âLe habÃan matado hacÃa poco âhabÃa precisado al atónito levitaâ. Lo sé porque uno de los guardias le estaba diciendo a sus colegas que le cuerpo seguÃa caliente. Luego lo subieron a una carretilla, imagino que inmediatamente âEra habitual que las rondas de orden público llevaran al cuartel todos los cadáveres desconocidos que se encontraban por la calle, algo no infrecuente, donde se mantenÃan en depósito en un sótano hasta la mañana del dÃa siguiente, por si algún pariente se presentaba a reconocerlos y reclamarlos. Si no, el muerto era sepultado en las primeras horas del dÃa siguiente en la fosa común de Perga.
Las funciones del organismo de policÃa de la ciudad, compuesto por un centenar de hombres al mando de un centurión, eran similares a las de la Milicia de los Vigilantes de la Urbe, creada en el año 7581bis por Octavio César Augusto e imitada en diversas ciudades del Imperio. Ejercitaban funciones generales de policÃa y se encargaban de la prevención y extinción de incendios, asà como, en relación con estas funciones, de la identificación y arresto de quien los hubieran provocado intencionadamente o por negligencia. La base de la actividad de la centuria eran las rondas continuas por la ciudad de escuadras de diez hombres. Gayo Tulio, comandante de la decuria que habÃa tropezado con el cuerpo de Jonatán Pablo, después de haber interrogado brevemente a los habitantes de la zona, que habÃan declarado no haber visto ni oÃdo nada, habÃa renunciado a investigar: en esos tiempos era normal que la mayor parte de los delitos quedara impune y encontrar a los culpables sin sorprenderles en flagrante delito era improbable, casi tanto como identificar a una hormiga en un hormiguero.
El posadero habÃa indicado también a Bernabé que habÃa dicho al decurión que la vÃctima era su cliente, añadiendo que avisarÃa al otro cliente, que compartÃa la habitación con la vÃctima y era pariente suyo, para que, si querÃa, reclamara los restos.
Esa misma noche, a pesar de la oscuridad, con una linterna conseguida del hotelero, el sobrino del muerto se habÃa presentado en la sede de la milicia, que no estaba muy lejos, para reclamar el cuerpo de su tÃo. HabÃa hablado con el decurión que estaba de servicio en el cuerpo de guardia. El suboficial le habÃa llevado al comandante del cuartel, un joven centurión llamado Junio Marcelo. Este hombre, después de haber escuchado la solicitud de Bernabé, habÃa hecho llamar al decurión Gayo Tulio y, en su presencia, habÃa dicho al levita:
âBien, me has dicho que te llamas José Bernabé y eres de Salamina. Ahora me gustarÃa saber qué habéis venido a hacer a Perga la vÃctima y tú.
âYo, a comprar semillas para mis campos, y el tÃo, telas para su bazar en Jerusalén.
âHay una bolsa del muerto a recoger, dime cómo puedes demostrar que eres su sobrino.
âLo puede confirmar Mateo Bar BenjamÃn, dueño de la posada donde mi tÃo y yo hemos alquilado juntos una habitación.
Gayo Tulio se habÃa entrometido:
âComandante, Mateo Bar BenjamÃn es la persona que he citado en mi informe, que ha reconocido a la vÃctima del homicidio y me ha dicho que informarÃa al sobrino.
âEstá bien, de todos modos comprobaremos enseguida si ese sobrino es precisamente este hombre âSe habÃa vuelto a Bernabéâ. Tú entretanto dime dónde y con quién has pasado hoy las últimas horas de luz.
ParecÃa que sospechaba de él, como habÃa deducido el levita con preocupación y habÃa dado el nombre del mayorista de granos.
El centurión, una vez obtenidos los domicilios del comerciante y el posadero, habÃa ordenado a Gayo Tulio llevarse una guardia y acompañar al levita a las residencias de los dos testigos para un careo.
