CAPÍTULO 5
HUIDA
Después de la fuga del bar continúo alejándome con paso decidido, sin darme la vuelta en ningún momento, aunque no haya hecho nada malo. Como un ladrón, con miedo a ser descubierto y la adrenalina disparada por mis últimas acciones, me alejo todo lo que puedo y me subo al primer autobús que encuentro, sin saber a dónde me llevará. Tengo una cita en el centro al final de la mañana y así podré deshacerme de toda esta excitación por esa pequeña flor abandonada entre sus manos Regalarle una flor, ¿cómo se me ha podido ocurrir? Trato de imaginarme qué puede estar pasando ahora en el bar, tal vez ha tomado y tirado esa pequeña margarita que ya se está marchitando, riéndose con su amiga. ¿Será el chiste del día? Sin embargo, mi esperanza es otra, la de haber abierto una brecha en sus pensamientos por la que poder entrar y esconderme en un rinconcito silencioso, listo para descubrir más cosas de ella. He huido por miedo a que nuestra historia de miradas pueda cambiar, pero en el fondo de mi corazón tal vez quiero en realidad que pase esto. Querría ser una pequeña mosca y revolotear ahora allí, por encima de sus cabezas, mirar sus ojos azules como el cielo y captar cada pequeño gesto de su rostro, junto con todos los pensamientos que le puedan pasar por la cabeza mirando cada pétalo blanco. Casi estoy tentado de volver atrás, pero ya estoy demasiado lejos y demasiado cansado, el autobús afortunadamente me lleva al centro y seguramente, aunque lo hiciera, ella ya no estaría allí. Encuentro un sitio y me siento, dejándome arrullar por la velocidad del gran vehículo. Mis compañeros de viaje están todos en silencio y listos para un día de trabajo o de estudio o incluso solo para el paseo matinal para matar el tiempo en las largas jornadas que se viven cuando uno alcanza cierta edad. Muchos de ellos llevan un libro abierto entre las manos, otros escuchan música y otros más están perdidos en sus pensamientos. Atrae mi atención una viejecita al fondo del autobús, vestida de rojo y con un gran carrito vacío a su lado. Tiene la mirada cansada y la cabeza se tambalea en cada curva. Empiezo a pensar cómo seré cuando sea viejo y el primer pensamiento es el de no querer estar solo, de llegar a esa edad junto a alguien con quien compartir todo, incluso las pequeñas margaritas recogidas en el camino. Vuelvo a pensar en ella mientras veo por la ventana la majestuosidad de la ciudad y sus imponentes monumentos que sirven de marco a todas las aventuras de mi vida.
Cuando llego al Monumento a Víctor Manuel II, bajo a la calle, despierto de repente de esta dicha alcanzada entre los pensamientos y el pasar de lugares muy bellos más allá del cristal. Conmigo desciende también la viejecita, ya lista delante de la puerta con su fiel carrito sostenido con una mano, mientras se agarra con la otra para no caerse. En la parada nos separamos y la sigo con la mirada hasta que gira al fondo de la calle, casi controlando que no le pase nada malo y dispuesto a socorrerla si necesitara algo. A veces basta poco para entrar en sintonía con alguien que luego tal vez desaparezca para siempre en nuestra vida, de la misma manera que entró a formar parte de ella por un breve instante. Miro el reloj: Está claro que es muy pronto para cita en el museo de Piazza Venezia, así que aprovecho para echar una mirada a los foros en este hermoso día que merece guardarse con un recuerdo visual. Como si hubiera sido a propósito, veo una pequeña margarita que brota del borde de la acera y puedo fotografiarla en primer plano, con su fondo de monumentos desenfocados que dan la sensación de estar fuera del mundo y del tiempo. Me gustaría podérsela enviar inmediatamente a mi misteriosa compañera de viaje, pero no sabría cómo hacerlo, ya que no sé ni siquiera su nombre. Una vez en casa, la guardaré también en el teléfono, pues deberá estar siempre lista en el caso de llegar a ella de algún modo más informatizado. Pasear por el centro de Roma verdaderamente te lleva fuera de lo cotidiano y entre tantos turistas se puede también perder la conciencia del espacio y del tiempo. Una sucesión constante de idiomas y de colores, entre las muchas personas armadas con cámaras fotográficas y sonrisas radiantes para recordar días enteros pasados