“¡Espera, espera!” dijo Maya. “¿Cómo vas a contactarnos si no sabes dónde estamos?”
Él pensó por un momento. No podía pedirle a Ronnie que se involucrara más en esto. No podía llamar a las niñas directamente. Y no podía arriesgarse a saber donde estaban, porque eso podría volverse en contra de él…
“Configuraré una cuenta falsa”, dijo Maya, “bajo otro nombre. Lo sabrás. Solamente la revisaré desde las computadoras del hotel. Si necesitas contactarnos, envía un mensaje”.
Reid entendió inmediatamente. Sintió una oleada de orgullo; ella era muy inteligente y mucho más fría bajo presión de lo que él podría esperar ser.
“¿Papá?”
“Sí”, dijo él. “Eso está bien. Cuida a tu hermana. Me tengo que ir…”
“Te amo también”, dijo Maya.
Terminó la llamada. Entonces inhaló. Una vez más, el instinto punzante de correr a casa con ellas, mantenerlas a salvo, empacar todo lo que pudieran e irse, irse a algún lugar…
No podía hacer eso. Sea lo que fuera esto, quien sea que estuviera tras él, tenía que encontrarlo de una vez. Había sido muy afortunado de que no estaban detrás de sus niñas. Quizás no sabían sobre los niños. La siguiente vez, si había una siguiente, pudiese no ser tan suertudo.
Reid abrió el celular, sacó la tarjeta SIM y la partió a la mitad. Dejo caer los trozos en una reja de alcantarilla. Mientras caminaba por la calle, depositó la batería en un cubo de basura y las dos mitades del celular en otros.
Él sabía que caminaba en la dirección general del Rue de Stalingrad, aunque no tenía ni idea de lo que iba a hacer cuando llegara allí. Su cerebro le gritaba que cambiara de dirección, que fuera a otro lado. Pero esa sangre fría en su subconsciente lo obligó a seguir adelante.
Sus captores le habían preguntado qué sabía de sus “planes”. Los lugares que le habían preguntado, Zagreb, Madrid y Teherán, tenían que estar conectados y claramente estaban vinculados a los hombres que se lo llevaron. Independientemente de lo que fueran estas visiones — aún se negaba a reconocerlas como cualquier otra cosa pero — ellas tenían conocimiento de algo que había ocurrido o que estaba por ocurrir. Conocimiento que no sabía. Mientras más pensó en ello, más sintió una sensación de urgencia fastidiando su mente.
No, era más que eso. Se sentía como una obligación.
Sus captores se veían dispuestos a matarlo lentamente por lo que sabía. Y él tenía la sensación de que si no descubría que era esto y que se supone que debía saber, más gente podía morir.
“Monsieur”. Reid se sobresaltó de su meditación por una mujer madura y corpulenta con un chal que gentilmente le tocó su brazo. “Estás sangrando”, dijo en Inglés y señaló su propia ceja.
“Oh. Merci”. Él se tocó su ceja derecha con dos dedos. Un pequeño corte había empapado el vendaje y una gota de sangre bajaba por su rostro. “Necesito encontrar una farmacia”, murmuró en voz alta.
Entonces, aspiró un aliento mientras un pensamiento lo golpeó: Había una farmacia dos cuadras abajo y una arriba. Nunca había estado dentro de ella — no por su propio conocimiento dudoso de todos modos — pero él simplemente lo sabía, tan fácil como sabía la ruta a Pap’s Deli.
Un escalofrío corrió desde la base de su espina dorsal hasta su nuca. Las otras visiones se habían manifestado a través de un estímulo externo, imágenes y sonidos e incluso olores. Esta vez no hubo una visión acompañante. Era un plano recuerdo del conocimiento, de la misma forma que supo donde girar en cada señal de tránsito. De la misma forma en que supo como recargar la Beretta.
Tomó una decisión antes de que la luz se pusiera verde. Iría a su encuentro y obtendría cualquier información que pudiera. Luego decidiría que hacer con ella — quizás reportarla a las autoridades y limpiar su nombre con respecto a los cuatro hombres en el sótano. Dejando que hagan los arrestos mientras él iba a casa con sus hijas.
