Volusia seguía allí con calma, mirándolos con una ligera sonrisa y se dio cuenta de que su entereza debía haberlos descolocado, pues él parecía aturdido.
“¿Qué ha hecho, mujer?” pidió él, agarrando con fuerza su espada. “Ha venido com invitada a nuestra ciudad y ha matado a nuestro gobernador. El elegido. El que no se puede matar.”
Volusia les sonrió y respondió con calma:
“Se equivoca bastante, General”, dijo ella. “Yo soy la que no sepuede matar. Tal y como acabo de demostrar aquí hoy”.
Él negó con la cabeza, furioso.
“¿Cómo puede ser tan estúpida?” dijo él. “Está claro que debía saber que la mataríamos a usted y a sus hombres, que no existe ningún sitio al que correr, ninguna manera de escapar de este lugar. Aquí, sus pocos soldados están rodeados por centenares de miles de los nuestros. Está claro que debía saber que su acto de hoy aquí le supondría su sentencia de muerte, peor, su encarcelamiento y tortura. No tratamos con amabilidad a nuestros enemigos, por si no lo había notado”.
“De hecho, lo he notado, General, y lo admiro”, respondió ella. “Y aún así, no me pondrá la mano encima. Ninguno de sus hombres lo hará”.
Él negó con la cabeza, molesto.
“Está más loca de lo que pensaba”, dijo él. “Yo llevo el cetro dorado. Todos nuestros ejércitos harán lo que diga. Exactamente lo que yo diga”.
“¿Lo harán?” preguntó lentamente, con una sonrisa en la cara.
Poco a poco, Volusia se dio la vuelta y miró por la ventana al aire libre, hacia abajo al cuerpo del Príncipe, que ahora alzaban sobre sus hombros unos lunáticos y llevaban por toda la ciudad como un mártir.
De espaldas a él, se aclaró la garganta y continuó.
“No dudo, General”, dijo ella, “que sus fuerzas están bien entrenadas. O que seguirán a aquel que lleve el cetro. Su fama les precede. También sé que son inmensamente más grandes que las mías. Y que no existe manera de escapar de aquí. Pero, mire, no deseo escapar. No me hace falta”.
Él la miró, desconcertado, y Volusia se dio la vuelta y echó una mirada por la ventana, peinando el patio. En la distancia divisó a Koolian, su hehicero, de pie entre la multitud, ignorando a todos los demás y mirando hacia arriba, únicamente hacia ella, con sus brillantes ojos verdes y su cara llena de verrugas. Llevaba puesta su túnica negra, inconfundible entre la multitud, sus brazos cruzados reposadamente, con su cara pálida mirando hacia ella, parcialmente escondida tras la capucha, aguardando sus órdenes. Allí estaba él, el único que estaba tranquilo, paciente y disciplinado en esta caótica ciudad.
Volusia le hizo una casi imperceptible señal con la cabeza y vio que él inmediatamente le hacía otra.
Lentamente, Volusia se dio la vuelta y, con una sonrisa en la cara, miró al general.
“Puede entregarme el cetro ahora”, dijo ella, “o puedo matarlos a todos y cogerlo yo misma”.
Él la miró, estupefacto, entonces negó con la cabeza y, por primera vez, sonrió.
“Conozco personas ilusas”, dijo él. “Serví a una durante años. pero usted…usted está en una categoría propia. Muy bien. Si desea morir de este modo, que así sea”.
Dio un paso adelante y desenfundó la espada.
“Me va a gustar matarla”, añadió él. “Quise hacerlo desde el momento en que vi su cara. Toda aquella arrogancia, suficiente para poner malo a un hombre”.
Se acercó a ella y, mientras lo hacía, Volusia se giró y de repente vio a Koolian de pie a su lado en la habitación.
Koolian se dio la vuelta y lo miró fijamente, aturdido por su repentina aparición de la nada. Allí estaba, enmudecido, claramente sin haber previsto esto y claramente sin saber qué hacer con él.
Koolian se echó la capucha hacia atrás y lo miró con desprecio con su grotesco rostro, demasiado pálido, con sus ojos blancos, dando vueltas y lentamente levantó las manos.
