–Estoy mejor… Muchas gracias.
–¿No le hará a usted daño este ruido?
–No… Me aburría mucho en la cama… Además, no quería privar a las chicas del único recreo que hoy por hoy tienen en Lancia.
–Muchas gracias, Amalia—exclamó una jovencita que venía bailando y oyó las últimas palabras de la dama.
Ésta le dirigió una sonrisa bondadosa.
Otra pareja que venía detrás chocó con el caballero, que continuaba en pie.
–¡Usted siempre estorbando, Luis!
–A nadie más que a usted, María Josefa—respondió el joven, riendo con afectación para disimular el embarazo que aún sentía.
–¿Está usted seguro de que a mí sola?—preguntó ella alzando al mismo tiempo su mirada maliciosa hacia el caballero que la estrechaba en sus brazos.
María Josefa Hevia tenía ya por lo menos cuarenta años, y sus quince habían sido casi tan feos, pese al refrán, como sus cuarenta. Como no poseía tampoco bastante hacienda para restablecer el equilibrio, ningún valiente había llegado a redimirla del purgatorio de la soltería. Hasta hacía poco tiempo todavía halagaba la esperanza de que, ya que no un pollo, por lo menos se arrojase a pedir su mano alguno de los indianos solteros que iban llegando a establecerse en Lancia. Fundábala en la tendencia que éstos mostraban a contraer matrimonio con las hijas de las familias distinguidas de la población, aunque no llevasen dote. Pertenecía ella por la línea paterna a una de las más ilustres; como que era pariente del señor de Quiñones, en cuya casa nos hallamos. Pero su padre había muerto, y vivía con su madre, mujer de baja estofa, cocinera antes de subir al tálamo nupcial de su amo. Sea por esto o, lo que es más probable, por la bien declarada y proverbial fealdad de su figura, tampoco los indianos picaron la carnada del anzuelo. Y eso que, con motivo o sin él, solía descotarse más de la cuenta para hacer ostensible lo que, según voz pública, tenía de menos malo en su cuerpo. El rostro era repulsivo, de facciones incorrectas, hinchado por la erisipela y desfigurado amenudo por algunas llamaradas rojizas que le subían a las narices. De sus ilusiones femeninas no le quedaba ya más que una, la de bailar: era una verdadera pasión: padecía horriblemente cada vez que los descuidados pollos de Lancia la dejaban comiendo pavo. Pero se vengaba tan lindamente de ellos y ellas, poseía una lengua tan acerada, que la mayor parte de los jóvenes le sacrificaban por lo menos un baile en todos los saraos: cuando se descuidaban, las mismas muchachas se lo recordaban, temiendo las iras de la feroz solterona. Bailaba, pues, tanto como la más linda damisela de Lancia, por razón opuesta, esto es, por el saludable terror que había logrado inspirar. Ella lo sabía, y aunque humillada en el fondo del alma, no dejaba de aprovecharse, optando por el que consideraba menor de los males. Poseía espíritu sagaz y malicioso; veía muy bien el ridículo de las acciones, narraba con gracia y estaba dotada además de un don particular para herir a cada persona, cuando se le antojaba, en lo más vivo.
–¿Ha llegado ya el conde?—dijo una voz áspera que salía del gabinete contiguo y se sobrepuso al tecleo del piano y a las pisadas de los bailarines.
–Sí: aquí estoy, D. Pedro… Voy allá.
El conde dio un paso hacia el gabinete, sin apartar la vista de la pálida señora. Ésta le clavó otra mirada intensa donde se leía una interrogación. Él cerró los ojos afirmando, y pasó a la inmediata estancia. Lo mismo ésta que el salón estaban amueblados sin lujo. Los próceres de Lancia desdeñaban esos refinamientos del decorado, hoy tan usuales. No por avaricia, sino por entender con razón que su prestigio estribaba, más que en la riqueza o suntuosidad de las moradas, en el sello de respetable antigüedad que poseían, rechazaban en ellas cualquiera innovación, lo mismo interna que externa. Los muebles envejecían, se deslustraban; las alfombras y cortinas se iban rayendo. Los dueños aparentaban no fijarse en ello. Sobre todo, D. Pedro Quiñones mostraba una negligencia en este punto que rayaba en jactancia. Ni los ruegos de su señora, ni las indirectas que algún osado, como Paco Gómez, solía autorizarse bromeando, le decidían jamás a llamar a los pintores y tapiceros. Se adivinaba bien que en esta resolución influía el desdén con que miraba el lujo desplegado por algunos indianos en el mobiliario de sus casas.
