Allí estaba fresco y Sam pudo respirar. Que ya no sintiera el sol sobre su cabeza era toda una diferencia. Pudo abrir los ojos que lentamente se adaptaron a la luz.
Decenas de personas lo miraban con sus rostros asustados. La mayoría estaba sentada en el interior de pequeñas piscinas y baños individuales mientras que otros caminaban descalzos sobre el piso de piedra. Todos estaban desnudos. Sam se dio cuenta que estaba en una casa de baños. Una casa de baños romana.
Los techos eran altos y arqueados y dejaban entrar la luz, y había grandes columnas arqueadas por todos lados. Los pisos eran de mármol brillante y estaba lleno de pequeñas piscinas. La gente holgazaneaba relajándose.
Es decir, hasta que lo vieron. Rápidamente se levantaron y sus expresiones de tranquilidad se transformaron en una de temor.
Sam no soportaba ver a esas personas -esos ricos ociosos, descansando como si no les importara el mundo. Los haría pagar. Echó la cabeza hacia atrás y rugió.
La mayoría de la gente tuvo el buen tino de irse y apresurarse a tomar sus toallas y batas para tratar de salir tan pronto como podían.
Pero Sam no les dio tiempo para huir. Sam se lanzó hacia ellos, se abalanzó sobre la mujer más cercana, y hundió los dientes en su cuello. Chupó la sangre y ella cayó al suelo rodando en un baño, tiñéndolo de rojo.
Sam hizo lo mismo una y otra vez, saltando de una a otra víctima, hombres y mujeres por igual. Pronto la casa de baños se llenó de cadáveres, los cuerpos flotaban por todas partes y las piscinas se teñían de rojo.
Se escuchó algo en la puerta, y Sam giró para ver de qué se trataba.
Allí, en la puerta, había docenas de soldados romanos. Vestían los uniformes típicos -túnicas cortas, sandalias romanas, cascos emplumados y llevaban escudos y espadas cortas. Otros sostenían arcos y flechas. Las sacaron y apuntaron a Sam.
“¡Quédate donde estás!", el líder gritó.
Sam gruñó mientras se volvía, se irguió revelando toda su estatura, y comenzó a caminar hacia ellos.
Los romanos hicieron fuego. Decenas de flechas volaron por el aire hacia él. Sam las vio moverse en cámara lenta, sus relucientes puntas de plata se dirigían hacia él.
Pero él fue más rápido que sus flechas. Antes de que pudieran llegar hasta él, Sam estaba en el aire, saltando por sobre todos ellos. Fácilmente cubrió toda la habitación de unos cuarenta pies – incluso antes de que los arqueros relajaran sus manos.
Sam bajó con los pies delante y golpeó al soldado en el centro de la formación en el pecho con tanta fuerza que éste golpeó a los demás que cayeron como una fila de fichas de dominó. Una docena de soldados se desplomaron.
Antes de que los demás pudieran reaccionar, Sam arrebató dos espadas de las manos de dos soldados. Giró y os atacó en todas direcciones.
Su puntería era perfecta. Cortó cabeza tras cabeza, luego se volvió y clavó la espada en el corazón de los sobrevivientes. Se movía a través de la multitud como si fuera mantequilla. En cuestión de segundos, decenas de soldados estaban sobre el suelo, sin vida.
Sam se dejó caer de rodillas y hundió sus colmillos en el corazón de cada uno, bebió y bebió. Se arrodilló en cuatro patas y, encorvado como una bestia, se hartó de sangre, tratando de saciar su rabia que no tenía límites.
Sam terminó, pero aún no estaba satisfecho. Sentía como si necesitara pelear con ejércitos enteros, matar a masas de humanos de una sola vez. Necesitaba atiborrarse durante semanas. Y aun así, no sería suficiente.
“¡SANSON!" gritó una extraña voz femenina.
Congelado en seco, Sam se detuvo. Era una voz que no había escuchado en siglos. Era una voz que casi había olvidado, una que nunca había esperado oír de nuevo.
Sólo una persona en este mundo lo llamaba Sansón.
Era la voz de su creador.
