!”
“¡Matarlos! ¡Matarlos!” Se convirtió en un canto y Ceres vio que el odio crecía entre la multitud. Se parecía demasiado al aullido que se había formado en el Stade, esperando sangre. Exigiéndola.
Un hombre avanzó, en dirección a uno de los nobles con un cuchillo en la mano. Ceres reaccionó por instinto y esta vez fue lo suficientemente rápida. Se estrelló contra el asesino en potencia, lo golpeó y lo dejó tumbado mientras este miraba fijamente a Ceres atónito.
“¡Es suficiente!” exclamó Ceres y la sala quedó en silencio en aquel momento.