Ella había decidido no aceptar aquellas condiciones laborales y se marchó en cuanto ganó las oposiciones a Magistratura20.
“Hola Laura, ¿dónde está él?”
Él era el abogado Lorenzo Putignani, uno de los tres socios. El otro, el padre de Viola, desde hacía tres años en el convento, había abandonado ya la actividad profesional.
Las ganancias derivadas de la actividad del estudio legal, y que habrían sido el estipendio, en forma de cuota fija, de Cosimo Borroni, formalmente todavía socio, fueron transferidas, mediante una acta notarial, a una fundación que tenía como fin el mantenimiento del convento.
El tercer socio, Jean Baptiste Oleaux, residía en París. Sólo una o dos veces al mes, por las causas más importantes, se dejaba ver en el bufete romano, prefiriendo participar en las reuniones con el socio Lorenzo Putignani y los otros abogados que no eran socios, a través de video conferencias Roma-Reims.
De todas formas, de los tres, Oleaux no era en verdad el más preparado profesionalmente pero sí el más dotado naturalmente para las relaciones públicas.
Era el quien se ocupaba de mantener las relaciones con los clientes más importantes y, en lo posible, era quien se ocupaba de encontrar nuevos clientes. Era, por lo tanto, el responsable comercial, por así llamarlo, del bufete B.O.P. & Partners.
Profesionalmente el padre, Cosimo, había sido el abogado más astuto y preparado en Derecho Internacional, y aquel a quien, antes de que todo se arruinase, uno podía recurrir cada vez que se necesitaba un consejo atinado sobre cualquier duda legal.
Ahora que Cosimo había abandonado la profesión, este trabajo se lo habían adjudicado a Lorenzo Putignani, que lo desarrollaba con dificultad.
Laura Lazzaroni se levantó de su puesto y se dirigió hacia la oficina de Putignani seguida por Viola. Llamó a la puerta y quedó aguardando una respuesta que no se hizo esperar.
“Abogado, es la letrada Borroni”.
Putignani se levantó del escritorio, de madera de teca negra y, dando la vuelta, llegó hasta la muchacha.
“Finalmente te veo, querida Viola. ¡Después de seis meses, al fin te veo! Dame un abrazo.”
Ya de vuelta en su puesto, añadió:
“Cuéntame todo, pequeña,. ¿Qué necesitas?”
Viola se sentó enfrente de él y comenzó a explicar:
“En verdad, no sé por dónde empezar. Me ha llamado el prior del convento de Montesanto para decirme que papá está desaparecido desde hace dos días y para saber si sabía algo al respecto”
“¿Dónde piensas que se ha ido?”
“No sé nada, sin embargo he recibido un mensaje donde me decía que había hecho un descubrimiento y que se dejaría ver en cualquier momento”
“Entiendo”
“Eres el único del que papá se fía, y quería saber si te había llamado, si sabes dónde se encuentra en este momento”.
“También he recibido un mensaje de Cosimo que decía más o menos lo mismo, y este hecho me ha alarmado enseguida. Has hecho bien en venir, tan sólo te has anticipado un poco porque pensaba llamarte desde el despacho, no me gustaría que tu padre se hubiese metido en otro lío”.
Los dos se quedaron mirándose en silencio durante algunos segundos, después el hombre continuó:
“Haremos lo siguiente, Viola, pasado mañana es sábado, cojo dos días de asueto y nos marchamos al convento a hablar con el fraile. ¿Qué piensas?”.
“Parece una buena idea”.
“Por desgracia deberás poner una denuncia de desaparición” observó el abogado.
“Desgraciadamente no es posible, porque ahora papá es, a todos los efectos, un ciudadano del Estado del Vaticano, y su desaparición se ha descubierto, por lo que sé, en el convento, que es un territorio sometido a esa jurisdicción”.
“Formalmente, la competencia de la investigación es prerrogativa del Promotor de Justicia del Vaticano21, siempre que el padre Ludovico ponga la denuncia” dijo Putignani.
“Justo. También por esto querría hablar con él. No tengo muchos días disponibles. Tengo que continuar con la investigación de la muerte del hombre en el Policlínico Gemelli. Mañana tengo que estar en la Procura22 para la asignación formal del caso”.
“Me he enterado por los periódicos, un caso muy extraño”.
“Exacto” susurro pensativa.
“El sábado por la mañana, hacia las siete, iré a buscarte a casa con el coche. En tres horas estaremos en Todi, en el convento de Montesanto. Tranquila”
“Estaré preparada, te lo agradezco muchísimo.”
VI
París, jueves 22 de octubre de 2015 –Boulevard des Arabesques nº 4
Sobre la grandísima pantalla de LCD del televisor ultra plano Toshiba de 80 pulgadas, de última generación, colocado sobre la pared del gran salón, se estaba jugando la final del 2015 del Open U.S.A. de tenis. La enésima prueba de fuerza entre el australiano Jan Friliver y el chino Shu Pen.
Ambos en solitario habían ganado ya 12 Grand Slam más una docena de finales.
Parecían Los duelistas, un viejo film de Ridley Scott centrado sobre la relación entre dos enemigos acérrimos que siempre encontraban el momento oportuno para retarse en duelo, sin resolver nunca, con la muerte de uno de ellos, su eterna disputa.
El más viejo de los tenistas, si se puede hablar de vejez a esa edad, era Friliver, que acababa de cumplir 29 años. Shu Pen, sin embargo, a pesar de poseer en su palmarés tres Roland Garros y dos Open de Australia, más tres finales en Wimblendon, perdidas ante Jan, tenía sólo 24 años.
La crónica del encuentro en el canal Sky Sport era comentada, como siempre, por aquellas viejas glorias de John McEnroe y Jimmy Connors, empeñados en pincharse por turnos con viejas anécdotas deportivas y encuentros cara a cara, ocurridos entre ellos más o menos treinta años antes. Cuando las raquetas eran de madera y el cordaje de tripa natural. Cuando las pelotas, fabricadas con un tipo de caucho mucho más suave que el actual, viajaban a una velocidad un treinta por ciento más lenta que las actuales. Cuando al acabar el encuentro los jugadores enemigos se encontraban en la discoteca, para disfrutar con la hermosa vida nocturna, comportándose de forma alocada con las muchachas que encontraban en los locales o con las fans del momento, y bebiendo champaña. Otra época.
De frente a la pantalla del Toshiba, tendido sobre un gigantesco sofá de piel blanca, un único espectador degustaba, en la penumbra, Bandol Reserve del 1965, siguiendo, casi sin ganas, las etapas centrales del encuentro que prometía ser la final más taquicárdica de los últimos quince años.
El hombre, de aproximadamente unos sesenta años, atractivo, podía decirse que estaba satisfecho de su posición social. No había tenido que empeñarse mucho para tener éxito.
Perteneciente a una familia acomodada había visto volatilizarse todo el patrimonio familiar en el espacio de una semana.
En diciembre del año 1961, su padre, un experto viticultor y descendiente de una estirpe de nobles rurales, había invertido todo su dinero en una hacienda vinícola de Lyon, productora de Bordeaux que después, en el 65, fue literalmente arruinada debido al escándalo del alcohol metílico.
El padre, efectivamente, había mezclado el vino de la última producción