El salón, en lo que toca a las dimensiones, era soberbio, amplio, elevadísimo de techo; ocupaba todos los balcones de la calle de Santa Lucía, exceptuando el del gabinete. La sillería antigua, pero no imitando formas de siglos remotos, como ahora se usa: estaba construida en el pasado al gusto de la época, y forrada de terciopelo verde ya gastado. La alfombra descubría el tejido por varios sitios. De las paredes colgaban algunos tapices magníficos. Éste era el lujo de la casa. D. Pedro Quiñones poseía una colección de gran valor. Solía exhibirlos una vez al año, colgándolos de los balcones el día del Corpus para el paso de la procesión. Decíase que un inglés le había ofrecido por ellos un millón de pesetas. Poseía asimismo algunos cuadros antiguos de mérito, tan oscurecidos por el tiempo que, si una mano hábil no venía pronto a restaurarlos, concluirían por desaparecer. Lo único nuevo que en el salón había era el piano, comprado hacía tres años, poco después de casarse en segundas nupcias D. Pedro.
El gabinete, también de gran tamaño, con un balcón a la calle de Santa Lucía y dos al jardín, estaba peor decorado aún. Grandes cortinones de damasco, dos armarios de roble sin espejo, un sofá forrado de seda, algunos sillones de vaqueta, una mesa redonda en el centro y algunas sillas correspondientes al sofá; todo bien manoseado y marchito. En torno de la mesa central, y alumbrados por enorme quinqué de aceite con pantalla verde, estaban tres caballeros jugando al tresillo. El dueño de la casa era uno de ellos. Tendría de cuarenta y seis a cuarenta y ocho años de edad; hacía tres que estaba enteramente imposibilitado para moverse, de resultas de un ataque apoplético que le paralizó las dos piernas. Era corpulento, rostro moreno y facciones bien acentuadas, enérgicas; el cabello y la barba, blanqueando ya por muchos puntos, fuertes, abundantes, encrespados; los ojos negros y hundidos de mirar imponente. En su fisonomía había una expresión de orgullo y fiereza que ni aun la sonrisa amistosa con que acogió al conde de Onís pudo extinguir por completo. Estaba reclinado más que sentado en una butaca construida adrede para facilitarle el movimiento del tronco y los brazos, y arrimada a la mesa de lado a fin de que le fuese posible jugar y tener las piernas extendidas. Aunque en la chimenea ardían algunos troncos de leña, se abrigaba con una talma de color gris cerrada al cuello con broche de oro. Bordada sobre ella, del lado del corazón, había una gran cruz roja de la orden de Calatrava. El señor de Quiñones prescindía pocas veces de esta talma, que le daba aspecto un poco fantástico y teatral.
Siempre había sido extravagante en el vestir. Su orgullo le impulsaba a buscar el modo de distinguirse del vulgo. En varias ocasiones se le vio de levita cerrada, sombrero de copa y almadreñas: gastaba larga melena, como un caballero del siglo diez y siete; vestía amenudo traje de terciopelo o pana con botas de montar; usaba botines cuando ya nadie se acordaba de ellos, y grandes cuellos de camisa vueltos sobre el chaleco, imitando la antigua valona. Nunca se vio hombre más preciado de su nobleza ni con más afán de resucitar el prestigio y los privilegios de que aquélla gozaba en siglos pasados. El público murmuraba de sus extravagancias y muchos se reían de ellas, porque Lancia es una población donde abundan los espíritus humorísticos; pero, como siempre acontece, este orgullo desmedido y feroz había concluido por imponerse. Los que con más gracia se burlaban de las rarezas de don Pedro eran los que con mayor sumisión y rendimiento le quitaban el sombrero así que le veían de media legua.
Había vivido en la corte algún tiempo durante sus años juveniles, pero no echó raíces en ella. Fue gentilhombre con ejercicio y disfrutó de las ventajas y preeminencias que su caudal y nacimiento le concedían; pero no bastaban a saciar aquel corazón henchido de arrogancia. La extraña amalgama de la aristocracia de la sangre con la del dinero le hería y le irritaba. El respeto que se concedía a los hombres políticos y que él mismo se veía obligado a tributar por razón de su cargo le encendía de ira. ¡Un hijo de la nada, un pelagatos pasar por delante de él con la cabeza erguida, dirigiéndole