“Unas normas más severas no destrozarán la rebelión”, dijo, con el corazón golpeándole el pecho. “Tan solo la incentivará. Infundir el miedo a los ciudadanos y negarles la libertad no hará sino obligarlos a levantarse contra nosotros y unirse a la rebelión”.
Unos cuantos rieron, mientras otros hablaban entre ellos. Estefanía le cogió la mano e intentó callarlo, pero él la retiró.
“Un gran rey usa el amor, igual que el miedo, para gobernar a sus subordinados”, dijo Thanos.
El rey le lanzó una mirada intranquila a la reina. Se puso de pie y fue hasta Tanos.
“Thanos, eres un joven valiente al decir lo que piensas”, dijo, colocándole una mano en el hombro. “Sin embargo, ¿tu hermano pequeño no fue asesinado a sangre fría por esa misma gente, aquellos que se gobiernan a ellos mismos, como tú dices?”
Thanos enfureció. ¿Cómo se atrevía su tío a sacar la muerte de su hermano tan a la ligera? Durante años, Thanos había sentido dolor cada nocheantes de dormir mientras lamentaba la muerte de su hermano.
“Aquellos que asesinaron a mi hermano no tenían suficiente comida para ellos mismos”, dijo Thanos. “Un hombre desesperado buscará medidas desesperadas”.
“¿Cuestionas la sabiduría del rey?” preguntó la reina.
Thanos no podía creer que nadie más hablara en contra de esto. ¿No veían lo injusto que era? ¿No se daban cuenta de que aquellas nuevas leyes lanzarían fuego a la rebelión?
“Ni por un momento engañará a la gente haciéndoles creer que no quiere otra cosa que no sea su sufrimiento y su propio beneficio”, dijo Thanos.
Se escuchó un grito ahogado de desaprobación entre el grupo.
“Tus palabras son duras, sobrino”, dijo el rey, mirándolo a los ojos. “Casi pensaría que pretendes unirte a la rebelión”.
“¿O quizás ya eres parte de ella?” dijo la reina, levantando las cejas.
“No lo soy”, gritó Thanos.
La temperatura del aire de la glorieta subió y Thanos se dio cuenta de que, si no iba con cuidado, podrían acusarlo de traición, un crimen que podía castigarse con la muerte sin juicio.
Estefanía se levantó y tomó la mano de Thanos entre las suyas, sin embargo, perturbado por su cadencia, él la retiró rápidamente.
La expresión de Estefanía se derrumbó y bajó la mirada.
“Quizás con el tiempo verás los defectos de tus creencias”, le dijo el rey a Thanos. “Por ahora, nuestro resolución es la que vale y será implementada de inmediato”.
“Bien hecho”, dijo la reina con una sonrisa repentina. “Ahora, vamos a tratar el segundo punto de nuestro orden del día. Thanos, como hombre joven de dieciocho años, nosotros -tus soberanos imperiales- te hemos escogido una esposa. Hemos decidido que tú y Estefanía os caséis”.
Thanos lanzó una mirada a Estefanía, cuyos ojos estaban vidriosos por las lágrimas y tenía una expresión de preocupación dibujada en el rostro. Él se sentía asustado. ¿Cómo podían exigirle aquello?
“No puedo casarme con ella”, suspiró Thanos, con un nudo en el estómago.
Se oyeron murmullos entre la multitud y la reina se puso de pie tan rápido que su silla cayó hacia atrás con un chasquido.
“¡Thanos!” exclamó, con las manos apretadas contra sus costados. “¿Cómo osas desafiar al rey? Te casarás con Estefanía quieras o no”.
Thanos miró a Estefanía con ojos tristes mientras a ella le caían lágrimas por las mejillas.
“¿Crees que eres demasiado bueno para mí?” preguntó ella, mientras le temblaba el labio inferior.
El dio un paso hacia delante para consolarla lo poco que pudiera pero, antes de alcanzarla, ella salió corriendo de la glorieta, tapándose la cara con las manos mientras lloraba.