El mayorista habÃa declarado que ese cliente habÃa estado con él hasta el atardecer, el posadero que Bernabé habÃa llegado al albergue inmediatamente después de ponerse el sol, antes de que el cielo estuviera oscuro y que el dÃa anterior el hombre y el difunto se habÃan presentado como parientes al tomar su habitación.
Una vez escuchado el informe de Gayo Tulio, el comandante habÃa concedido al sobrino confirmado retirar, al alba, el cadáver de su tÃo. Le habÃa entregado de inmediato la bolsa, que contenÃa solo monedas de cobre, seis sestercios y dos dupondios, en uno de los dos compartimentos, el de la moneda fraccionaria, mientras que el otro, para las monedas de oro y los denarios de plata, estaba vacÃo. Bernabé sabÃa que el pariente debÃa haber tenido mucho dinero para pagar las telas y el viaje de vuelta y habÃa pensado en un hurto, no por parte del homicida, sino de los guardias. ¿Del propio centurión? HabÃa razonado: ¿por qué un ladrón callejero se entretendrÃa en tomar las monedas de valor, dejando la calderilla, en lugar de quedarse simplemente con la bolsa como hacen todos los rateros y huir antes de que pudiera aparecer alguien?
Después de una noche de sueño agitado, al abrir el bazar Bernabé habÃa comprado una sábana, un sudario y ungüentos sepulcrales y llegado a un acuerdo con un par de griegos, albañiles, canteros y sepultureros que tenÃan una tienda en esa misma zona. HabÃa ido al puesto de policÃa con los dos sobre su carro, remolcado por una pareja de mulas, como habÃa notado molesto el levita: las normas hebraicas de pureza prohibÃan cruzar diversas especies de animales y también valerse de sus hÃbridos, pero Bernabé no habÃa tenido elección en esa ciudad en su mayor parte pagana. Los enterradores, expertos tanto en funerales gentiles como hebreos, habÃan cargado sobre su carro al interfecto para una sepultura judÃa. El levita habÃa ordenado a los dos operarios que lavaran el cuerpo de su tÃo y lo ungieran con los aceites. Luego, después de haber elevado una oración, habÃa ordenado envolver el cuerpo en la sábana. Con el carro, los tres vivos y el muerto habÃan llegado al cementerio, que se encontraba a media milla de Perga: se trataba de una cañada cubierta de rocas, prunos y arbustos que pasaba, a lo largo de un tercio de milla y con un centenar de codos de anchura, entre dos paredes rocosas salpicadas de pequeñas cavernas a diversas alturas. Las tumbas se habÃan creado añadiendo a la naturaleza el trabajo del hombre, aprovechando las grutas que aparecÃan al nivel del suelo. Después de que el levita, de pie junto al carro, hubo recitado las últimas oraciones para el difunto, los sepultureros habÃan llevado el cuerpo, con la sábana que lo envolvÃa, a una gruta todavÃa vacÃa donde lo habÃan depositado boca arriba. Luego habÃan cerrado el espacio con piedras recogidas en el lugar, a modo de ladrillos naturales, uniéndolas con cal. HabÃan dejado una apertura casi cuadrada a nivel de tierra de poco más de un codo y medio, desde la cual, arrastrándose, se habrÃa podido acceder al interior. Luego habÃan excavado el terreno junto a la tumba, una guÃa de cinco codos de larga y cerca de un palmo de ancha, la habÃan recubierto con pequeños guijarros planos y habÃan colocado y hecho girar, para cerrar el acceso, una lápida cilÃndrica, poco más estrecha que la guÃa y de un diámetro un poco mayor que la diagonal de apertura, rueda tumbal que habÃan tomado en la tienda de entre otras trabajadas previamente y donde, sobre lo que serÃa el lado externo, Bernabé habÃa hecho esculpir el nombre de su tÃo, tanto en arameo como traducido al alfabeto griego.
El levita habÃa dedicado los siete dÃas siguientes a purificarse de la contaminación del cadáver, según la ley mosaica de pureza contenida en el libro de la Torá Bemidba: «El que toque a un muerto, cualquier cadáver humano, será impuro siete dÃas.