“Se hizo para ti”.
Ceres levantó la mano hacia su boca y soltó un soplido.
“¿Para mí?” preguntó, atónita.
Él hizo una amplia sonrisa.
“¿Realmente pensaste que olvidaría tu decimoctavo cumpleaños?” respondió.
Sintió que las lágrimas le inundaban los ojos. Nunca había estado más emocionada.
Pero después pensó en lo que él había dicho antes, acerca de que no quería que luchara y ella se sintió confundida.
“Y aún así”, respondió ella, “dijiste que no podía entrenar”.
“No quiero que mueras”, explicó él. “Pero veo dónde está tu corazón. Y esto no lo puedo controlar”.
Le colocó la mano debajo de la barbilla y le levantó la cabeza hasta que sus miradas se cruzaron.
“Estoy orgulloso de ti por ello”.
Le entregó la espada y cuando ella sintió el frío metal en su mano, se volvió uno con ella. El peso era perfecto para ella y parecía que la empuñadura había sido moldeada para su mano.
Toda la esperanza que había muerto antes ahora volvía a despertar en su pecho.
“No se lo cuentes a tu madre”, le advirtió. “Escóndela donde ella no pueda encontrarla o la venderá”.
Ceres asintió.
“¿Cuánto tiempo estarás fuera?”
“Intentaré volver para visitaros antes de la primera nevada”.
“¡Pero aún quedan meses!” dijo, echándose hacia atrás.
“Es lo que debo hacer…”
“No. Vende la espada. ¡Quédate!”
Él le puso una mano en la mejilla.
“Vender la espada nos ayudaría esta temporada. Y quizás la siguiente. ¿Pero después qué?” Él negó con la cabeza. “No. Necesitamos una solución a largo plazo”.
¿A largo plazo? De repente, entendió que su nuevo trabajo no iba a ser solo por unos meses. Podría llevarle años.
Su desánimo aumentó.
Él se adelantó, como si lo percibiera, y la abrazó.
Ella sintió cómo empezaba a llorar en sus brazos.
“Te echaré de menos, Ceres”, dijo por encima de su hombro. “Eres diferente a todos los demás. Cada día miraré a los cielos y sabré que tú estás bajo las mismas estrellas. ¿Harás lo mismo?”
Al principio quiso gritarle y decirle: ¿Cómo te atreves a dejarme aquí sola?
Pero en su corazón sentía que no podía quedarse y no quería hacérselo más difícil de lo que ya era.
Una lágrima le cayó por la cara. Ella resopló y asintió con la cabeza.
“Cada noche estaré bajo nuestro árbol”, dijo ella.
La besó en la frente y la rodeó con sus tiernos brazos. Las heridas de su espalda parecían cuchillos, pero ella apretó los dientes y se quedó en silencio.
“Te quiero, Ceres”.
Ella quería responder y, sin embargo, no pudo decir nada, las palabras se le habían quedado atascadas en la garganta.
Él trajo a su caballo del establo y Ceres le ayudó a cargarlo de comida, herramientas y provisiones. Él la abrazó por última vez y ella pensó que el pecho le iba a estallar por la tristeza. Pero todavía no podía pronunciar una sola palabra.
Él montó en el caballo y asintió con la cabeza antes de hacerle una señal al animal para que se pusiera en marcha.
Ceres le decía adiós con la mano mientras el se iba cabalgando y observó con firme decisión hasta que desapareció detrás de una colina lejana. El único amor verdadero que había conocido provenía de aquel hombre. Y ahora se había ido.
La lluvia empezó a caer del cielo y le pinchaba en la cara.
“¡Padre!” gritó lo más fuerte que pudo. “¡Padre, te quiero!”
Cayó de rodillas y hundió su cara en sus manos, llorando.
Sabía que la vida no volvería a ser la misma.
CAPÍTULO TRES
Con los pies doloridos y los pulmones ardiendo subía la empinada colina como podía sin derramar ni una gota de ninguno de los cubos que llevaba a los lados. Normalmente ella pararía para hacer una pausa, pero su madre la había amenazado sin desayuno a no ser que llegara al amanecer –y no desayunar significaba no comer hasta la cena. De todas formas, no le importaba el dolor –este, por lo menos, hacía que no pensara en su padre y en el triste nuevo estado de las cosas desde que él se fue.
El sol estaba justo ahora en la cima de las Montañas Alva a lo lejos, pintando las desperdigadas nubes de arriba de un rosa dorado y el suave viento susurraba a través de la hierba alta y amarilla que había a ambos lados del camino. Ceres inhaló el aire fresco de la mañana y decidió ir más rápida. Su madre no encontraría aceptable la excusa de que su pozo habitual se había secado o que había una larga cola en el otro que estaba a casi medio kilómetro. De hecho, no se detuvo hasta llegar a la cima de la colina y, una vez hecho, se paró en seco, aturdida por la visión que tenía ante ella.
Allá, en la distancia, estaba su casa y delante de ella había un carro de bronce. Delante de él estaba su madre, conversando con un hombre con tanto sobrepeso que Ceres pensó que nunca había visto a nadie que tuviera la mitad de su tamaño. Llevaba una túnica de lino de color bermellón y un sombrero de seda rojo y su larga barba era espesa y gris. Ella se fijó más, intentando comprender. ¿Era un mercader?
Su madre llevaba su mejor vestido, un vestido verde de lino que llegaba hasta el suelo que había adquirido hacía años con el dinero que se suponía que iba a servir para comprar zapatos nuevos a Ceres. Nada de todo esto tenía sentido.
Con indecisión, Ceres empezó a bajar la colina. Mantenía los ojos fijos en ella y cuando vio que aquel hombre mayor le pasaba una pesada bolsa de piel a su madre y la cara demacrada de su madre se iluminaba, todavía tuvo más curiosidad. ¿Había acabado su mala suerte? ¿Podría volver a casa su padre? Los pensamientos le aliviaron un poco el peso que tenía en el pecho, aunque no iba a emocionarse hasta conocer los detalles.
Cuando se acercaba a su casa, su madre se giró y le sonrió cálidamente e, inmediatamente, Ceres sintió un nudo de preocupación en su estómago. La última vez que su madre le había sonreído así –con los dientes y los ojos brillantes- Ceres había recibido un azote.
“Querida hija”, dijo su madre con un tono excesivamente dulce, abriendo los brazos hacia ella con una sonrisa que hizo que a Ceres se le cortara la sangre.
“¿Esta es la chica?” dijo el hombre mayor con una sonrisa de deseo y abriendo como platos sus pequeños ojos brillantes al mirar a Ceres.
Ya de cerca, Ceres podía para ver cada arruga en la piel de aquel hombre obeso. Su ancha nariz plana parecía ocupar toda su cara y, cuando se quitó el sombrero, su sudorosa cabeza calva brillaba con el sol.
Su madre fue tan campante hacia Ceres, le quitó los cubos y los colocó en la hierba chamuscada. Solo este gesto le confirmaba a Ceres que algo iba realmente mal. Empezó a sentir cómo una sensación de pánico crecía en su pecho.
“Le presento a mi orgullo y mi alegría, mi única hija, Ceres”, dijo su madre, fingiendo secarse una lágrima del ojo cuando no había ninguna. “Ceres, este es Lord Blaku. Por favor, presenta tus respetos a tu nuevo amo”.
Un golpe de miedo se le clavó a Ceres en el pecho. Respiró profundamente.
Ceres miró a su madre que, con la espalda hacia Lord Blaku, le hizo la sonrisa más malvada que jamás