“¡Darius!” gritó una voz.
Gwen divisó a Darius en el suelo, sobre su espalda y rodeado por el Imperio, que se acercaba. Su corazón dio un salto por la preocupación, pero observó con gran satisfacción cómo Kendrick se apresuraba hacia delante y alzaba su escudo, salvando a Darius de un golpe de hacha que iba directo a golpearle la cara.
Sandara dio un grito y Gwen pudo ver su alivio, pudo ver cuánto quería a su hermano.
Gwendolyn cogió un arco de uno de los soldados que hacían guardia a su lado. Colocó una flecha, la tiró hacia atrás y apuntó.
“¡ARQUEROS!” exclamó.
A su alrededor, docenas de arqueros apuntaron, echando hacia atrás sus arcos, aguardando sus órdenes.
“¡FUEGO!”
Gwen disparó su flecha hacia el cielo, por encima de sus hombres y, al hacerlo, su docena de arqueros dipararon también.
La descarga fue a parar al grueso de soldados del Imperio que quedaba y se oyeron gritos mientras una docena de soldados caían sobre sus rodillas.
“¡FUEGO!” exclamó de nuevo.
Entonces vino otra descarga; y después otra.
Kendrick y sus hombres se apresuraron hacia allí, matando a todos aquellos hombres que las flechas habían hecho caer de rodillas.
Los soldados del Imperio se vieron forzados a abandonar el ataque a los aldeanos y, en cambio, su ejército dio media vuelta y se enfrentó a los hombres de Kendrick.
Esto les dio una oportunidad a los aldeanos. Lanzaron un fuerte grito mientras cargaban hacia delante, apuñalando por la espalda a los soldados del Imperio, que ahora estaban siendo asesinados por ambos lados.
Los soldados del Imperio, presionados entre dos fuerzas hostiles, con sus números menguando rápidamente, empezaban finalmente a darse cuenta de que estaban siendo superados en táctica. Sus filas de cientos de hombres pronto menguaron a docenas y los que quedaban se dieron la vuelta e intentaron huir a pie, sus zertas habían sido asesinados o tomados como rehenes.
No llegaban muy lejos antes de ser cazados y asesinados.
Se alzó un gran grito de triunfo de los aldeanos y los hombres de Gwendolyn. Todos ellos se runieron, gritando de alegría, abrazándose los unos a los otros como hermanos y Gwendolyn bajó corriendo por la ladera para unirse a ellos, con Krohn a sus pies, metiéndose en aquel grosor, con hombres a su alrededor, el fuerte olor de sudor y miedo en el aire, la sangre fresca corriendo por el suelo del desierto. Aquí, en este día, a pesar de todo lo que había sucedido en el Anillo, Gwen sintió un momento de triunfo. Era una victoria gloriosa aquí en el desierto, los aldeanos y los exiliados del Anillo reunidos juntos, unidos para desafiar al enemigo.
Los aldeanos habían perdido muchos hombres buenos y Gwen había perdido algunos de los suyos. Pero, al menos, Gwen estaba aliviada de ver que Darius estaba vivo y, con ayuda, se levntaba torpemente.
Gwen sabía que el Imperio tenía millones de hombres más. Sabía que el día de la venganza llegaría.
Pero aquel día no era hoy. Hoy no había tomado la decisión más sabia, pero había tomado la más valiente. La correcta. Sentía que era una decisión que su padre hubiera tomado. Había escogido el camino más difícil. El camino de lo que era correcto. El camino de la justicia. El camino del valor. Y, a pesar de lo que pudiera venir, aquel día había vivido.
Realmente había vivido.
CAPÍTULO TRES
Volusia estaba en el balcón de piedra mirando hacia abajo, el patio de adoquines de Maltolis se desplegaba bajo ella y lejos, allá abajo, veía el cuerpo en postura desgarbada del Príncipe, allí tumbado, inmóvil, sus extremidades extendidas en una posición grotesca. Parecía tan lejos desde allá arriba, tan minúsculo, tan desprovisto de poder y Volusia se maravillaba de cómo, tan solo unos instantes antes, había sido uno de los gobernadores más poderosos del Imperio. Esto le recordó lo frágil que era la vida, la ilusión que representaba el poder y, por encima de todo, cómo ella, de infinito poder, poseía el poder de la vida y la muerte sobre cualquiera. Ahora nadie, ni tan solo un gran príncipe, podía detenerla.
Mientras ella estaba allí, mirando hacia fuera, se levantaron los gritos de los miles de hombres de él a lo largo y ancho de la ciudad, los conmocionados ciudadanos de Maltolis, quejándose, su sonido llenaba el patio y se levantaba como una plaga de langostas. Gemían, gritaban y golpeaban sus cabezas contra los muros de piedra; se echaban al suelo, como niños enojados y se arrancaban el pelo del cuero cabelludo. Al verlos, pensó Volusia, uno pensaría que Maltolis había sido un líder benevolente.
“¡NUESTRO PRÍNCIPE!” exclamó uno de ellos, un grito repetido por muchos otros mientras todos ellos corrían hacia delante, lanzándose sobre el cuerpo del Príncipe loco, sollozando y convulsionando mientras se agarraban a él.
“¡NUESTRO QUERIDO PADRE!”
Las campanas de repente tocaron por toda la ciudad, una larga sucesión de tañidos, resonando entre ellos. Volusia escuchó un alboroto y, al levantar la vista, observó a centenas de tropas de Maltolis marchando a toda prisa a través de las puertas de la ciudad, hacia el patio de la ciudad, en filas de dos, la compuerta de rejas se levantó para permitirles la entrada. Todos ellos se dirigían al castillo de Maltolis.
Volusia sabía que había provocado un acontecimiento que alteraría para siempre esta ciudad.
Entonces se oyó un repentino e insistente ruido retumbante en la gruesa puerta de roble de la habitación, que la hizo dar un salto. Era un golpe de puerta incesante, el sonido de docenas de soldados, ruido metálico de armadura, golpeando con un ariete la gruesa puerta de roble del aposento del Príncipe. Volusia, por supuesto, la había atrancado y la puerta, de treinta centímetros de grosor, se suponía que resistiría el asedio. Sin embargo, sus bisagras iban cediendo, mientras los gritos de los hombres venían del otro lado. Con cada portazo se doblaba más.
Tras, tras, tras.
La habitación de piedra tembló y el antiguo candelabro de techo de metal, que colgaba de arriba de una viga de madera, se balanceó incontrolablemente antes de estrellarse contra el suelo.
Volusia estaba allí de pie y lo observaba todo con calma, anticipándolo todo. Ella sabía, por supuesto, que vendrían a por ella. Querían venganza y no la dejarían escapar.
“¡Abra la puerta!” gritó uno de sus generales.
Ella reconoció la voz- el líder de las fuerzas de Maltolis, un hombre sin gracia que había conocido hacía poco, con una voz baja y áspera- un hombre inepto pero un soldado profesional y con doscientos mil hombres a su disposición.
Y aún así, Volusia estaba allí y miraba a la puerta con calma, sin inmutarse, observándola con paciencia, esperando a que la derribaran. Evidentemente se la podría haber abierto, pero no les daría esa satisfacción.
Fnalmente vino un tremendo estruendo y la puerta de madera cedió, reventando las bisagras y docenas de soldados, con el ruido de sus armaduras, entraron corriendo a la habitación. El comandante de Maltolis, que vestía su armadura ornamental y llevaba el cetro dorado que le daba derecho a llevar el mando del ejército de Maltolis, marcaba el camino.
Redujeron la velocidad hasta un paso rápido al verla allí de pie, sola, sin