Allí, de pie junto a él, mirando hacia abajo con una sonrisa en su hermoso rostro, estaba el primer amor verdadero de Sam.
Era Samantha.
CAPÍTULO SIETE
Caitlin y Caleb volaban por el cielo claro y azul del desierto hacia el norte de Israel, hacia el mar. Debajo, se extendía la tierra y Caitlin observaba los cambios en el paisaje. Había enormes extensiones de desierto, de tierra quemada por el sol, rocas, piedras, montañas y cuevas. Casi no había gente, excepto por algún pastor vestido de pies a cabeza de blanco con una capucha que le cubría la cabeza para protegerse del sol, su rebaño lo seguía de cerca.
Pero más al norte, el terreno empezó a cambiar. El desierto dio paso a colinas, y el color cambió también, pasando de un marrón seco y polvoriento a un verde vibrante. Los olivares y viñedos salpicaban el paisaje. Pero aún así, se veían pocas personas.
Caitlin pensó en lo que había descubierto en Nazaret. En el interior del aljibe, le había sorprendido encontrar un objeto que ahora aferraba en su mano: una estrella de David de oro del tamaño de la palma de su mano. A lo largo había grabada una pequeña inscripción antigua con una sola palabra: Capernaum.
Era claro que era un mensaje que les indicaba dónde ir. Pero, ¿por qué Cafarnaum? Caitlin se preguntó.
Caleb le había dicho que Jesús había pasado un tiempo allí. ¿Significaba que los estaba esperando? ¿Y su padre también estaría allí? ¿Y, posiblemente Scarlet?
Caitlin escudriñó el paisaje debajo. Le sorprendió lo poco poblado que Israel estaba en esa época. Volaba sobre una que otra casa ya que las viviendas eran muy pocos y estaban separadas entre si. Todavía era una tierra vacía con mucho campo. Las únicas ciudades se parecían a pueblos y se veían primitivas, con edificios de arquitectura sencilla de uno o dos pisos y construidos de piedra. Tampoco se veía ningún camino pavimentado.
Mientras volaban, Caleb se puso a su lado y estiró su mano. Era agradable sentirlo tan cerca. Caitlin se preguntaba por enésima vez, por qué habían aterrizado en esa época y en ese lugar. Tan atrás en el tiempo. Tan lejos. En un lugar tan diferente a Escocia y a todo lo que sabía.
Podía sentir que esta era la última parada en su viaje. Allí. Israel. Era un lugar y una época tan poderosos, que sentía la energía irradiar de todo. Todo parecía dirigirse espiritualmente hacia ella, como si estuviera caminando y viviendo y respirando dentro de un campo de energía gigante. Sabía que la estaba esperando algo trascendental. Pero no sabía qué. ¿Estaba su padre allí? ¿Podría encontrarlo alguna vez? Era muy descorazonador. Tenía las cuatro llaves. Él debería estar allí, Caitlin pensó, esperándola. ¿Por qué tenía que seguir buscando?
Lo que más le preocupaba era Scarlet. Miraba hacia abajo por todos los lugares que pasaban, buscando algún rastro de ella y de Ruth. Por un momento se preguntó si no había logrado regresar, pero rápidamente sacó esa idea de su mente, evitando tener esos malos pensamientos. No podía concebir su vida sin Scarlet. Si supiera que Scarlet ya no estaba con ella, sabía que no tendría la fuerza para seguir adelante.
Caitlin sentía la estrella de David arder en su mano, y volvió a pensar en el lugar a dónde se dirigían. Deseaba saber más sobre la vida de Jesús; deseaba haber leído la Biblia más cuidadosamente durante su niñez. Trató de recordar algo, pero solamente sabía lo básico: Jesús había vivido en cuatro lugares: Belén, Nazaret, Cafarnaún, y Jerusalén. Ellos acababan de abandonar Nazaret y ahora estaban en camino a Capernaum.
Ella no podía evitar preguntarse si al seguir sus huellas, iban tras el tesoro, si tal vez él tenía alguna pista, o si alguno de sus seguidores tenía alguna idea de dónde estaba su padre y también el escudo. De nuevo se preguntó cómo podrían estar conectados. Pensó en todas las iglesias