“Mi señor”, dijo Kelvin, aclarándose la garganta, “desde luego que hay una cosa más. La tradición, el día de la boda de su hija mayor. Cada MacGil ha nombrado a un sucesor. La gente espera que usted haga lo mismo. Ellos han estado animados. No sería conveniente que los decepcionara. Sobre todo si la Espada Destino sigue inmóvil”.
“¿Les gustaría que nombre a un heredero mientras estoy en la flor de la vida?”, preguntó MacGil.
“Mi señor, no es mi intención ofenderlo”, tambaleó Kelvin, pareciendo preocupado.
MacGil levantó una mano. “Conozco la tradición. Y sin duda alguna, voy a nombrarlo hoy”.
“¿Podría decirnos quién será?”, preguntó Firth.
MacGil se le quedó mirando, molesto. Firth era un chismoso y no confiaba en ese hombre.
“Te enterarás cuando llegue el momento”.
MacGil se puso de pie, y los demás también se levantaron. Hicieron una reverencia, se volvieron y salieron apresuradamente de la habitación.
MacGil se quedó pensando sin saber cuánto tiempo. En días así, deseaba no ser el rey.
MacGil bajó de su trono, las botas resonaban en el silencio y cruzó la habitación. Abrió la antigua puerta de roble él mismo, tirando de la manija de hierro y entró en una cámara lateral.
Disfrutó de la paz y de la soledad de esa acogedora habitación, como siempre lo había hecho, con sus paredes apenas veinte pasos en cada dirección, pero con un elevado techo arqueado. La habitación estaba hecha totalmente de piedra, con un pequeño vitral redondo sobre una de las paredes. La luz entraba a raudales por sus amarillos y rojos, iluminando un solo objeto en lo que sería de otra manera, una habitación vacía.
La Espada del Destino.
Ahí estaba, al centro de la cámara, de modo horizontal, entre las puntas de hierro, como una seductora. Como lo había hecho desde que era un niño, MacGil se acercó a ella, la rodeó, la examinó. La Espada del Destino. La espada de la leyenda, la fuente de la fuerza y el poder, de todo su reino, de una generación a otra. Quien tuviera la fuerza para levantarla, sería El Elegido, el destinado a gobernar el reino de por vida, para liberarlo de todas las amenazas, dentro y fuera del Anillo. Había sido una hermosa leyenda con la cual crecer, y en cuanto fue ungido como rey, MacGil había intentado izarla él mismo, ya que solo los reyes MacGil podían intentarlo. Los reyes que le precedieron, habían fracasado. Él estaba seguro de que sería diferente. Él estaba seguro de que sería El Elegido.
Pero estaba equivocado. Como todos los otros reyes MacGil antes que él. Y desde entonces su fracaso había mancillado su reinado desde entonces.
Mientras la observaba, examinó su larga hoja, hecha de un metal misterioso que nadie había descifrado. El origen de la espada era aún más sombrío, se rumoraba que había surgido de la tierra en medio de un terremoto.
Al examinarla, sintió nuevamente el aguijón del fracaso. Él podría ser un buen rey, pero no era El Elegido. Su pueblo lo sabía. Sus enemigos lo sabían. Él podría ser un buen rey, pero sin importar lo que hiciera, él nunca sería El Elegido.
Si lo hubiera sido, sospechaba que habría menos malestar entre su Corte, menos maquinaciones. Su propia gente confiaría más en él y sus enemigos ni siquiera considerarían un ataque. Una parte de él deseaba que la espada desapareciera, así como su leyenda. Pero sabía que no sucedería. Esa era la maldición—y el poder—de una leyenda. Aún más fuerte que un ejército.
Al mirarla por milésima vez, MacGil no podía evitar preguntarse una vez más, quién lo sería. ¿Quién de su linaje estaba destinado a empuñarla? Al pensar en lo que tenía que hacer, su labor de nombrar un heredero, se preguntaba quién, si había alguien, estaría destinado a izarla.
“El peso de la navaja es pesado”, dijo una voz.
MacGil dio media vuelta, sorprendido de tener compañía en la pequeña habitación.
Ahí, parado en la puerta, estaba Argon. MacGil reconoció la voz antes de verlo y estaba molesto con él por no haberse presentado antes y complacido de tenerlo ahí ahora.
“Llegas tarde”, dijo MacGil.
“Su sentido del tiempo no va conmigo”, respondió Argon.
MacGil se volvió hacia la espada.
“¿Alguna vez pensaste en que podría izarla?”, preguntó él reflexivamente. ¿El día en que me convertí en rey?”.
“No”, contestó Argon inexpresivamente.
MacGil volteó y lo miró.
“Sabías que no podría hacerlo. Lo viste, ¿verdad?”.
“Sí”.
MacGil ponderó eso.
“Me asusta cuando me das una respuesta directa. No sueles hacerlo”.
Argon se quedó callado, y finalmente, MacGil se dio cuenta de que no diría nada más.
“Hoy nombraré a mi heredero”, dijo MacGil. “Siento que es inútil nombrar a un heredero en este día. Quita la alegría del rey de la boda de su hija”.
“Tal vez esa alegría está destinada a ser irascible”.
“Pero me quedan muchos años de reinado”, dijo MacGil.
“Tal vez no tantos como cree”, contestó Argon.
MacGil entrecerró los ojos, preguntándose. ¿Era un mensaje?
Pero Argon no añadió nada más.
“Seis hijos. ¿A quién elijo?”, preguntó MacGil.
“¿Por qué me lo pregunta a mí? Ya hizo su elección”.
MacGil lo miró. “Visualizas mucho. Sí, ya elegí. Pero sigo queriendo saber lo que piensas”.
“Creo que hizo una elección inteligente”, dijo Argon. “Pero recuerde, un rey no puede gobernar más allá de la tumba. Sin importar a quien piensa elegir, el destino tiene forma de seleccionar por él mismo”.
“¿Voy a vivir, Argon?”, preguntó MacGil ansiosamente, haciendo la pregunta que había querido saber desde que había despertado la noche anterior de una horrible pesadilla.
“Anoche soñé con un cuervo”, añadió. “Vino y me robó la corona. Después, otra me llevó. Al hacerlo, vi cómo se extendía mi reino por debajo de mí. Se volvió negro cuando pasé. Desértico. Un terreno baldío”.
Miró a Argon, con los ojos llorosos.
“¿Fue una pesadilla? ¿O fue algo más?”.
“Los sueños siempre son otra cosa, ¿no?”, preguntó Argón.
MacGil sintió desasosiego.
“¿En qué radica el peligro? Solamente dime eso”.
Argon se le acercó y lo miró a los ojos con tal intensidad que MacGil sintió como si estuviera mirando otro reino dentro de ellos.
Argon se inclinó hacia adelante y susurró:
“Siempre está más cerca de lo que crees”.
CAPÍTULO CUATRO
Thor se escondió entre la paja en la parte trasera de un carruaje, mientras lo empujaba a lo largo del camino. Él había tomado el camino la noche anterior y había esperado pacientemente hasta que pasara un carruaje lo suficientemente grande para abordarlo sin ser notado. Estaba oscuro en ese momento, y el carruaje iba al trote, lo suficientemente lento para que él pudiera obtener un buen ritmo corriendo y abordarlo desde atrás. Él había caído en el heno y se enterró en el interior. Por suerte, el conductor no lo había visto. Thor no estaba seguro si el carruaje iba a la Corte del Rey, pero iba hacia esa dirección y un carruaje de este tamaño, y con esas marcas, podría