“Supongo que tendremos que verlo.”
Mackenzie asintió mientras se daban la vuelta para volver al mostrador. La mujer acababa de colgar el teléfono y les estaba mirando de nuevo.
“El Sheriff Clements estará aquí en unos diez minutos. Quiere que os encontréis con él en la cabina del guarda que hay fuera.”
Salieron a la calle y se dirigieron a la cabina del guarda. De nuevo, Mackenzie se sintió casi hipnotizada por los colores que reverberaban en los árboles. Caminaba despacio, admirándolo todo.
“¿Eh, White?” dijo Bryers. “¿Te encuentras bien?”
“Sí, ¿por qué lo preguntas?”
“Estás temblando. Un poco pálida. Como agente experimentado del FBI, mi corazonada es que estás nerviosa—muy nerviosa.”
Ella apretó sus manos con fuerza, consciente del ligero temblor en ellas. Sí, claro que estaba nerviosa pero esperaba estar ocultándolo. Por lo visto, no lo estaba haciendo demasiado bien.
“Mira, ahora todo va en serio. Puedes estar nerviosa, pero trabaja con ello. No te pelees o lo escondas. Ya sé que no suena nada lógico pero tienes que confiar en lo que te digo.”
Ella asintió, un poco avergonzada.
Continuaron sin decir otra palabra, mientras los colores salvajes de los árboles que les rodeaban parecían asentarse. Mackenzie miró hacia delante a la cabina del guarda, ojeando la barra que colgaba de la cabina y cruzaba la carretera. Por tonto que pudiera parecer, no pudo evitar la sensación de que su futuro le estaba esperando al otro lado de aquella barra y se dio cuenta de que se sentía tan ansiosa como intimidada al cruzarla.
En cuestión de segundos, ambos escucharon el ruido del pequeño motor. Casi de inmediato, un carrito de golf hizo aparición, doblando la curva. Parecía estar yendo a toda velocidad y el hombre al volante estaba prácticamente agazapado sobre él, como si quisiera que el carrito fuera aun más rápido.
El carrito aceleró hacia delante y Mackenzie obtuvo su primer atisbo del hombre que asumió era el Sheriff Clements. Era un tipo duro de cuarenta y tantos años. Tenía la mirada glacial del que ha recibido una mala mano en la vida. Su pelo oscuro estaba empezando a blanquear sobre las sienes y tenía ese tipo de sombra bordeando su rostro que parecía estar siempre allí.
Clements aparcó el carrito, apenas miró al guarda en la cabina, y rodeó la barra para verse con Mackenzie y Bryers.
“Agentes White y Bryers,” dijo Mackenzie, ofreciéndole la mano.
Clements la estrechó de manera pasiva. Hizo lo mismo con Bryers antes de devolver su atención al sendero pavimentado por el que acababa de descender.
“Si les soy sincero,” dijo Clements, “aunque sin duda aprecio el interés del bureau, no estoy tan seguro de que necesitemos su ayuda.”
“Bueno, ya que estamos aquí, deja que veamos si os podemos echar una mano,” dijo Bryers, de la manera más amigable que le fue posible.
“Está bien, montad en el carrito y veamos,” dijo Clements. Mackenzie estaba haciendo lo que podía para examinarle mientras se montaban en el carrito. Su principal preocupación desde el principio fue la de decidir si Clements estaba simplemente bajo un enorme estrés o si era tan imbécil por naturaleza.
Ella se montó junto a Clements en la parte delantera del carrito mientras que Bryers se quedó en la de atrás. Clements no dijo ni una palabra. De hecho, parecía que estuviera haciendo lo posible para que se enteraran de que se sentía molesto de tener que hacer de guía para ellos.
Tras un minuto más o menos, Clements giró el carrito hacia la derecha en el lugar en que la carretera asfaltada se bifurcaba. Aquí se acababa el pavimento y se convertía en un sendero todavía más estrecho que era apenas suficiente para el ancho del carrito.
“¿Así que cuáles son las instrucciones que le han dado al guarda en la cabina?” preguntó Mackenzie.
