–Manín, hombre, repara que estás molestando a esas señoras—le decía a lo mejor hallándose ambos en cualquier tienda.
–Bueno, bueno; pues si quieren estar a gusto, que traigan de casa un jergón y se acuesten—respondía el bárbaro en voz alta.
D. Pedro se mordía los labios para no soltar el trapo, porque le hacían extremada gracia tales groserías y brutalidades.
Si entraba en un café, Manín se atracaba de cuarterones de vino tinto mientras él solía beber con parquedad una copita de moscatel. Pero siempre pedía una botella y la pagaba, aunque la dejase casi llena. Mostrando por esta prodigalidad cierta extrañeza un boticario de la población con quien alguna vez se dignaba hablar, le respondió con fría arrogancia:
–Pago una botella, porque me parece indecoroso que D. Pedro Quiñones de León pida una copa como cualquier c…tintas de las oficinas del gobierno político.
Causaba asombro también en la ciudad el que al saludar a los clérigos en la calle les besase la mano, imitando la costumbre de los nobles en otros siglos. Este respeto no era más que un medio de distinguirse y acreditar su alta jerarquía, como todo lo demás. Porque al capellán que tenía a su servicio, aunque le besaba la mano en público, le trataba como a un doméstico en privado. Le guardaba muchas menos consideraciones que a Manín. Pero lo que verdaderamente dejó estupefacta a la población y se prestó a sin número de comentarios y chufletas fue lo que D. Pedro hizo, poco después de llegar de Madrid, en cierta solemnidad religiosa. Se presentó en la iglesia con uniforme blanco cuajado de cordones y entorchados, que debía de ser el de maestrante de Ronda. Al llegar el momento de la consagración en la misa, avanzó con paso solemne hasta el medio del templo, que se hallaba libre de gente, desenvainó la espada y comenzó a esgrimirla sucesivamente contra los cuatro puntos cardinales, dando furiosas estocadas y mandobles al aire. Las mujeres se asustaron, los chiquillos corrieron, la mayor parte de los hombres pensó que era un acceso de locura. Sólo los más avisados o eruditos entendieron que se trataba de una ceremonia simbólica y que aquellos mandobles al aire significaban que don Pedro estaba resuelto, como caballero profeso que era de una orden militar, a batirse con todos los enemigos de la fe, en cualquier paraje del mundo. El único periodiquito que se publicaba entonces en Lancia todos los domingos (hoy existen once, seis diarios y cinco semanales) le dedicó una gacetilla en que, con no poca gracia, se burlaba de él. Sin embargo, tales burlas públicas o privadas, como ya se ha indicado, no conseguían amenguar el prestigio de que el ilustre prócer gozaba en la ciudad. Quien se considera de buena fe superior a los seres que le rodean, tiene mucho adelantado para que éstos se le humillen. Además, D. Pedro, apesar de sus ridiculeces, era hombre culto, aficionado a la literatura y con pujos de poeta. De vez en cuando, y con ocasión de cualquier fausta nueva para la patria o familia real, escribía algunas décimas o tercetos en estilo clásico, un poco gongorino. Aunque algunas personas trataron de persuadirle a que los publicase, nunca esto se pudo acabar con él. Profesaba tan sincero desprecio a todo lo que reflejase el movimiento democrático de nuestra era y muy especialmente a los periódicos, que prefería tenerlos manuscritos, conocidos solamente de un número reducido de amigos. Pasaba igualmente por hombre valeroso. En Madrid había tenido algunos duelos y en Lancia dejó de efectuarse uno entre él y cierto jefe político que los progresistas mandaron a esta provincia, por la intercesión del obispo y cabildo catedral.
Al llegar a los cuarenta años, poco más o menos, casó con una señora aristócrata también, que habitaba en Sarrió. Murió su esposa al año, a consecuencia del parto. Tres años después contrajo de nuevo matrimonio con Amalia, dama valenciana algo emparentada con él. Apenas se conocían. D. Pedro la había visto en Valencia cuando ella contaba catorce años. El matrimonio que se realizó diez años después pactose por medio de cartas, previo el cambio de retratos. Se daba por seguro que la voluntad de la novia había sido forzada, y aun se decía que durante algunos meses se había negado a compartir el tálamo con su marido. Todavía más. Se contaba en Lancia con gran lujo de pormenores el viaje que por consejo de un canónigo hizo don Pedro con su esposa para inspirarla confianza y acortar, entre las peripecias del camino y la descomodidad de las posadas, la distancia moral y material que los separaba. Cumplidas las profecías del astuto capitular y realizados todos los fines del matrimonio, el cielo no quiso sin embargo bendecirlo. Poco tiempo después D. Pedro experimentó el terrible ataque apoplético que le paralizó de medio cuerpo abajo, y desde entonces no hubo términos hábiles para la bendición, aunque la Providencia estuviese animada de los mejores deseos.
–Nos hace falta un cuarto—dijo apretando con efusión la mano del conde.
–Sí, sí, a ver si cambia la suerte… Moro nos está llevando el dinero bravamente—dijo un viejecito de cara redonda, fresca, rasurada, el pelo blanco y los ojos claros y tiernos. Tenía marcado acento gallego. Se llamaba Saleta y era magistrado de la audiencia y tertulio asiduo de la casa de Quiñones.
–¡No tanto, Sr. Saleta, no tanto! Sólo gano doscientos tantos. Faltan trescientos para desquitarme de lo que he perdido ayer—manifestó el aludido, que era un joven de fisonomía abierta y simpática.
–¿Y por qué no han llamado ustedes a Manín?—preguntó el conde dirigiendo una mirada risueña al célebre mayordomo, que, con su calzón corto, zapatos claveteados y chaqueta de bayeta verde, dormitaba en una butaca.
Las miradas de los tres se volvieron hacia él.
–Porque Manín es un bruto que no sabe jugar más que a la brisca—dijo D. Pedro riendo.
–Y al tute—manifestó el gañán, desperezándose groseramente, abriendo una boca de a cuarta.
–Bueno, y al tute.
–Y al monte.
–Bien, hombre, y al monte también.
Y se pusieron a jugar sin hacer más caso de él.
Pero al cabo de un momento volvió a decir:
–Y al parar.
–¿Al parar también?—preguntó en tono de burla el conde de Onís.
–Sí, señor, y a las siete y media.
–¡Vaya! ¡vaya!—exclamó aquél distraídamente, abriendo el abanico de cartas y examinándolo atentamente.
Y siguieron jugando con empeño, absortos y silenciosos. El mayordomo les interrumpió de nuevo, diciendo:
–Y al julepe.
–¡Bueno, Manín, cállate!… No seas majadero—exclamó ásperamente D. Pedro.
–¡Manjadero! ¡manjadero!—masculló el aldeano con mal humor.—Otros hay tan manjaderos; pero como tienen dinero no hay quien se lo llame.
Y dejó caer de nuevo sus formidables espaldas en el sillón, estiró las patas y cerró los ojos para roncar.
Los jugadores levantaron la vista hacia don Pedro con sorpresa e inquietud. Este la clavó colérica en su mayordomo; pero, al verle en aquella tan sosegada postura, cambió repentinamente, y alzando los hombros y convirtiendo de nuevo