visitando la Ciudad Eterna. Los gladiadores del Coliseo siempre dispuestos a formar parte de sus fotografías después de una generosa compensación y los carruajes que acompañan a los más dispuestos a probar nuevas dimensiones, porque en vacaciones los planes deben cambiar, al menos durante media hora, arrastrados por la ciudad en una carroza con un gran caballo. Las pezuñas sobre los adoquines ocultan el ruido de los automóviles y la ciudad vista desde ahí arriba tiene otro gusto, con un salto hacia el pasado. La cola delante del Coliseo es ya larguísima, sin preocuparse por el frío ni el tiempo de espera, dispuesta a hacer propia la visión de uno de los lugares más famosos del mundo a llevarla a su ciudad junto a fotos y recuerdos para regalar a amigos y parientes. Más tarde empezarán a llegar también las parejas de nuevos esposos, todavía vestidos de fiesta para las fotografías rituales en los escenarios más bellos de la Capital y así este espacio tendrá un aspecto y significado adicionales para quien lo haya elegido como destino. Después de haber pasado la mañana simulando ser también un turista, me dirijo con paso decidido hacia el lugar de mi cita, que no está muy lejos. Encuentro por casualidad a mi interlocutor delante del Monumento a Víctor Manuel II y así decidimos hablar de mi trabajo en el exterior, sin recluirnos en su oficina entre documentos y en la oscuridad del interior. Hay que rehacer los carteles del Monumento y por tanto necesitan nuevas fotografías, tal vez disfrutando de la vista de Roma que hay subiendo a su parte más alta, accesible solo a unos pocos elegidos. Ya he trabajado para ellos un par de veces con ocasión de exposiciones concretas en el interior de la «máquina de escribir», como se suele llamar en Roma al Altar de la Patria. Desde que en 2000 han vuelto a ofrecer la posibilidad de acceder a la escalinata, de vez en cuando me apetece pasar un tiempo visitando el monumento, ver todos sus detalles dedicados a la ciudad y a las regiones italianas y la parte que más me gusta es el santuario de las banderas de guerra, una infinidad de guiones e insignias con el sabor del pasado entre los restos de las telas consumidas.
Acepto encantado el trabajo y empiezo a tomar algunas fotos, aprovechando el acceso a áreas no accesibles a los visitantes normales. Desde ahí la ciudad te atrapa, te incorpora entre los mármoles y las antiguas construcciones medievales, hasta llegar a las grandezas de la antigua Roma, todo unido en una sola mirada. Casi parece que se puede tocar el sol y sumergirte en el límpido cielo que lanza ráfagas frescas de vez en cuando, despertándote de esta atmósfera surreal y mágica.
Me entran ganas de quedarme todo el día acurrucado en algún espacio entre las columnas y la escala infinita y ver Roma y todas esas pequeñas hormigas que se mueven adelante y atrás por las calles correspondientes. Me armo de valor y abandono ese lugar tan cargado de historia que hace que casi se oigan las voces de quienes han estado ahí antes de mí, antes incluso de que se construyera este monumento tan teatral. Decido volver a pie, aprovechando un día que nos ha ahorrado la lluvia de la noche anterior. Fotografío los charcos que hacen de espejo de las calles y en uno estoy yo, reflejado con mi abrigo azul y vaqueros, los cabellos negros y despeinados y las gafas de sol escondidas detrás del objetivo. Yo también estoy aquí, para variar, y viéndome reflejado en la pequeña poza de agua casi no me reconozco, tanto es el tiempo en el que no he pensado en mí en la vida real. Un periodo que he pasado solo trabajando, sin muchos amigos con los que compartir otras cosas y con pocas mujeres sin importancia con las que pasar alguna noche sin recordar luego emociones particulares dejadas a la espalda. Un periodo frío, solo hecho más íntimo por mis fotografías que cuentan sin embargo la vida de otra gente y de otros lugares. Hay un poco de mí en cada foto, pero nada que ver con lo que puede hacer un fotógrafo entrando dentro de su propio corazón. Debo volver a hacer fotos no encargadas, rebuscando dentro de mí mismo y tal vez la foto de la margarita sea el primer paso para redescubrirme cambiado y dar un giro a mi vida que ahora solo pertenece a los demás, como una meretriz