CAPÍTULO UNO
Cuando la Detective Keri Locke abrió sus ojos, de inmediato comprendió que algo estaba mal. En primer lugar, no sentía que hubiera estado dormida por mucho tiempo. Su corazón latía desbocado y sentía todo su cuerpo empapado. Era como si hubiese perdido el conocimiento en lugar de haber dormido mucho.
En segundo lugar, no estaba en la cama. En vez de ello, estaba echada de espaldas sobre el sofá, en la sala de su apartamento, y el Detective Ray Sands, su compañero y, últimamente, su pareja, estaba inclinado sobre ella con una expresión preocupada en su rostro.
Intentó hablar para preguntarle qué era lo que estaba pasando, pero su boca estaba seca y de ella apenas salió un ronco sonido. No podía recordar cómo había llegado hasta allí o qué había sucedido antes de que perdiera la consciencia. Pero debía de haber sido algo grave como para que ella reaccionara de esa forma.
Vio en los ojos de Ray que no hallaba qué decir. Así no era él. Él no era de los que se andaban con rodeos. Un policía afroamericano del Departamento de Policía de Los Ángeles que medía uno noventa y tres, y había perdido su ojo izquierdo en una pelea, en su época de boxeador profesional, era directo en casi todo lo que hacía.
Keri intentó incorporarse con la ayuda de sus brazos pero Ray la detuvo, poniendo con delicadeza una mano sobre su hombro y meneando la cabeza.
—Date un minuto —dijo— Te ves todavía un poco temblorosa.
—¿Cuánto tiempo estuve desmayada? —graznó Keri.
—Menos de un minuto —contestó él.
—¿Por qué perdí el conocimiento? —preguntó.
Los ojos de Ray se agrandaron. Abrió la boca para responder pero se detuvo, claramente confundido.
—¿Qué pasa?
—¿No lo recuerdas? —preguntó incrédulo.
Keri meneó su cabeza. Creyó escuchar un zumbido en sus oídos, pero entonces se dio cuenta de que era otra voz. Miró hacia la mesa de la sala y vio el teléfono descansando sobre ella. Había una llamada abierta y alguien estaba hablando.
—¿Quién está en el teléfono? —preguntó.
—Pues, tú lo soltaste cuando caíste y yo lo puse allí para poder reanimarte.
—¿Quién es? —preguntó Keri de nuevo, notando que él había evadido la pregunta.
—Es Susan —dijo reticente—, Susan Granger.
Susan Granger era una prostituta de quince años a quien Keri había rescatado de las manos de su proxeneta el año anterior y había conseguido colocar en una casa hogar. Desde entonces, las dos se habían vuelto cercanas, con Keri actuando como una especie de mentora de la herida pero animosa jovencita.
—¿Por qué Susan está lla...?
Y entonces su memoria la golpeó como una ola impactando sobre todo su cuerpo. Susan había llamado para decirle a Keri que su propia hija, Evie, secuestrada hacía seis años, iba a ser la participante principal de una grotesca ceremonia.
Susan se había enterado de que mañana por la noche, en una casa ubicada en algún lugar de las Colinas de Hollywood, Evie iba a ser subastada al mayor postor, quien tendría el derecho de hacer el sexo con ella como mejor le pareciera antes de matarla en una especie de ritual de sacrificio.
Es por eso que perdí el conocimiento.
—Pásame el teléfono —le ordenó a Ray.
—No estoy seguro todavía de que estés lista para eso —dijo, sintiendo que ella no podía recordarlo todo.
—Dame el maldito teléfono, Ray.
Él se lo pasó sin añadir palabra.
—Susan, ¿estás todavía allí? —dijo.
—¿Qué sucedió? —quiso saber Susan, con una voz que bordeaba el pánico— Estaba allí y al siguiente instante nada. Podía escuchar que algo estaba pasando pero usted no respondía.
—Me desmayé —admitió Keri—. Me llevó un momento recuperarme.
—Oh —dijo Susan en voz baja—, siento haberle hecho eso.
—No es tu culpa, Susan. Es solo que me tomó por sorpresa. Era mucho que asimilar de golpe, especialmente cuando no me siento al cien por ciento.
—¿Cómo está? —preguntó Susan, con una preocupación casi palpable en su voz.
Se estaba refiriendo a las heridas de Keri, producidas hacia solo dos días en una pelea a muerte con un secuestrador de niñas. Acababa de ser dada de alta del hospital el día anterior.
Los doctores habían determinado que los moretones en su cara, donde el secuestrador la había golpeado dos veces, además de un pecho muy castigado y una rodilla inflamada, no eran suficientes para dejarla otro día.
El secuestrador, un trastornado fanático llamado Jason Petrossian, había llevado la peor parte. Todavía estaba hospitalizado bajo custodia armada. La niña de doce años que había secuestrado, Jessica Rainey, se recuperaba en casa