Con un pie dio un golpe a la puerta para cerrarla y, después, mirándola fijamente todavía, le quitó la mano de la boca muy lentamente.
Novak permaneció inmóvil, con los labios medio abiertos y los ojos fuera de sus órbitas.
Maoko retiró delicadamente el bolso de su hombro y después, lentamente, le tomó la muñeca izquierda y la colocó sobre la derecha que ya estaba sujetando, cruzándolas y manteniéndolas juntas con una sola mano.
Sin quitar la mirada, buscó algo en un cesto de paja sobre un mueble cercano con la mano libre y sacó un rollo de cuerda. Tanteó hasta encontrar el extremo justo, lo sujetó e hizo caer el resto al suelo con destreza.
Lentamente dio unos giros de cuerda alrededor de una muñeca, después alrededor de la otra, y acabó dando unas vueltas alrededor de las muñecas cruzadas, sujetando todo con un nudo doble.
Novak estaba completamente paralizada.
Maoko dejó correr una pequeña longitud de cuerda para mantenerla en tensión con las muñecas de Novak, alzados a la altura de su abdomen.
Dobló ligeramente las rodillas y con la otra mano recogió el rollo, con un movimiento veloz de los ojos apuntó, y con estilo magistral lo lanzó por encima de un gancho en hierro macizo fijado al techo del que colgaba una lámpara de estilo antiguo.
Del rollo, que había caído cerca de ella, tomó el otro extremo de la cuerda, y con las dos manos empezó a tirar lentamente, levantando las muñecas de Novak hacia arriba.
Siguió tirando, palmo tras palmo, hasta que los brazos de la mujer noruega estuvieron sobre su cabeza y empezaron a tensarse. Novak emitió un gemido sofocado, pero lo calló inmediatamente, mientras seguía mirando delante de sí con una mirada ausente.
Maoko tiró más, lentamente pero firmemente. Ahora los brazos estaban estirados al máximo y comenzaban a levantar el peso del cuerpo. Novak empezó a gemir de manera sumisa, continuamente, mientras la frente se le llenaba de sudor.
Maoko tiró un poco más, hasta que los pies de la mujer noruega estuvieron levantados con un ángulo de unos sesenta grados con respecto al suelo. En ese momento ató el extremo libre de la cuerda a un robusto toallero fijado a la pared, al lado del fregadero de servicio de la cocina.
Del cesto de paja cogió un trozo de cuerda más corto y ató los tobillos uno contra el otro, y después se alejó para ver el resultado de su trabajo.
La mujer noruega colgaba del techo, tensa y perfectamente vertical, apoyada ligeramente, en vertical, sobre la punta de sus pies, que eran el único punto de apoyo que le quedaba.
Ya no gemía. Ahora respiraba lentamente, jadeando, y todo el cuerpo se le había cubierto de sudor por la tensión muscular.
La camiseta había salido de la falda, descubriendo una parte de su abdomen sudoroso.
«No está mal», se felicitó Maoko a sí misma.
Cerró la puerta con llave, se quitó el abrigo y los zapatos y fue al baño; después se preparó un té japonés. Degustó algunas de sus pastas y finalmente se acomodó en un sillón para leer una novela. Había sido un día largo y ajetreado; sentía la necesidad de relajarse. Las aventuras amorosas de la protagonista del libro la llevaron a un mundo fantástico, pero también muy real; los japoneses tienen una sensibilidad particular por los matices y los detalles, y su nivel de introspección es superior. Sobre todo, las mujeres; escuchan todo el tiempo e interaccionan con el entorno de una manera profunda.
Midori era una estudiante de letras enamorada de Noboru, un pescador joven que vivía en un pueblo costero a cien kilómetros de distancia. Se habían conocido en un parque, un año antes, con ocasión del florecimiento de los cerezos15, y se habían enamorado perdidamente. Cada pensamiento de ella era un pensamiento de él; habían descubierto que se comprendían tan profundamente que se consideraban una sola persona, indivisible. Pero Noboru tenía un trabajo durísimo. Salía con la barca en medio de la noche, con los compañeros, para pescar, y el mar estaba agitado a menudo. Uno de los chicos había caído al agua, una vez. Gritaba, en la oscuridad, pero no podían verlo. Lanzaron varios salvavidas hacia el lugar de donde provenía la voz, pero ola tras ola la voz se había ido alejando. Hasta que se hizo el silencio. Solo oían el murmullo violento e indiferente de las olas que golpeaban la embarcación, y agitaban la red en el mar oscuro.
Estás con nosotros, Ryuu,
estás con nosotros.
Cada noche vendremos contigo sobre el mar negro,
y sabremos que nos estás esperando
con tus fuertes brazos abiertos.
Subirás al barco como la espuma de las olas
y a nuestro lado, junto a nosotros, tirarás las redes,
como las noches pasadas,
cuando tus ojos y tu sonrisa
nos hacían afrontar la tempestad con alegría.
Noboru había escrito esta elegía a su amigo perdido, y la había mandado a Midori en una de sus numerosas cartas. Ella había llorado por él, y por Ryuu, a pesar de que no lo había conocido. Noboru era un poeta, con un ánimo dulcísimo y sensible, pero la vida que llevaba no le permitía exprimir su talento como merecía.
Ella lloraba también por eso, hija de una familia acomodada, con posibilidad de estudiar y de viajar, pero obligada a esconder su relación porque sus padres nunca habrían aceptado que se casara con un pescador pobre. Noboru no tenía familia; lo habían abandonado al poco de nacer, y había pasado de un orfanato a otro hasta que creció lo suficiente para poder trabajar. La economía del pueblo en el que vivía estaba basada en la pesca, por lo que ser pescador había sido su destino inevitable. No podía llamarlo por teléfono, porque los padres de Midori habrían podido descubrir todo. Así que le escribía a través de una compañera de su escuela, que le daba las cartas que recibía y mandaba las que iban dirigidas al muchacho.
El día en que se conocieron, en el parque, un gorrión jugueteaba cerca de ellos, picoteando el terreno y observándolos de tanto en tanto. Midori se había convencido en ese momento de que el pájaro era su mensajero. Todas las tardes se sentaba en el jardín y se acercaba al pájaro más cercano y le hablaba, le decía lo que tenía que contar a Noboru, y escuchaba su piar, que llevaría el mensaje a su amor, muy lejos. Después, por la noche, se levantaba y abría la ventana, despacísimo para no hacer ruido, y se dejaba envolver por el viento, el mismo viento que ella suponía que estaría agitando las velas y el pelo de su amado en aquel mismo instante.
«Ah, Midori, Midori», pensó Maoko, «qué romántica eres. Y qué triste estás».
Miró a la mujer noruega para ver cómo estaba.
No se podía decir que estuviera mal. Había cerrado los ojos y respiraba con regularidad, sin jadeos. Se había acostumbrado a la posición. De vez en cuando movía ligeramente las puntas de los pies para ajustar su precario equilibrio. Ya llevaba media hora allí.
«Bueno, vamos a llevar a la cama a esta gaijin16», se dijo, «ya es hora».
Dejó el libro y se acercó silenciosamente a Novak. Esta pareció no darse cuenta.
Maoko cogió la cuerda tensa con sus dos manos, en la parte que iba desde el punto de fijación del toallero hasta el gancho del techo, y tiró con decisión algunos centímetros. Novak abrió los ojos de golpe y gimió con un sonido nasal; tenía la garganta seca desde hacía un buen rato.
Tendió