Mientras lo hacía, de repente, el comandante y todos sus hombres cayeron sobre sus rodillas. Chillaron y levantaron las manos hacia sus oídos.
“¡Detenga esto!” exclamó él.
Poco a poco, la sangre manaba de sus orejas y, uno a uno, caían al suelo de piedra, inmóviles.
Muertos.
Volusia dio un paso adelante lentamente, con calma, se agachó y agarró el cetro dorado de la mano del comandante muerto.
Lo elevó en alto y lo examinó a la luz, admirando su peso, la manera cómo brillaba. Era algo siniestro.
Hizo una amplia sonrisa.
Pesaba incluso más de lo que ella había imaginado.
Volusia estaba justo pasado el foso, fuera de los muros de la ciudad de Maltolis, su hechicero, Koolian, su asesino, Aksan y el comandante de sus fuerzas volusianas, Soku, detrás de ella, y ella miraba hacia el vasto ejército maltolisiano reunido ante ella. Tan lejos como la vista le alcanzaba podía ver que las planicies desiertas estaban llenas de los hombres de Maltolis, doscientos mil de ellos, un ejército más grande de lo que jamás había visto. Incluso para ella, era impresionante.
Allí estaban pacientemente, sin un líder, todos mirándola a ella, Volusia, que estaba en una tarima elevada, de cara a ellos. La tensión se sentía espesa en el aire y Volusia podía sentir que todos ellos estaban esperando, reflexionando, decidiendo si la mataban o la servían.
Volusia los observaba con orgullo, sintiendo su destino delante de ella y lentamente alzó el cetro dorado por encima de su cabeza. Se giró lentamente, en todas direcciones, para que todos pudieran verla a ella, al cetro, brillando al sol.
“¡MI PUEBLO!” dijo en voz alta. “Yo soy la diosa Volusia. Vuestro príncipe está muerto. Yo soy la que lleva el cetro ahora; soy a quien seguiréis. Seguidme, y ganaréis la gloria, riquezas y todos los deseos de vuestros corazones. Quedaos aquí y os consumiréis y moriréis en este lugar, bajo la sombra de estos muros, bajo la sombra del cadáver de un líder que nunca os amó. Lo servisteis en la locura; a mí me serviréis en la gloria, en la conquista y, finalmente, tendréis al líder que merecéis”.
Volusia levantó el cetro más arriba, mirándolos, encontrando sus disciplinadas miradas, sintiendo su destino. Sentía que era invencible, que nada se interpondría en su camino, ni siquiera aquellos centenares de miles de hombres. Sabía que ellos, como todo el mundo, se inclinarían ante ella. Lo veía suceder en el ojo de su mente; después de todo, era una diosa. Vivía en un reino por encima de los hombres. ¿Qué elección les quedaba?
Tan seguro como lo visualizaba, se oyó un lento ruido de armadura y, uno a uno, todos los hombres delante de ella pusieron una rodilla en el suelo, uno tras otro. Un gran ruido de armaduras se extendió a lo largo del desierto, mientras todos se arrodillaban ante ella.
“¡VOLUSIA!” cantaban en voz baja, una y otra vez.
“¡VOLUSIA!”
“¡VOLUSIA!”
CAPÍTULO CUATRO
Godfrey sentía cómo el sudor caía por su nuca mientras se apiñaba dentro del grupo de esclavos, procurando no quedarse en el medio y no ser visto mientras se abrían camino por las calles de Volusia. Otro chasquido cortó el aire y Godfrey gritó de dolor cuando la punta de un látigo le golpeó por detrás. La esclava de detrás suyo gritó mucho más fuerte, pues el látigo iba principalmente dirigido a ella. Le golpeó firmemente en la espalda y ella gritó y se tambaleó hacia delante.
Godfrey se acercó y la cogió antes de que se desplomara, actuando por impulso, sabiendo que ponía su vida en peligro al hacerlo. Ella recobró el equilibrio y se giró hacia él, con el pánico y el miedo en su rostro y, al verlo, sus ojos se abrieron como platos por la sorpresa. Estaba claro que no esperaba verlo,