“Que no entra nadie,” dijo Clements. “Ni siquiera cuidadores del parque o policías a menos que tengan mi permiso por adelantado. Ya tenemos suficiente gente tirándose pedos por ahí, haciendo las cosas más difíciles de lo que tienen que ser.”
Mackenzie tomó su no tan sutil indirecta y se deshizo de ella. No estaba por la labor de entrar en una discusión con Clements antes de que Bryers y ella hubieran tenido tiempo de examinar la escena del crimen.
Aproximadamente cinco minutos después, Clements pisó los frenos. Saltó del carrito incluso antes de que este se hubiera detenido por completo. “Vamos,” dijo, como si estuviera hablando con un crío. “Por aquí.”
Mackenzie y Bryers se bajaron del carrito. Alrededor de ellos, el bosque se elevaba por encima de sus cabezas. Era hermoso pero estaba lleno de un silencio pesado que Mackenzie había empezado a reconocer como cierto tipo de presagio—una señal de que había antagonismo y problemas en el aire.
Clements les guió por el interior del bosque, caminando deprisa por delante de ellos. No había un sendero real de por sí. Aquí y allá Mackenzie podía ver señales de viejas huellas serpenteando entre el follaje y alrededor de los árboles pero eso era todo. Sin darse cuenta de que lo hacía, se puso por delante de Bryers al tratar de seguirle el ritmo a Clements. De vez en cuando, tenía que apartar una rama que colgaba de un árbol o quitarse hilos sueltos de telarañas del rostro.
Tras caminar unos dos o tres minutos, comenzó a escuchar varias voces entremezcladas. Los sonidos de movimiento se elevaron y empezó a comprender de qué hablaba Clements: incluso sin haber visto la escena, Mackenzie ya podía decir que iba a estar abarrotada de gente.
Tuvo la prueba de ello en menos de un minuto cuando la escena hizo su aparición. Se había acordonado la escena del crimen y se habían dispuesto unas banderitas limítrofes alrededor de una forma triangular en el bosque. Entre el cordón amarillo y las banderas rojas, Mackenzie contó ocho personas, incluyendo a Clements. Con Bryers y ella serían diez.
“¿Entiendes lo que te digo?” preguntó Clements.
Bryers se acercó por detrás de Mackenzie y suspiró. “Menudo lío que hay aquí.”
Antes de dar un paso adelante, Mackenzie hizo todo lo que pudo para examinar la escena. De los ocho hombres, cuatro eran del departamento de policía local, fáciles de identificar por sus uniformes. Había otros dos en uniformes de una clase diferente, que Mackenzie asumió serían de la policía estatal. Por lo demás, examinó la escena propiamente dicha en vez de dejar que las discusiones le distrajeran.
La ubicación parecía arbitraria. No había puntos de interés, ni artículos que pudieran ser considerados simbólicos. Era como cualquier otro sector de esos bosques por lo que podía ver Mackenzie. Adivinó que se encontraban como a una milla de distancia del sendero central. Aunque aquí los árboles no fueran especialmente frondosos, había un aire de aislamiento a su alrededor.
Una vez hubo examinado la escena por completo, miró a los hombres discutiendo. Unos cuantos parecían agitados y uno o dos parecían enfadados. Dos de ellos no llevaban ningún tipo de uniforme o traje que denotara su profesión.
“¿Quiénes son los tipos que no van de uniforme?” preguntó Mackenzie.
“No estoy seguro,” dijo Bryers.
Clements se giró hacia ellos con un gesto de desprecio en el rostro. “Guardabosques,” dijo. “Joe Andrews y Charlie Holt. Sucede algo como esto y se creen que son policías.”
Uno de los guardabosques miró hacia ellos con una mirada llena de veneno. Mackenzie estaba bastante segura de que Clements había asentido en dirección a este hombre al decir Joe Andrews. “Cuida tus maneras, Clements. Esto es un parque estatal,” dijo Andrews. “Tienes tanta autoridad aquí como un mosquito.”
“Puede que sea así, “ dijo