Examinando en completa soledad las 4 fotografías, el hombre no pudo reprimir un nuevo escalofrío de emoción, bien disimulado cuando las había visto por primera vez en presencia de Von Geberth y de Sturlitz.
Lo que había notado, y que deseaba verificar mejor en este momento, provisto de una lupa, fueron aquellas estrellitas estilizadas, dibujadas en todo el contorno de las misteriosas páginas fotografiadas, y que él se preparaba a descifrar.
Pero lo que le produjo un escalofrío de ansiedad fue el dibujo, presente en el ángulo superior de una de las dos páginas, de una minúscula figura femenina inmersa en una bañera con un líquido verde.
Oleaux había ya visto figuras femeninas similares. E incluso las pequeñas estrellas eran inconfundibles. Para un ojo experto como el suyo, las imágenes de aquellas fotografías pertenecían, sin lugar a dudas, al manuscrito sin nombre. Aquel tomo medieval comprado por Wilfrid Voynich en 1912 que el anticuario polaco, naturalizado inglés, había vendido a una biblioteca de los Estados Unidos de América. El volumen, comúnmente llamado Manuscrito Voynich por el nombre del marchante de libros que lo había comprado en Italia a los frailes jesuitas, había sido leído, releído y pasado por el tamiz de millares de historiadores, glotólogos, estudiosos y expertos en esoterismo y en ocultismo.
Pero el libro y la lengua en que estaba escrito permanecían indescifrables. Se podía considerar el enigma más apasionante y emocionante con el cual él, profesor de historia, se había topado hasta este momento.
En contraposición a esto, los misterios, todavía sin resolver, de la escritura etrusca o de la “Piedra Rosseta24” eran comparables con rompecabezas para niños.
Y ahora, pensaba con emoción Oleaux, quizás sería posible descifrar la lengua desconocida, penetrar en los secretos del manuscrito que más que ningún otro había suscitado el interés morboso de los historiadores de todo el planeta en los últimos treinta años.
Sobre el Manuscrito Voynich se habían formulado miles de interpretaciones y conjeturas diversas: que el texto había sido escrito en un lenguaje críptico por los herejes cataros, que fuese una mezcolanza de diversas lenguas medievales de Centro Europa, que hubiese sido escrito por un tal Jacobus de Tepenece, médico y alquimista de la corte de Rudolph II de Ausburgo, el emperador que había vivido en el siglo XVII y había sido un apasionado del coleccionismo y las ciencias ocultas, o incluso por Ruggero Bacone, o en fin que fuese un códice medieval que contenía una serie de ritos cuya finalidad era alcanzar la inmortalidad.
Justo esta última hipótesis, fuese cierta o no, pensaba Oleaux, había suscitado el interés espasmódico del Führer, hasta la obsesión. Bajo expresas órdenes de Hitler, los jerarcas nazis habían reutilizado incluso una máquina para cifrar textos, cuyo nombre era Enigma, pero en una versión más compleja de la original, ideada por el ingeniero Arthur Scherbius en 1918.
Enigma cifraba y descifraba los mensajes de manera mecánica y mediante impulsos eléctricos. Cada máquina tenía cinco rotores numerados, distintos entre ellos, y sólo tres de estos eran utilizados en cada una de las sesiones, en un orden y posición diferentes.
Cuando se pulsaba una letra, el primer rotor que había a la derecha giraba un diente. Cuando el primer rotor había cumplido un giro entero (26 pulsaciones, tantas como letras del alfabeto internacional) se ponía en funcionamiento el segundo rotor, que provocaba a su vez otra pulsación.
Después de las 26 pulsaciones del segundo rotor, también el tercero se movía una letra.
Todas estas operaciones hacían que un mensaje pudiese ser descifrado por Enigma con 150 millones de millones de posibles combinaciones diversas.
Y sin embargo, aquel extraño mecanismo, si bien de extrema utilidad para fines bélicos, no había servido para nada a los servicios secretos alemanes para resolver un texto completamente desconocido como aquel que contenía el Manuscrito Voynich.
“¡Maldito sea el que ha fotografiado estas páginas!” murmuró a regañadientes el francés. Las fotografías debieron ser hechas con un aparato fotográfico sin fuelle. Quizás una Zenith o una Hasselblad, desgraciadamente sin flash. Las páginas fotografiadas no estaban iluminadas de manera homogénea, sólo en la parte superior e inferior. Como si el fotógrafo se hubiese servido de una antorcha eléctrica y hubiese iluminado por sectores cada folio.
El resultado mostraba –en la parte central de las dos imágenes– el texto en penumbra, ilegible.
Quizás con instrumentos más sofisticados, y ayudado por expertos del sector, habría podido entender qué había escrito en las partes oscurecidas.
El capitán extrajo de la bolsa un cuaderno y un lápiz y comenzó a transcribir el texto en su lengua original para después poder traducirlo en líneas sucesivas.
La primera página tenía en la parte alta la fecha y a continuación la escritura en latín con tinta negra muy desvaída.
Anno Domini 1104
Quod tu venis ad viator terram gaudebunt tempore legis verba sunt praesentia praesentibus et quae futura dies.
Que traducido significaba: “Viajero que llegas a esta tierra, lee mis palabras y regocíjate porque tus días son todavía presentes y los días presentes son todavía futuros”
Oleaux siguió transcribiendo el texto original:
Verba quae ego non modo ad me vocari. Incertum est mihi mors timore decidit in memoriam immortalitati.
Y la traducción: “Las palabras que para mí no tenían sentido ahora son claras en mi pensamiento. La muerte que me aterrorizaba es ahora sólo un vago recuerdo que se atenúa con mi inmortalidad”.
¿Entonces era verdad? ¿El manuscrito hablaba de la inmortalidad? El francés continuó, cada vez más concentrado en la traducción del texto en latín.
“Mi nombre es Johannes De Fugger, cardenal por la voluntad del Señor de la Santa Romana Iglesia y conde de la ciudad de Aquisgran, durante la coronación inminente de nuestro emperador Enrique V, representante en la tierra del Sacro Romano Imperio”.
Por lo tanto era un obispo, un noble imperial, el autor de aquellas páginas, ¿o incluso del manuscrito entero? Sobre este De Fugger no había oído hablar nunca, pero, parecía que el compilador del volumen hubiese sido un alto exponente de la aristocracia o el clero.
Oleaux recordó con una sonrisa las teorías de algunos de sus colegas historiadores y del mismo Wilfrid Voynich, que atribuían la paternidad del manuscrito a John Dee, el célebre mago, astrólogo y filósofo hermético de la época isabelina que había vivido entre el año 1527 y el 1606. Si hubiesen leído estas líneas muchas diatribas académicas se habrían podido ahorrar.
El francés volvió a la traducción del texto de la primera página. Sólo a la parte final, dado que la central era ilegible.
“Quiero que las memorias escritas en mis pergaminos y encerradas en este libro, puedan un día ser claras, como un día sin nubes, al viajero, al peregrino, al señor, al caballero o al hombre de iglesia, que sabrá leerlas porque ellas son el camino que conduce a la inmortalidad”.
Oleaux se paró, con el pensamiento todavía sobre esta última palabra, que parecía era recurrente en el resto de la primera página. Después cogió las otras dos fotografías que reproducían la segunda página, y las tradujo.
“El códice que dejo a la posteridad servirá para desvelar aquello que he visto y escuchado y que juro delante de Dios y de todos los santos