En la farmacia, compró un tubo delgado de súper pegamento, una caja de vendajes de mariposa, cotonetes y una base que casi igualaba el tono de su piel. Llevó sus compras al baño y cerró la puerta.
Se quitó los vendajes que había pegado erráticamente en su rostro en el apartamento y se lavó la sangre costrosa de sus heridas. A los cortes pequeños les aplicó vendas de mariposa. Para las heridas más profundas, en las que regularmente requerirían suturas, juntó los bordes de la piel y apretó con una gota de súper pegamento, siseando a través de sus dientes todo el tiempo. Luego contuvo su aliento alrededor de treinta segundos. El pegamento quemaba ferozmente, pero disminuía mientras se secaba. Finalmente, alisó la base sobre los contornos de su cara, particularmente a los nuevos creados por sus sádicos captores anteriores. No había forma de enmascarar completamente su ojo hinchado y su mandíbula herida, pero al menos de esta forma menos gente lo miraría en la calle.
El proceso completo tomó alrededor de media hora, y dos veces en ese lapso los clientes golpearon la puerta del baño (la segunda vez una mujer gritaba en Francés que su hijo estaba a punto de estallar). Ambas veces Reid sólo gritó: “¡Occupé!”
Finalmente, cuando había terminado, se examinó de nuevo en el espejo. Estaba lejos de la perfección, pero al menos no se veía como si hubiese sido golpeado en una cámara de tortura subterránea. Él pensó si debió haber ido con una base más oscura, algo que lo hiciese ver más extranjero. ¿Sabía el hombre que llamó con quién se supone que se reuniría? ¿Reconocerían quién era él — o quién pensaban que era? Los tres hombres que vinieron a su casa no se veían muy seguros; ellos tuvieron que revisar una fotografía.
“¿Qué estoy haciendo?” se preguntó así mismo. Te estás preparando para una reunión con un peligroso criminal que probablemente sea un reconocido terrorista, dijo la voz en su cabeza — no esta nueva voz invasiva, la suya propia, la voz de Reid Lawson. Era su propio sentido común burlándose de él.
Entonces esa personalidad lista y asertiva, aquella justo debajo de la superficie, habló. Estarás bien, le dijo. Nada que no hayas hecho antes. Sus manos alcanzaron instintivamente el mango de la Beretta metida en la parte trasera de sus pantalones, oculta por su chaqueta nueva. Tú conoces todo esto.
Antes de abandonar la farmacia, él agarró pocos objetos más: Un reloj barato, una botella de agua y dos barras de caramelo. Afuera, en la acera, devoró ambas barras de chocolate. No estaba seguro de cuanta sangre había perdido y quería mantener alto su nivel de azúcar. Drenó la botella de agua entera y luego le preguntó la hora a un transeúnte. Configuró el reloj y lo deslizó alrededor de su muñeca.
Eran las seis y media. Tenía suficiente tiempo para llegar al lugar de reunión y prepararse.
*
Era casi de noche cuando llegó a la dirección que se le había entregado por teléfono. La puesta de sol sobre París arrojó grandes sombras por el bulevar. 187 Rue de Stalingrad era un bar en el 10mo distrito llamado Féline, un antro con ventanas pintadas y una fachada agrietada. Por otra parte, estaba situada en una calle poblada de estudios de arte, restaurantes Indios y cafés bohemios.
Reid se detuvo con la mano en la puerta. Si entraba, no habría vuelta atrás. Él todavía podía alejarse. No, el decidió, no podría. ¿A dónde iría? De vuelta a cada, ¿para que pudieran encontrarlo de nuevo? ¿Y vivir con esas extrañas visiones en su cabeza?
Él entró.
Las paredes del bar estaban pintadas de negro y rojo, y cubiertas con pósteres de la década de los cincuenta, de mujeres de rostro sombrío, titulares de cigarrillos y siluetas. Era muy temprano, o quizás muy tarde, para que el lugar estuviera ocupado.