El rey se puso de pie, claramente furioso.
“Recházala, hijo”, dijo de repente con la voz fría y dura, resonando en toda la glorieta, “y te esperan las mazmorras”.
CAPÍTULO CINCO
Ceres corrió a toda velocidad, zigzagueando por las calles de la ciudad, hasta que sintió que sus piernas ya no podían sujetarla, hasta que sus pulmones quemaban tanto que podían explotar y hasta que supo con absoluta certeza que el mercader nunca la encontraría.
Finalmente, se desplomó en el suelo de un callejón entre basura y ratas, rodeando sus piernas con sus brazos, mientras le caían las lágrimas por sus mejillas calientes. Con su padre lejos y su madre queriéndola vender, no tenía a nadie. Si se quedaba en la calle y dormía en los callejones, acabaría muriendo de hambre o congelada hasta la muerte cuando llegara el invierno. Quizás esto sería lo mejor.
Durante horas estuvo sentada y llorando, con los ojos hinchados y su mente hecha un lío por la deseperación. ¿Adónde iba a ir ahora? ¿Cómo conseguiría dinero para sobrevivir?
El día se hizo largo hasta que, finalmente, decidió volver a casa, colarse en el cobertizo, coger las pocas espadas que quedaban y venderlas en palacio. De todos modos, hoy la esperaban. De esta manera, tendría dinero para unos cuantos días al menos hasta que se le ocurriera un plan mejor.
También cogería la espada que su padre le había regalado y que ella había escondido debajo de las tablas del suelo del cobertizo. Pero esta no la vendería, no. Hasta que no se encontrara cara a cara con la muerte, no abandonaría el regalo de su padre.
Fue corriendo despacio hasta su casa, observando con atención mientras avanzaba, por si veía caras conocidas o el carruaje del mercader. Cuando llegó a la última colina, se escabulló detrás de la hilera de casas y hasta el campo, caminando de puntillas por la tierra reseca, sin dejar de buscar por si veía a su madre.
Un ataque de culpabilidad apareció cuando recordó cómo había golpeado a su madre. Nunca quiso hacerle daño, ni incluso después de lo cruel que su madre había sido. Incluso ni con el corazón roto y sin remedio.
Al llegar a la parte de atrás del cobertizo, echó un vistazo por una grieta de la pared. Al ver que estaba vacío, entró en la sombría chabola y recogió las espadas. Pero justo cuando iba a levantar la tabla donde había escondido la espada, oyó voces que provenían del exterior.
Cuando se levantó y echó un vistazo a través de un pequeño agujero de la pared, vio horrorizada cómo su madre y Sartes se dirigían hacia el cobertizo. Su madre tenía un ojo morado y un moratón en la mejilla y, ahora al ver a su madre viva y bien, el saber que ella se lo había causado casi hacía sonreír a Ceres. Toda su furia brotaba de nuevo cuando pensaba en cómo su madre quiso venderla.
“Si te cojo pasándole comida a escondidas a Ceres, te azotaré, ¿me entiendes?” dijo su madre bruscamente mientras ella y Sartes andaban dando largos pasos por delante del árbol de su abuela.
Al no responder, su madre pegó a Sartes en la cara.
“¿Lo entiendes, chico?” dijo ella.
“Sí”, dijo Sartes bajando la vista, con una lágrima en el ojo.
“Y si alguna vez la ves, tráela a casa para que pueda darle una paliza que nunca olvidará”.
Empezaron a caminar de nuevo hacia el cobertizo y el corazón de Ceres de repente golpeaba de forma incontrolada. Agarró las espadas y se fue corriendo hacia la puerta de atrás tan rápida y silenciosamente como pudo. Justo cuando salía, la puerta delantera se abrió de par en par y ella se inclinó contra la pared exteriror y escuchó, las heridas de las garras del omnigato le escocían en la espalda.
“¿Quién